El ayuno consiste en hacer una sola comida fuerte al día. La abstinencia consiste en no comer carne. Son días de abstinencia y ayuno el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. La abstinencia obliga a partir de los catorce años y el ayuno de los dieciocho hasta los cincuenta y nueve años de edad.
Con estos sacrificios, se trata de que todo nuestro ser (espíritu, alma y cuerpo) participe en un acto donde reconozca la necesidad de hacer obras con las que reparemos el daño ocasionado con nuestros pecados y para el bien de la Iglesia.
El ayuno y la abstinencia se pueden cambiar por otro sacrificio, dependiendo de lo que dicten las Conferencias Episcopales de cada país, pues ellas son las que tienen autoridad para determinar las diversas formas de penitencia cristiana.
¿Por qué el Ayuno?
Es necesario dar una respuesta profunda a esta pregunta, para que quede clara la relación entre el ayuno y la conversión, esto es, la transformación espiritual que acerca del hombre a Dios.
El abstenerse de la comida y la bebida tienen como fin introducir en la existencia del hombre no sólo el equilibrio necesario, sino también el desprendimiento de lo que se podría definir como «actitud consumística».
Tal actitud ha venido a ser en nuestro tiempo una de las características de Ia civilización occidental. El hombre, orientado hacia los bienes materiales, muy frecuentemente abusa de ellos. La civilización se mide entonces según Ia cantidad y Ia calidad de las cosas que están en condiciones de proveer al hombre y no se mide con el metro adecuado al hombre.
Esta civilización de consumo suministra los bienes materiales no sólo para que sirvan al hombre en orden a desarrollar las actividades creativas y útiles, sino cada vez más para satisfacer los sentidos, Ia excitación que se deriva de ellos, el placer, una multiplicación de sensaciones cada vez mayor.
El hombre de hoy debe abstenerse de muchos medios de consumo, de estímulos, de satisfacción de los sentidos: ayunar significa abstenerse de algo. El hombre es él mismo sólo cuando logra decirse a sí mismo: No.
No es Ia renuncia por Ia renuncia: sino para el mejor y más equilibrado desarrollo de sí mismo, para vivir mejor los valores superiores, para el dominio de sí mismo.
He aquí brevemente la interpretación del ayuno hoy día.
(Catequesis de Juan Pablo II, 21/3/79
La renuncia a las sensaciones, a los estímulos, a los placeres y también a la comida y bebida, no es un fin en sí misma. Debe ser, por así decirlo, allanar el camino para contenidos más profundos de los que «se alimenta» el hombre interior. Tal renuncia, tal mortificación debe servir para crear en el hombre las condiciones en orden a vivir los valores superiores, de los que está «hambriento» a su modo.
He aquí el significado «pleno» del ayuno en el lenguaje de hoy. Sin embargo, cuando leemos a los autores cristianos de la antigüedad o a los Padres de la Iglesia, encontramos en ellos la misma verdad, expresada frecuentemente con lenguaje tan «actual» que nos sorprende. Por ejemplo, dice San Pedro Crisólogo: «El ayuno es paz para el cuerpo, fuerza de las mentes, vigor de las almas» (Sermo VII: de ieiunio 3), y más aún: «El ayuno es el timón de la vida humana y rige toda la nave de nuestro cuerpo» (Sermo VII: de ieiunio 1).
San Ambrosio responde así a las objeciones eventuales contra el ayuno: «La carne, por su condición mortal, tiene algunas concupiscencias propias: en sus relaciones con ella te está permitido el derecho de freno. Tu carne te está sometida (…): no seguir las solicitaciones de la carne hasta las cosas ilícitas, sino frenarlas un poco también por lo que respecta a las lícitas. En efecto, el que no se abstiene de ninguna cosa lícita, está muy cercano a las ilícitas» (Sermo de utilitate ieiunii III, V, VII). Incluso escritores que no pertenecen al cristianismo declaran la misma verdad. Esta verdad es de valor universal. Forma parte de la sabiduría universal de la vida.
El dominio de nuestro cuerpo
Ahora ciertamente es más fácil para nosotros comprender por qué Cristo Señor y la Iglesia unen la llamada al ayuno con la penitencia, es decir, con la conversión. Para convertirnos a Dios es necesario descubrir en nosotros mismos lo que nos vuelve sensibles a cuanto pertenece a Dios, por to tanto: los contenidos espirituales, los valores superiores que hablan a nuestro entendimiento, a nuestra conciencia, a nuestro «corazón» (según el lenguaje bíblico). Para abrirse a estos contenidos espirituales, a estos valores, es necesario desprenderse de cuanto sirve sólo al consumo, a la satisfacción de los sentidos. En la apertura de nuestra personalidad humana a Dios, el ayuno –entendido tanto en el modo «tradicional» como en el «actual»–, debe ir junto con la oración, porque ella nos dirige directamente hacia Él.
Por otra parte, el ayuno, esto es, la mortificación de los sentidos, el dominio del cuerpo, confieren a la oración una eficacia mayor, que el hombre descubre en sí mismo. Efectivamente, descubre que es «diverso», que es más «dueño de sí mismo», que ha llegado a ser interiormente libre. Y se da cuenta de ello en cuanto la conversión y el encuentro con Dios, a través de la oración, fructifican en él.
Resulta claro de estas reflexiones nuestras de hoy que el ayuno no es sólo él «residuo» de una práctica religiosa de los siglos pasados, sino que es también indispensable al hombre de hoy, a los cristianos de nuestro tiempo. Es necesario reflexionar profundamente sobre este tema, precisamente durante el tiempo de Cuaresma.