Hablan los hechos

La Latinoamérica progresista de hoy no es una enemiga estratégica de los Estados Unidos. Cuba, el adversario histórico en la región del gran vecino del norte, que abrazó una ideología, un sistema económico y un modelo político distinto, formando parte de un conglomerado político enemigo del bloque occidental liderado por Estados Unidos, se encuentra actualmente inaugurando una nueva etapa en el marco de una realidad mundial totalmente diferente, donde las ideologías son parte del pasado. Su apertura a la inversión extranjera la ubica en una dirección que no es precisamente contraria al sistema capitalista.

Aunque algunos gobiernos progresistas de la región reivindican el socialismo, su accionar no ha estado dirigido a suprimir la propiedad privada, si bien en el caso de Venezuela se observa un roce del gobierno con el empresariado, derivado de la poca simpatía que despierta entre los miembros de este sector el proceso de cambios impulsados desde el poder.

De todos los gobiernos progresistas que actualmente existen en América Latina, los más radicales son precisamente aquellos donde la resistencia al cambio por parte de los grupos de poder ha sido más extrema y la injerencia extranjera que la estimula más abierta y desconsiderada.

Estos países son Venezuela, Bolivia y Ecuador, los cuales tienen en común el haber sido producto del fracaso estrepitoso de gobiernos neoliberales que dejaron tras de sí, además de la dispersión política, una grave situación social y una gran estela de inconformidades.

En estas tres naciones los grupos de poder tradicionales hasta intentaron tomar el poder mediante golpes de Estado. Y en los tres casos fue más que evidente la complicidad de Estados Unidos, que no reparó siquiera en el origen y la naturaleza legítima de los procesos en marcha.

Pero las tres naciones siguen siendo parte del sistema capitalista, siguen teniendo altos niveles de apoyo popular y su legitimidad resulta incuestionable por ser el producto de elecciones tan libres como la que más.

Distintos han sido los procesos en países como Brasil, Nicaragua y El Salvador. Cuando el Partido de los Trabajadores de Lula da Silva tomó el poder, Brasil era un país con una economía en franca expansión, pero con una pésima distribución de la renta. La gran virtud de los gobiernos del PT fue haber conectado con la demanda de justicia social del pueblo trabajador brasileño aprovechando la bonanza económica que supo mantener y ampliar.

El PT no se ha propuesto construir una sociedad socialista ni nada que se le parezca, aunque lo que ha protagonizado en Brasil pudiera considerarse como una auténtica revolución social que en nada ha dañado ni a Estados Unidos ni a los grupos económicos que, por el contrario, se han beneficiado enormemente del crecimiento de la economía brasileña durante los últimos años.

Pero Brasil ha tenido aspiraciones de liderazgo regional y hasta mundial, pretensiones que ha llevado a este país a concebir alianzas estratégicas dentro y fuera de la región, vistas con recelos por Estados Unidos. Para el gigante del sur estas alianzas han sido fundamentales, además, para apuntalar su crecimiento económico
En El Salvador el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) se incorporó a la vida política como organización legalmente reconocida luego de un proceso de negociación mediante el cual depuso las armas. Sus mayores esfuerzos en esta nueva etapa estuvieron encaminados a ganarse la confianza de los grupos económicos más influyentes, algo que lo llevó a asumir posiciones moderadas, tanto que para hacerse electoralmente potable presentó como candidato presidencial a un talentoso periodista sin militancia política. En el ejercicio del poder el FMLN se ha caracterizado por la búsqueda de entendimientos con los grupos más influyentes, algo que parece haber ido logrando sin sacrificar los aspectos más medulares de su programa de gobierno programa de gobierno.

Como organización progresista el FMLN diseña y aplica políticas de inclusión social, participa de los esfuerzos integracionistas en la región y mantiene relaciones armoniosas con Estados Unidos.

Un comportamiento parecido ha tenido Daniel Ortega en esta segunda oportunidad que ha tenido de dirigir el gobierno de Nicaragua. Ortega ha demostrado una gran sagacidad, pues la oposición se ha derrumbado y los grupos de poder no se han dado ni por enterados. Es más, Ortega ha pasado a ser su gran aliado.

Probablemente el nicaragüense es el más sólido de los gobiernos progresistas que existen actualmente en la región. La economía del país crece a buen ritmo, los grupos de poder están conformes y Ortega se permite aplicar agresivas políticas de inclusión social luego de alcanzar un acuerdo para elevar la carga tributaria. El mandatario del país centroamericano participa activamente de los esfuerzos por consolidar la autonomía latinoamericana, es crítico de Estados Unidos pero mantiene relaciones cordiales con su administración.

Actualmente China construye en Nicaragua el segundo puerto interoceánico en Latinoamérica a un costo de 50 mil millones de dólares, una obra de gran impacto en el país y en toda la región, que no ha despertado ningún tipo de preocupación en el gobierno estadounidense.

Como puede apreciarse, los partidos progresistas hoy en el gobierno tuvieron acceso al poder en circunstancias distintas, como resultado de procesos con características totalmente diferentes. Aunque entre ellos hay elementos en común, también existen diferencias.

