Opinión

Hablar de la modernidad es referirse a una dinámica nunca vista en la historia humana. Por la explosión de los descubrimientos en las ciencias y la creación de aplicaciones tecnológicas, por el aumento de los años de vida de las personas, por el aumento de la productividad de la naturaleza, y, ¿por qué no?, por la metropolización del globo.

Tal ejecución en esta era, iniciada con la invasión de Europa a la hoy América, no hubiera sido posible sin la transformación del fundamento ético de la relación del ser humano con la naturaleza. En efecto, de la unicidad entre alma y cuerpo y la vinculación de ser y naturaleza, característica de la tradición histórica de la humanidad; obviando las cualidades vinculantes y asignándoles propiedades cuantificables al cuerpo y la naturaleza, estos pasaron a ser objetos de estudios de las ciencias con valor de explotación por el hombre con el propósito expreso de transformarlos en objetos para la satisfacción del bienestar individual.

Intervenir la naturaleza obviando sus cualidades fue un salto al vacío con un paracaídas de incertidumbres, ya que, por el desconocimiento de la interrelación de los elementos de un sistema tan complejo como este, al momento del ser humano aplicar las intervenciones creadas, no fue casual que produjera junto a los impactos positivos esperados efectos negativos desconocidos. La acumulación de estos en los sucesivos procesos de intervención alteró el delicado equilibrio, degradando, con ello, las condiciones para la reproducción de la vida.

Todo lo anterior viene a colación cuando se reflexiona sobre el contexto de una pandemia de las características del COVID-19, única en los miles de años de historia de la humanidad, tanto por la singularidad del agente que la produce, por la diversidad de consecuencias al interactuar el virus con el cuerpo humano, por las particularidades culturales de los pueblos…, pero, sobre todo, por ser un fenómeno vivido con una conciencia universal en la que toda la humanidad se siente agredida por la naturaleza.

Esta, ha sido testigo de excepción y sujeto de intervención en la esfera de la acumulación de errores de la Modernidad, aquellos, que una vez un joven y destacado político definió como “las sombras del neoliberalismo”.

Ella ha sufrido al ver cómo se queman los bosques, producto del aumento de la temperatura planetaria; cómo disminuye, tanto la cantidad como la calidad de oxígeno en el aire, razón por las que las enfermedades respiratorias son causa de muerte de una de cada diez personas fallecidas por año; cómo se reducen los acuíferos y contaminan los existentes; y cómo desaparecen especies de seres vivos garante de la cadena alimenticia.

En estas condiciones, desfavorables para garantizar la vida, no es de extrañar el surgimiento de microorganismos nocivos a la existencia humana cómo el SARS-CoV-2, agente causal de la peste que ha puesto de rodilla a la toda humanidad.

Mucha razón tienen los más destacados pensadores de la actualidad, cuando en los diversos foros científicos sostienen, que el COVID-19 es la reacción de la naturaleza a la bárbara explotación que ha sido sometida por el ser humano de la era Moderna, de la cual el Neoliberalismo ha sido su más elevada expresión. Quizás, en medio del dolor por el desastre, lo único a destacar es que esta enfermedad es un juez equitativo, ya que no tiene distinción por la posición económica, raza, preferencias religiosas, culturales, condición de migración…

Cómo ser semejante a Dios, podrás usar el libre albedrío para disentir de lo expresado hasta el momento, pero no negar la evidencia de que el pensamiento dominante neoliberal ha sido incapaz para levantar de las rodillas al sistema económico por el creado, devolver la dinámica social, dar un paso al frente con el modelo político; mantener la eficiencia de los sistemas sanitarios, y, por último, evitar el desborde de los servicios de salud.

Mucho menos, evitar que la pandemia se haga estructural al penetrar el tejido social de las poblaciones pobres del mundo en desarrollo.

En ese sentido, es espeluznante ver su distribución en toda la geografía mundial. En el informe de la OMS, Situation Report-181 del 19 de julio del corriente mes se reportan 14,043,176 enfermos a nivel global, y para la República Dominicana 51,519 afectados de COVID-19. Partiendo del criterio de que sólo son sintomáticos el 20% de los contagiados, se puede especular que a nivel mundial el número de contagio puede llegar a 70,215,880 personas, y en la República Dominicana se puede elevar a 257,595 seres humanos impactados. Si esta situación no es una tragedia humana en desarrollo ¿cómo se le puede llamar?

Destacados pensadores de la actualidad sostienen que este fenómeno es un indicador del fin de la modernidad en la transición hacia una nueva era, fundamentada en el principio ético del vínculo indisoluble entre ser humano y la naturaleza, por lo tanto, de proteger todas las formas de vida para rescatar las condiciones mínimas para la existencia en el planeta tierra.

Mientras tanto, colma la esperanza el conocer que la ansiada vacuna estará disponible en el mercado antes de fin de año, por lo que, sumado a los inmunizados de conglomerado, se podrá completar el porciento de personas protegidas necesarias para frenar la velocidad de propagación del virus causal de la enfermedad.

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