Con relativa frecuencia, para nuestra tradición de nación tranquila y apacible, nos escandalizan hechos de violencia, como homicidos, asaltos, secuestros, violaciones sexuales, suicidios y hasta linchamientos por parte de grupos desesperados que procuran hacer su propia justicia en medio del debate sobre la eficacia de nuestro sistema judicial.
Reiteradamente, se cae en el reduccionismo de atribuir la inseguridad ciudadana a la ineficiencia de las instituciones creadas por el Estado para garantizar el orden público, factor importante, pero no el elemento determinante del fenómeno.
Es verdad de perogrullo afirmar que estamos ante una nueva sociedad, con problemas, como el de la protección social, que exigen respuestas en consonancia con los nuevos fenómenos que le son consustanciales.
El mundo rural y agroindustrial, con grandes factorías en las ciudades y sus periferias, ha sido cambiado por la concentración de pobladores en las zonas urbanas; y la alta tecnología que elimina puestos de trabajo en países como el nuestro, que sobreviven de la economía de servicios y la informalidad mientras la delincuencia se comporta como un poderoso sector económico.
Es lo que algunos sociólogos, historiadores y politólogos definen como la Era Posmoderna, mientras otros la califican como Post Industrial. Coinciden en esta afirmación el norteamericano Jeremy Rifkin (El fin del trabajo) y el francés Gilles Lipovestky (La sociedad de la decepción).
Por todos los medios se promueve un estilo de vida consumista que no se corresponde con la pobreza y la marginalidad de una parte importante de la población, arrancada de las zonas rurales para poblar orillas de ríos y cañadas, deforestar colinas y contaminar arroyos, en medio de hacinamientos inimaginables, caldo de cultivo para la promiscuidad y el irrespeto a los valores fundamentales de la condición humana.
Ese mundo urbano tan desigual que ha explotado en las últimas décadas, se ha consolidado sin una orientación sobre los problemas que el mismo crea en la conducta de los hombres y mujeres que lo habitan.
Lo peor de la Inseguridad Ciudadana
Reflexiones sobre investigaciones científicas y humanísticas acerca de la vida en sociedad nos conducen a la conclusión de que lo más peligroso en el fenómeno de la inseguridad ciudadana es la incapacidad de los hombres y mujeres de esta época para agruparse con el objetivo de luchar organizados por la solución de problemas que les son comunes.
Si encontramos la manera de resolver esa incapacidad, muchos males sin aparente arreglo se controlarían de manera considerable, y hasta podrían resolverse.
Ciertamente, vencer la dificultad para organizarse supone un árduo trabajo de educación ciudadana, que debe incluir la familia, la iglesia, el partido, la junta de vecinos, los clubes y todo lo que aún conserva alguna vocación asociativa en la sociedad actual.
La parte cognitiva, creadora de conciencia mediante la educación, necesariamente debe ser acompañada por el elemento conductual, con ejercicios y prácticas que refuercen con evidencias lo conveniente de vivir organizados en torno a proyectos comunes para el bien colectivo.
¿Por qué se agrupa la gente?
Contrario a lo que pudiera hacernos creer el sentido común, los seres humanos no se asocian como un acto de buena voluntad, simpatía o placer. Hombres y mujeres están predeterminados para agruparse debido a que fue de esa manera que se produjo el surgimiento de la especie. Más bien, la gente se agrupa por una exigente necesidad de supervivencia.
El Homo Sapien, primer exponente de lo que hoy es el hombre, necesitó unirse para sobrevivir en medio de fieras y otros animales que le superaban en fuerza y condiciones para soportar las inclemencias de la Naturaleza.
La mayoría de los integrantes del Reino Animal podían caminar y agenciarse la vida desde poco después de nacer. El humano requería y requiere protección durante meses y años para lograr alguna independencia. En la búsqueda del agua y el alimento el hombre primitivo necesitó agruparse armado de huesos y garrotes para abrirse paso en medio de las bestias y retornar a su caverna con lo imprescindible para mantenerse junto a la mujer y los hijos.
De esa gregariedad, reforzada por la evidencia de que en grupo los trabajos se hacían más productivos, llevaderos y menos agotadores, el hombre descubrió la virtud de la solidaridad. Desde esa etapa remota la raza humana es social o gregaria, como la describiera Aristóteles. No nos agrupamos por amor sino por necesidad.
Por tales razones la Psicología resalta la necesidad de pertenencia en el humano. Es preciso pertenecer a familias, sectores, iglesias, partidos, logias, clubes, patrias, países, y últimamente a redes sociales. La soledad es una peligrosa patología en los humanos.
Ante esa “condena” de vivir juntos, surgió la necesidad de que la sociedad de desarrolle sanamente, de manera que la asociación se vuelva gratificante y duradera. Es lo que justifica la ética en los planos social e individual. “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, principio de ética judeo cristiana. “No le hagas al otro lo que no quiera que te hagan a ti”, sentencia presente en todos los códigos éticos.
Los grandes líderes son, en esencia, buenos psicólogos sociales. Problemas que aquejan actualmente a la sociedad, como la inseguridad ciudadana, podrían enfrentarse positivamente con la organización de la gente en procura de soluciones de bien común.
Una muestra de la efectividad de este enfoque la constituye la promoción que hace el Presidente Danilo Medina entre los pequeños productores agropecuarios para que se organicen en cooperativas y asociaciones, con resultados extraordinariamente positivos, medidos en la mejoría de la vida rural y en la disponibilidad de alimentos de calidad y a buenos precios en el mercado local y para exportación.
Unidad frente al crimen
Un trabajo de psicología social es imprescindible para poder generar en los diferentes sectores núcleos conscientes de la necesaria unidad y solidaridad como mecanismo de combate a la delincuencia.
Con vecinos indiferentes a la suerte del prójimo más cercano, es muy difícil que se pueda controlar o reducir la delincuencia. Mientras los delincuentes se asocian para “trabajar” y la gente decente se aísla cada vez más, no puede haber garantías para la seguridad ciudadana.
Recientemente, el jefe de la Policía Nacional, mayor general Manuel E. Castro Castillo, hacía un dramático llamado a la unidad para el combate a la criminalidad que a todos nos amenaza.
“El problema de la delincuencia y la violencia social no es un asunto exclusivo de las autoridades, tenemos que integrarnos todos, las fuerzas policiales, las fuerzas armadas dominicanas, las iglesias, los clubes, las juntas de vecinos, y lo que es más importante, la familia”, dijo.
Ese trabajo de psicología social, demorado pese a los esfuerzos Históricos de Eugenio María de Hostos, Juan Bosch, Antonio Zaglul, José Silié Gatón y otros, debe unificarnos ahora en una jornada contra los peligrosos signos de disolución que amenazan la integridad del núcleo familiar y de la misma sociedad dominicana.