Las llamadas democracias populares sucumbieron en su mayoría. El proyecto socialista que pretendieron construir, para, desde la socialización de los medios de producción, levantar sociedades en donde el Estado, mediante la dictadura del proletariado, se constituyera en garante del bienestar colectivo, haciendo que las riquezas producidas se repartieran de manera justa, lo que, en teoría, y según Carlos Marx, se lograría eliminando la explotación, que en un sistema de propiedad privada como el capitalismo, ejercen los dueños del capital, tras comprar la fuerza de trabajo al obrero y apropiarse de parte de las riquezas que produce.
Las razones por la que colapsaron las democracias populares europeas no son materia de este artículo ya que el corto espacio no me permite abordarlo. Lo que quiero plantear es que desaparecieron, y que las que sobrevivieron en otras regiones cambiaron su esencia socialista por proyectos que, aunque se definen como “economías socialistas de mercado” en realidad lo que se viene consolidando es un capitalismo de Estado que justifican bajo el argumento de que esas revoluciones se saltaron el tránsito clásico marxista de avanzar desde un capitalismo desarrollado al socialismo, porque desde sociedades con esquemas productivos cuasi feudales, dieron el salto provocando una arritmia histórica que llevó al infarto.
Este fenómeno se produce en Asia, mientras que en América, una pequeña isla lucha porque el socialismo que ha estado construyendo desde el 1960, no perezca ni se transforme en el híbrido que intenta ajustar los intereses del mercado a los de las grandes mayorías. Pero en ese afán está sola, porque el mercado gana terreno de la mano de los organismos financieros internacionales que controla el gran capital global; esta naturaleza de geófago se agrava con la de avaro para maniatar al Estado y golpearlo hasta dejarlo en condiciones de minusvalía como se planificó desde el Consenso de Washington que estructuró las políticas neoliberales que dieron inicio al desmonte del Estado de Bienestar que nos ha conducido a una grosera profundización de las desigualdades económicas y sociales.
Las desregulaciones que en el orden financiero, comercial y laboral parieron las políticas liberales de nuevo cuño, vinieron a estrechar las cíclicas crisis del capitalismo; entonces para buscar salidas a las crisis provocadas por las políticas que comenzaron a definir el nuevo orden mundial, los ya sacrificados individuos sin capitales debieron ir en auxilio de los banqueros, trabajando más y alimentándose menos, acudiendo menos a las escuelas y centros de salud para que aquellos pudieran mantener sus yates, aviones, carros de lujo y cuentas, tan millonarias, que rayan en la obscenidad.
Como todo lo que se ha hecho no ha servido para superar la crisis, el desmonte del Estado de Bienestar debe continuar. Es que en medio de este tollo “debemos ser competitivos”, expresan los empresarios del patio para mantener una coherencia con el discurso del capital global que busca mantener y aumentar sus riquezas. La manera que han encontrado es reduciendo las conquistas de los trabajadores mediante la revisión del Código de Trabajo y torpedeando las reformas fiscales progresivas y progresistas que ha pretendido impulsar el presidente Danilo Medina con el propósito de crear una sociedad con una mejor distribución del ingreso que permita crear una clase media que pueda demandar bienes y servicios para que los empresarios puedan hacer mejores negocios.