Opinión

El Congreso Nacional, de naturaleza bicameral, convirtió en ley el proyecto del Código Penal de la República Dominicana, tras 18 años de investigaciones, consultas y debates, en los que tomaron parte los poderes públicos y diversos sectores de la sociedad.

El proceso de reforma del vigente Código Penal que data de 1884, se inició en el año 1996, cuando el Poder Ejecutivo creó una comisión de notables juristas que elaboraron un anteproyecto de ley que cursó los trámites legislativos hasta que el Congreso lo convirtió en ley en el año 2006, ocasión que fue observado y devuelto a las cámaras.

El objetivo de la reforma del Código Penal es adecuar esa normativa a las necesidades de prevención, control y represión de las infracciones que se cometen en la sociedad, así como incrementar la protección de las personas, tanto físicas como jurídicas, y de sus bienes; preservar la convivencia social y la seguridad jurídica, y proteger a las víctimas.

Los temas más controversiales que obligaron a los legisladores a dedicar extensas jornadas de debates son el derecho a la vida (del feto y de la madre), el estado de necesidad, la tipificación del feminicidio, la despenalización de los delitos de difamación e injuria entre personas, la reducción de la edad de menores para hacerlos penalmente responsables, el aumento de la pena máxima de 30 a 40 años, la adopción del sistema de cúmulo de penas hasta 60 años, así como la tipificación de nuevos ilícitos penales, como la desaparición forzada de personas, la penalización de los negocios de multinivel o de estructura piramidal, el ataque a personas con el llamado “ácido del diablo”, entre otros.

En esencia, los cambios introducidos al Código Penal con el objeto de modernizarlo, lo que hace es alimentar el mito de la mano dura que emplean las autoridades para intentar contener la creciente criminalidad que afecta a las sociedades de América Latina.

La mano dura actúa sobre las conductas finales y ofrece a la población legítimamente alarmada una solución “inmediata” frente a la inseguridad, promete soluciones prontas, y da la impresión de que se está operando activamente, con resultados dudosos. Se concentra sobre los síntomas de la epidemia de criminalidad, sin profundizar sobre las causas que la determinan.

La mano dura no roza siquiera las causas estructurales del delito como la exclusión educativa, la desintegración familiar, la exclusión social y la inequidad. Por eso sus resultados son tan pobres.

Esta lógica lleva a un tensionamiento agudo de las relaciones entre la policía y los grupos pobres de la población, las deteriora inevitablemente, y es portadora de una amenaza aún mayor, que es el sesgo a criminalizar la pobreza.

El discurso de “Tolerancia Cero” coloca en una situación muy difícil a las fuerzas policiales porque induce a la opinión pública a esperar de ellas resultados mágicos. No los puede lograr y entonces se les acusa de ineficiencia.

En realidad se las está haciendo responsables totales de un problema cuyas causas últimas no manejan, porque no tienen incidencia en las razones estructurales que llevan al aumento de la criminalidad.

La epidemia de la criminalidad está profundamente ligada a las condiciones de pobreza, falta de oportunidades y exclusión que afectan a vastos sectores de la población. Esa pobreza tiene una de sus causas centrales en el hecho de que América Latina es la región más desigual de todas.

Un abordaje que vaya a las razones estructurales del delito puede conseguir resultados diferentes. La lógica integral propone abordar las causas estructurales del delito generando inclusión, protección social, y oportunidades a través de las políticas públicas en alianza con la sociedad civil, y la responsabilidad empresarial, como propone Bernardo Kliksberg, pionero de la gerencia social.

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