Las contradicciones de algunos de ellos con la administración norteamericana son vistas por muchos como el resultado del roce de unos intereses estratégico que por obligación tienen que ser contradictorios y de imposible coexistencia.

Así piensan muchos izquierdistas de América Latina, pese a no haber una propuesta alternativa al sistema capitalista, como lo demuestra la evolución del proceso cubano y las ejecutorias de los gobiernos progresistas, aún de los más radicales.

Pero así piensan también los que sustentan posiciones de derecha aunque no esté en juego el sistema basado en la iniciativa privada. El viraje que acaba de dar Obama en su política hacia la región, particularmente hacia Cuba, carece todavía del suficiente apoyo entre los dos principales partidos estadounidenses como para que se convierta en política estable. Sin embargo, es lo que demanda el momento. El pueblo norteamericano parece haberlo entendido así.

Cuba intenta seguirle los pasos a China y está en lo correcto. Estados Unidos intenta algo nuevo en sus relaciones con América Latina, que reclama su autonomía, y no está equivocado. América Latina necesita y reclama independencia y no por ello pone en peligro los intereses de los Estados Unidos.

Lo que ocurre en la región se observa a menudo desde la óptica de las contradicciones “ideológicas”. Sin embargo, es el mundo entero el que ha cambiado y sigue cambiando velozmente. La naturaleza de estos cambios y sus alcances son cada vez más el producto del empuje de intereses nacionales en competencia. Estados Unidos hace enormes esfuerzos por revertir esta tendencia, pero hasta ahora sigue aferrado a los viejos métodos.

Mientras la diplomacia china se apoya en audaces ofertas de negocios, los norteamericanos siguen apegados a la diplomacia de las cañoneras y a la política de sanciones unilaterales cada vez más odiosa y menos eficaz, pero con gran capacidad para perturbar las buenas relaciones económicas y comerciales entre los países en una coyuntura que demanda exactamente todo lo contrario.

Al no contar con una política exterior que conecte con las necesidades de los pueblos a Estados Unidos se le dificulta en forma creciente la concertación de alianzas estables. Tómese como ejemplo el gran revés que acaba de sufrir la política estadounidense hacia la zona Asia-Pacífico con la decisión de 57 países de participar como socios fundadores del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, una iniciativa de la República Popular China que procura crear un organismo financiero que rivalice con el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Asiático de Desarrollo. Pese a que Estados Unidos objetó este proyecto, hasta los países más desarrollados de Europa se adhirieron a la iniciativa china, incluidos Alemania, Reino Unido, Francia e Italia, cuatro socios de los norteamericanos en el G-7. Y esto, obviamente, no por sentimientos antiestadounidenses ni nada por el estilo, sino porque el proyecto se perfila como una gran oportunidad para hacer buenos negocios.

La creación de este banco fue la respuesta de Beijing a la posición de rechazo de Estados Unidos frente a su demanda de democratización de las instituciones del sistema financiero internacional, manejadas mediante un sistema de votación por cuotas que desconoce el papel de las economías emergentes para dotarlas de nuevos fondos.

Pese a su incuestionable poderío militar y económico, Estados Unidos pierde gradualmente capacidad para imponer su voluntad al resto del mundo. En América Latina eso se puso de manifiesto de manera más que clara en la recién pasada Cumbre de las Américas, donde la región mostró un nuevo rostro y una fortaleza nunca vista desde los tiempos de las independencias.

La región pudiera estar aproximándose al inicio de una nueva era si el espíritu de lo planteado allí se convirtiera en política de estado y se tradujera en acciones concretas, yendo más allá de los grandes avances logrados en beneficio de la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba.

Estados Unidos, lo hemos dicho en artículos anteriores, no ha tenido ninguna otra iniciativa para la región después del fracaso de su proyecto de Área de Libre Comercio de las Américas, limitándose a simples aproximaciones en el plano bilateral sin nada novedoso.

¿Por qué la región, que ha sido capaz de lograr un acuerdo multilateral de colaboración con China a través de la CELAC, no puede lograr algo parecido con Estados Unidos?

Los grandes cambios precisan siempre de una nueva mentalidad y a veces hasta de una adecuación de las instancias institucionales responsables de hacerlos efectivos. Se precisa, sobre todo, de mucho diálogo y de iniciativas concretas que viabilicen los avances sobre el terreno. Algo que lamentablemente no se observa en este caso.

La dificultad para producir una declaración final en la cumbre tampoco corrobora el discurso aparentemente conciliador de algunos actores fundamentales. Es infantil pretender el inicio de un nuevo ciclo en las relaciones intrarregionales mientras no se supere el problema entre Estados Unidos y Venezuela. Este es el gran reto.

Las condiciones objetivas están dadas para el inicio de la nueva era. Pero la mentalidad de la guerra fría parece ejercer todavía una influencia decisiva. La región espera expectante que Estados Unidos, que ha anunciado algo nuevo para la región, comience a dar los primeros pasos.

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