Cuando en 1989 el economista inglés John Williamson acuñó la expresión “Consenso de Washington” quedó abierta una extensa autopista teórico-práctica que fue recorrida por economistas y políticos de todo el globo terráqueo y por la que transitaban sólo los puntos de agenda esbozados en el tristemente recordado programa de políticas económicas.
Las reformas impulsadas fueron las siguientes: disciplina fiscal; rígido control del gasto público; reforma tributaria, liberalización de las tasas de interés, comercio y la inversión extranjera; tipo de cambio regido por el mercado; privatización; propiedad intelectual y achicamiento y autoexclusión del Estado en la gestión económica.
Es cierto que muchas de las citadas medidas económicas eran razonables y deseables en toda economía interna, hasta por elementales razones de sentido común. Pero el paquete se aplicó de manera mecánica en las economías latinoamericanas y caribeñas sin tomar en cuenta las características particulares de cada país.
El cuestionado “Consenso de Washington” no nació por obra y gracia del espíritu santo, sino que fue concebido en los laboratorios de los conductores internacionales de la globalización económica como parte de una estrategia geoeconómica tras el desmembramiento de la extinta Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, pasando Estados Unidos a ocupar un lugar protagónico dentro de un nuevo escenario que postulaba el libre comercio y la desregulación de la economía mundial.
Así, el proceso de liberalización comercial tuvo un fuerte impulso en 1990 con el inicio de las negociaciones para conformar un área de libre comercio que abarcara la región norte del continente americano. Es así como nace el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, por sus siglas en español, o NAFTA, por sus siglas en inglés) que sumaba a Canadá, Estados Unidos y México, el cual entró en vigor en 1994. Diez años después Estados Unidos asistió a la firma del tratado de libre comercio con las economías centroamericanas, al que posteriormente se adhirió República Dominicana.
El 28 de mayo de 2004 se suscribió en Washington el texto del CAFTA entre Estados Unidos, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, al que posteriormente se adhirió la República Dominicana al concluir unas tres apresuradas rondas de negociaciones comerciales con Estados Unidos que se celebraron de noviembre de 2003 a marzo 2004, procediéndose a su firma final el 5 de agosto de 2004.
Tras el cumplimiento de la normativa consignada para su feliz culminación el DR-CAFTA entró en vigor para El Salvador el 1º de marzo de 2006; para Honduras y Nicaragua el 1o de abril y para Guatemala a partir del 1° de julio de 2006, mientras que para la República Dominicana la entrada en vigencia fue el 1° marzo 2007, siendo Costa Rica el último país en ponerlo en práctica a partir del 1° de enero de 2009.
En vísperas de cumplirse una década de la entrada en vigor del DR-CAFTA conviene fijar la atención en los resultados alcanzados tanto en materia comercial, como en la esfera de la economía real (expresado en la producción de bienes manufacturas y agropecuarios) pasando por su impacto en los indicadores laborales y sociales, para lo cual se requiere realizar una reflexiva evaluación sobre sus registros estadísticos.