Hablan los hechos

Las desigualdades han alcanzado unos niveles tan altos en todo el mundo, incluyendo los países desarrollados, que según el presidente Barack Obama, es “el tema más importante del tiempo que vivimos”.

Al fenómeno actualmente en el centro de las discusiones se le reconoce un gran potencial desestabilizador, hasta el punto de que actualmente hay quienes lo asocian con la propia sostenibilidad del sistema capitalista.

De hecho, el avance de la ultraderecha en las recientes elecciones europeas es visto por muchos especialistas como una expresión del deseo de los electores de un cambio de rumbo en las políticas públicas a favor de la equidad que no logran canalizar a través de las formaciones con los mayores niveles de legitimidad dentro del sistema político.

La gente percibe que las organizaciones políticas responsable de la conducción de los destinos de Europa durante las últimas décadas han sido incapaces de manejar la crisis con astucia y sentido de equidad, tomando en consideración todos los intereses en juego.

La crisis financiera que tuvo su origen en Estados Unidos ha provocado un aumento brutal del desempleo, una disminución de los salarios y de las pensiones, un recorte sustancial del gasto social y de los derechos de los trabajadores. La indignación ha ido creciendo en toda Europa en la medida en que la gente ve que los responsables de esta gran catástrofe social, aquellos en cuyo auxilio se acudió con dineros públicos, las grandes entidades financieras, lejos de ser castigadas por sus tropelías inspiradas en el afán de lucro, figuran entre los pocos beneficiarios de la crisis.

Lo que estamos presenciando es no solo una crisis económica con gravísimas repercusiones en lo social, sino también una crisis de la política que se pone de manifiesto en la incapacidad para generar soluciones. A seis años del estallido de la crisis no ha sido posible un consenso sobre medidas efectivas para atajarla y para evitar su réplica en el futuro.

La desregulación neoliberal puso en manos del mercado no solo el poder para asignar recursos, sino también la capacidad de decidir el rumbo de las políticas públicas. En el campo de la política no ha quedado espacio para la competencia real basada en el ingenio y la capacidad para generar propuestas viables susceptibles de encantar a las masas y producir avances. En otras palabras, entró en crisis la democracia participativa. Las políticas se reeligen aunque los electores muden de partido.

En términos prácticos este fenómeno asemeja bastante a la Europa de hoy al modelo político socialista con sistema de partido único. La prueba más clara de esto es la propuesta de alianza entre los partidos Popular y Socialista hecha hace poco por Felipe González en España. “No veo mal un gobierno conservador apoyado por los socialistas, o al revés”, dijo uno de los hombres más meritorios de la política española de los últimos tiempos.

El asunto es que para las generales de 2015 está prevista la posibilidad del derrumbe del sistema bipartidista en España, un giro que bene ciaría a los sectores ubicados más a la izquierda del espectro político español. Quiere decir que después de tantos años de duras batallas entre populares y socialistas (conservadores y progresistas), basadas en diferencias de visión sobre la sociedad española y la manera de enfrentar los retos para avanzar, sería bonito para Felipe González un gobierno encabezado por cualquiera de los dos con el apoyo del otro. Eso sí, conservando cada quien su ropaje, que es como decir, su dignidad. Y ello sin producir ninguna oferta nueva. Un simple apelativo a las viejas lealtades. Una alianza para seguir en lo mismo. Una admisión de la incapacidad para atender los reclamos de los electores dentro de los actuales esquemas.

Pero mientras en España es la izquierda la potencial beneficiaria del hartazgo político, en la Francia del voto consciente y generalmente progresista el viraje se produce en forma contundente hacia la extrema derecha. Dos formas distintas de responder al mismo mal, pero con la misma intención: el cambio desesperado.

En juego también, obviamente, la construcción europea, el producto de grandes esfuerzos, lo que se concibió como un espacio de aprovechamiento común, el brazo poderoso sin el cual Europa podría resultar intrascendente. El euroescepticismo actualmente en expansión se explica porque desde Bruselas se han impuesto inhumanas políticas de austeridad y recortes.

