Cuando en octubre del 2007 Brasil se ganó el derecho de ser anfitrión de la copa del mundo del 2014, o en octubre del 2009 cuando se designó al mismo país ser huésped de los juegos olímpicos de verano del 2016, los Brasileiros disfrutaban de una década de magníficos resultados con su entonces presidente Luiz Ignacio da Silva.
Lula, como les gusta a sus conciudadanos llamarle, llego a la presidencia en octubre del 2002 con unos de los márgenes de votos más amplios que había registrado la nación suramericana. El antiguo líder sindical se mantuvo en la presidencia por dos períodos comprendidos entre el 2002 y 2010, tiempo en el cual la economía de su país llegó a alcanzar un crecimiento del 7.5%, lo cual le permitió fondear muy adecuadamente su programa de Bolsa Familia, modelo a seguir por nuestro propio programa Solidaridad.
Para el año 2003, el presidente encabezó un amplio recorte de gastos públicos, ampliamente reconocido por los organismos financieros multilaterales, que permitió desencadenar un gran período productivo con aumentos reales en el poder adquisitivo del ciudadano común. Pero esos tiempos se han agotado.
La llegada al poder de la sucesora elegida por Lula, la actual presidente Dilma Rousseff ha significado el fin de la etapa de bonanza y la apertura de tiempos de incertidumbre, tipificado por el recorte en la clasificación favorable que tenia la deuda pública brasileña, siendo esta reducción la primera que recibe esa nación en más de una década. El crecimiento económico también se ha desacelerado, esperándose que para el presente año esa cifra apenas alcance el 2%.
La llamada Copa del Mundo, el torneo mundial del Federación Internacional de Futbol Asociación, FIFA, más que ser una gran escenario de entretenimiento y diversión, lo que ha logrado es convertir a Brasil en el centro de atención global, donde sus debilidades y precariedades se han lucido más que sus triunfos.
Comenzando por amplias protestas públicas, algunas bajo la sombrilla del enorme gasto público que ha conllevado preparar al país para el Mundial y que pudo destinarse a prioridades sociales, hasta por el aumento de tarifa del transporte público en algunas ciudades, Brasil evidencia un gran descontento. En vez del denominado Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC) haberse convertido en catalizador de un renovado crecimiento económico, los más de 12000 millones de dólares gastados en infraestructuras y preparación del Mundial, sobrepasó mas de cuatro veces el gasto estimado, equivalente a más de la mitad de lo que se gasta en educación anualmente, generando rechazo por amplios grupos sociales del país.
Sin embargo, la pujante clase media surgida de los más de veinte años de dictaduras militares, que hoy en día se estima en más de 100 millones, con edad promedio en los 30 años, constituye un pilar de esperanza para el futuro. Y esto porque han desarrollado un poder adquisitivo que aun les permite adquirir vehículos, electrodomésticos y otros bienes de consumo, que en su mayoría son de producción domestica y con ese consumo, mantener la economía en ritmo positivo. Las importaciones aun se mantienen sujetas a seudo barreras comerciales que resultan, para solo dar un ejemplo, que un Iphone 5 que se vende en US$650 en Miami, sea vendido por US$1,250 en Rio de Janeiro.
El jogo bonito del futbol brasileño ha perdido velocidad de crecimiento, pero gracias a la abundancia de recursos humanos y naturales, una población con serias aspiraciones de mejoría, podría aun resultar de clase mundial. Para ello hay que volver atrás a las políticas de recortes de gastos, contención y amurallamiento de la corrupción, y la imposición de racionalidad en el gasto público, que ojalá los juegos olímpicos del verano del 2016 no sigan manteniendo obnubilado.