Hablan los hechos

Estados Unidos pensó que la guerra contra Irak, país al que se había sometido a un intenso desgaste con la imposición de sanciones luego de la Guerra del Golfo, sería rápida, fácil y barata. Resultó todo lo contrario

Dos años después de iniciadas las operaciones militares en Afganistán, Estados Unidos invadió también a Irak. En este caso, la excusa fue la posesión por parte del Estado iraquí de armas de destrucción masiva, el apoyo de este país a los terroristas de Al Qaeda y el carácter dictatorial y sanguinario del régimen de Saddam Hussein.

El tiempo se encargó de demostrar que Irak ni poseía armas de destrucción masiva ni tenía nexos con Al Qaeda. Y, aunque ciertamente Saddam Hussein encabezó un régimen de mano dura, el saldo de la intervención militar no puede ser peor. Desde el mes de marzo de 2003, cuando comenzó formalmente la guerra, hasta junio de 2011, cuando se dieron por terminadas las operaciones militares, murieron en Irak, como consecuencia directa del conflicto, más de 460 mil personas de la población civil, según los cálculos de Amy Hagopian, de la Universidad de Washington. Otros estudios hablan de más de un millón de muertos.

Según cifras del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en el 2007 había en Irak cinco millones de huérfanos, 2.7 millones de desplazados internos y 2,7 millones de refugiados, la mayoría en los países vecinos. El hacinamiento, el desempleo, la falta de agua potable, el precario servicio de salud, en fin, el deterioro de la calidad de vida de la gente a causa de la guerra es sencillamente conmovedor.

Estados Unidos pensó que la guerra contra Irak, país al que se había sometido a un intenso desgaste con la imposición de sanciones luego de la Guerra del Golfo, sería rápida, fácil y barata. Resultó todo lo contrario.

Saddam Hussein logró unidad y la estabilidad de un país tan heterogéneo como conflictivo a base de astucia y mano dura. Así, mantuvo a raya a los kurdos en el norte y a los chiitas-musulmanes (la mayoría de la población), en la parte sur. Pero supo también atraerse a los asirios caldeos, mayoritariamente católicos.

Una de las consecuencias de la intervención norteamericana en Irak es la fragmentación del país en zonas de influencias tribales: los kurdos se han hecho prácticamente independientes en el norte, hasta el punto de que negocian por su cuenta la explotación de los recursos petroleros de la zona con la vecina Turquía. Los chiitas, por su parte, se han adueñado del centro del país, desplazando del control del gobierno a los grupos sunitas, mientras que la población católica, duramente perseguida, se ha dispersado por todo el país. Generalmente, Estados Unidos nunca promueve la conformación de Estados fuertes allí donde interviene. Pero en este caso la dispersión ha obrado en su contra.

En su afán por afianzarse en el poder, los chiitas le han abierto las puertas de la nación a Irán, también de mayoría chií, que de hecho se ha convertido en el país más influyente en Irak. Esta alianza con los musulmanes más radicales, indiscutiblemente que aleja a Irak de la influencia occidental.

Como si todo esto fuera poco, el gobierno del primer ministro Nuri al Maliki confirmó los acuerdos petroleros que Saddam Hussein había firmado con las empresas petroleras rusas Lukoil y Gasprom, con la firma petroquímica estatal francesa Elf y la China National Petroleum Corp. Estos acuerdos, habían sido firmados en 1997 en franca violación a las sanciones impuestas por la ONU, que prohibían los acuerdos directos con la industria petrolera iraquí. La firma de estos acuerdos y la disposición del gobierno de Saddam Hussein de comercializar su petróleo en euros, obviando el dólar, fueron acontecimientos que aceleraron la intervención militar.

Paradójicamente, el país que invirtió miles de millones de dólares en la guerra es el que menos se ha beneficiado de los contratos para la explotación de los recursos tanto afganos como iraquíes. En eso han influido las constantes acciones de sabotaje de la insurgencia en ambos países, que han mantenido a raya a las compañías estadounidenses.

En su libro titulado The Three Trillion Dollar War. The true cost of the Iraq Conflict (La Guerra del Trillón de Dólares. El verdadero Costo del Conflicto Iraquí), Joseph E. Stiglitz, Premio Nobel de Economía (2001), y Linda J. Bilmes, catedrática de la Universidad de Harvard, calcularon en tres billones de dólares el costo de la guerra de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Estableciendo un vínculo entre la actual precaria situación de la economía estadounidense y el alto costo de esta aventura militar, ambos especialistas aseguran: “No se pueden gastar tres billones de dólares (sí, tres billones de dólares) en una guerra fallida en el extranjero y no sentir el dolor en casa”.

En términos económicos, la guerra de Irak es la segunda guerra más onerosa en la historia militar de Estados Unidos, sólo superada por la Segunda Guerra Mundial, que supuso el despliegue de 16,3 millones de soldados. No obstante, si en la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos gastó anualmente menos de 100 mil dólares por soldado, en Irak el gasto supera los 400 mil.

Según Stiglitz y Bilmes a los tres billones de dólares habría que añadir los costos sociales y macroeconómicos que correrán por cuenta de la sociedad estadounidense. En este sentido, recuerdan que más de la mitad del millón y medio de soldados que han sido dados de alta del servicio activo desde el 11 de septiembre de 2001 han recibido tratamiento médico en hospitales para veteranos y se les ha concedido una pensión para el resto de sus vidas. Más de 253.000 soldados han sufrido lesiones cerebrales traumáticas, todo lo cual supondrá un costo enorme para este país.

Ambos especialistas recuerdan que 40 años después de que las tropas estadounidenses abandonaran Vietnam, el Estado seguía pagando a los veteranos y sus familias más de 22 mil millones de dólares al año por demandas relacionadas con la guerra, cifra que tiende a aumentar por el envejecimiento de la población que tiene derecho a las ayudas.
Partiendo de ahí, Stiglitz y Bilmes consideran que el reto más importante para la política de Seguridad Nacional de los Estados Unidos no va a venir como una amenaza del exterior, sino a consecuencia de la herencia dejada por los conflictos de Irak y Afganistán.

Desde luego, hay que tomar en consideración también los daños materiales sufridos por Irak y el resto del mundo, que ambos intelectuales consideran imposibles de calcular.

En 2010, Stiglitz admitió, en un artículo publicado en el New York Times, que las proyecciones sobre el costo económico de la guerra en Irak y Afganistán se habían quedado cortas. Hoy se calcula el costo de ambas guerras entre cuatro y seis billones de dólares.

Como puede apreciarse, Irak y Afganistán han constituido para Estados Unidos un enorme fracaso. Este país no manda ni en Asia Central ni en Oriente Medio y sus finanzas quedaron en la quiebra. Tras más de una década de esfuerzos en el plano militar, los enemigos de esta nación han fortalecido su influencia en esas zonas, mientras sus aliados han visto erosionadas sus posiciones. El gran país del norte de América ha sufrido un severo desgaste económico y habrá de cargar por muchos años con unos pasivos enormes que en el futuro tendrán que tomar en consideración sus líderes antes de lanzarse a cualquier otra aventura.

El costo político de haber desatado una guerra que se justificó con argumentos que la propia realidad se encargó de refutar ha sido enorme. La imagen de Estados Unidos en el mundo se vio gravemente afectada y hasta el propio pueblo norteamericano, que exigió acciones luego de los atentados del once de septiembre, le retiró su apoyo a quienes condujeron a la nación a semejante desastre.

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