Cuando se habla de ultraderecha automáticamente se piensa en racismo, xenofobia y antisemitismo. Pero la ultraderecha europea de hoy exhibe un discurso cuidadosamente pulido, como bien observa Ignacio Ramonet, quien toma como ejemplo a Marine Le Pen, del Frente Nacional, que ataca, dice, con mayor radicalidad que cualquier político de la izquierda al “capitalismo salvaje”, a la “Europa ultra liberal”, a los “destrozos de la globalización” y al “imperialismo económico de Estados Unidos”. La ultraderecha europea ha desarrollado capacidad de encanto, tanto que las últimas elecciones europeas convirtieron al Frente Nacional en la principal organización política de Francia, el país que produjo la revolución que marcó el inicio de la era moderna.

China, la economía más dinámica del mundo en las últimas tres décadas, ha logrado sacar de la pobreza a cientos de millones de seres humanos, mostrando el Estado una gran capacidad para adaptar la economía del país a los cambios que se producen en el mundo.

En el caso de España el giro a la izquierda se explica porque los españoles apenas en 1975 lograron quitarse de encima a la extrema derecha después de treinta y nueve años de predominio ininterrumpido. Además, España cuenta con organizaciones de izquierda que, a diferencia de las de otros países, no aparecen como evidentes opciones catastróficas.

Ahora bien, la primera manifestación importante en la política de la actual crisis económica del mundo desarrollado tuvo lugar en Estados Unidos, la zona de su epicentro. Una crisis que al momento de su estallido el entonces candidato presidencial Barack Obama desentrañó de forma magistral, denunciando como responsable a las políticas públicas que otorgaron a usureros y especuladores la capacidad para decidir. Así, denunciando al establishment y colocándose al frente de “los que no tienen voz” al compás de su eslogan de campaña, ¡Sí podemos!, logró colarse a la Casa Blanca el primer afroamericano en 150 años, justo cuando caían emblemáticas entidades del sistema financiero del país más rico del mundo y miles de norteamericanos perdían sus viviendas y quedaban en el desempleo.

El estilo original de Obama, el tono enérgico de su discurso en contra del aventurerismo militarista y a favor del retorno a los valores enarbolados por los más dignos representantes del pueblo norteamericano, lo convirtieron en el presidente estadounidense con mayor nivel de respaldo en décadas dentro y fuera de los Estados Unidos. El pueblo norteamericano, tenido siempre como conservador, apostó por un discurso de izquierda en medio de la crisis.

Sin embargo, Obama no aprovechó su mejor momento para impulsar los cambios que el país demandaba. El mismo establishment que el presidente denunció durante su primera campaña por la presidencia tuvo tiempo para recuperar sus bríos, encargándose posteriormente de bloquear o mediatizar las principales iniciativas del gobierno encaminadas a hacer más justa la sociedad norteamericana. Y lo ha hecho con tan alto grado de resolución, al mejor estilo de cualquier república bananera, que ha estado a punto de paralizar la propia administración pública en varias oportunidades.

La gura de Obama ha perdido brillo. El pueblo norteamericano lo percibe con muy poca determinación para hacer lo que prometió en su primera campaña por la presidencia. Occupy Wall Street, aquel movimiento de protesta contra el poder de las grandes corporaciones que sorprendió al mundo, lució como una invitación al presidente a que honrara su palabra.

Como se ve, tanto en Europa como en Estados Unidos se advierte la misma incapacidad de la política que hace posible que, aún en medio de un desastre social de proporciones gigantescas, el pequeño grupo de los más pudientes siga amasando riquezas de manera impresionantemente vertiginosa mientras las grandes mayorías tienen que desplegar esfuerzos cada vez mayores tan solo para sobrevivir.

No sorprende, entonces, que el tema de la desigualdad esté también de moda en el mundo desarrollado hoy en crisis y que muchas voces de la intelectualidad, preocupadas por el fenómeno, se alcen para advertir sobre sus posibles consecuencias. Que esta discusión se esté llevando a cabo en una parte del mundo desde donde otrora se exportaron al resto del planeta los ideales más puros de libertad y justicia social le da al debate un tono especialmente dramático.

La dispersión política que hoy afecta al mundo desarrollado le resta capacidad para competir en todos los terrenos con los países emergentes. China, la economía más dinámica del mundo en las últimas tres décadas, ha logrado sacar de la pobreza a cientos de millones de seres humanos, mostrando el Estado una gran capacidad para adaptar la economía del país a los cambios que se producen en el mundo. El crecimiento con inclusión social, íntimamente relacionado con la capacidad del Estado para definir rumbos conforme cambian los tiempos, es hoy en día una de las grandes ventajas que tiene el gigante asiático frente a sus competidores.

En América Latina, que a pesar de la crisis del mundo desarrollado se ha mantenido en crecimiento, la cuestión de la desigualdad hace tiempo que gura como uno de los principales puntos de la agenda, con la gran ventaja de que existen ya experiencias importantes de manejo exitoso de la economía con excelentes resultados en lo social. En Bolivia, por ejemplo, desde que Evo Morales asumió el poder en el 2005 hasta la fecha, la pobreza se ha reducido en un 20 por ciento. La economía nicaragüense, que ha venido creciendo sostenidamente en los últimos años con muy bajos niveles de inflación, ha merecido recientemente el reconocimiento del Fondo Monetario Internacional por su buen desempeño y los buenos resultados alcanzados en lo social. No por casualidad Evo Morales y Daniel Ortega figuran entre los presidentes con mayores niveles de aceptación en América Latina.

Otros ejemplos son Brasil, Ecuador y El Salvador. El avance que hoy exhiben estos países estuvo precedido de un giro político hacia la izquierda, obviamente con matices distintos, pero sobre cuyos alcances no se puede juzgar únicamente a partir del discurso. Dicho giro garantizó apoyo político suficiente para el rescate de la capacidad del Estado para regular la economía y para el desmonte gradual de las políticas neoliberales.

Algunos de esos procesos han sido conducidos con gran astucia y prudencia políticas. En Nicaragua, por ejemplo, el gobierno logró pactar con el sector privado una reforma fiscal que elevó la presión tributaria del 13.5 % del Producto Interno Bruto al 19.4 % del PIB. Y ello a cambio de políticas efectivas para facilitar la reconversión del aparato productivo del país y la adopción de políticas públicas de estímulo a la producción. Con ello el gobierno logró los recursos necesarios para la implementación de políticas sociales efectivas, que a su vez contribuyeron al ensanchamiento del mercado. Por supuesto, la concertación generó confianza entre los agentes económicos, distendió la vida política nicaragüense e hizo posible el crecimiento. En la arena internacional el gobierno sandinista ha mantenido su posición de defensa de su soberanía y el derecho de los pueblos a la autodeterminación sin que eso provoque intranquilidad a lo interno.

Venezuela es uno de los países latinoamericanos que ha estado a la vanguardia en la implementación de políticas sociales. Sin embargo, estos esfuerzos no han podido ser acompañados de un desempeño satisfactorio de la economía, como en el caso de Nicaragua, sino que han sido posibles gracias a la buena voluntad y los altos precios del petróleo.

Ejemplos como el de Nicaragua, Bolivia y otros países han contribuido al fortalecimiento en toda la región de las opciones políticas de izquierda en sus distintos matices, como lo evidencian los resultados de las últimas elecciones que se han celebrado. A su vez, esto ha contribuido a avivar la discusión sobre la necesidad de avanzar en la aplicación de políticas de inclusión social en la zona de mayor injusticia distributiva de todo el planeta.

Todo esto ha estado acompañado de un proceso de recomposición de las relaciones de los países de la región con Estados Unidos, el principal promotor de la desregulación neoliberal. Esto se explica porque la reasunción de rol del Estado ha tenido que ser acompañada de la reafirmación de su soberanía, de su capacidad para decidir a lo interno y la plena independencia para conducirse en la arena internacional.

Sobre la trascendencia del hecho se puede juzgar a partir de la reciente renegociación de su deuda externa lograda por Argentina con el Club de París. El acuerdo que le permitió al país sudamericano reducir sus obligaciones en unos 70 millones de dólares, se produce obviando al Fondo Monetario Internacional y sus recetas, algo impensable hace algún tiempo.

Latinoamérica ha ido entrando así a una etapa en la que las ofertas políticas, para poder competir con éxito, necesariamente tendrán que conectar cada vez más con lo que paulatinamente se va a avanzando como un imperativo categórico, esto es, la lucha contra las desigualdades. La democracia participativa se fortalece.

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