El mundo occidental respiró con alivio ante el resultado del referéndum celebrado en Escocia, en donde el 53,3 por ciento de la población votó en contra de la separación del Reino Unido, frente a un 44,7 que se mostró favorable.
En juego estaba no solo la fisionomía británica, sino también su condición de superpotencia nuclear y, probablemente, hasta su permanencia en la Unión Europea.
Cuando se pactó la realización del referéndum vinculante hace dos años y medio, el 66 por ciento de los escoceses favorecían el statu quo, razón por la cual el establishment británico consideró inviable la opción de la independencia y no se preocupó. En esa ocasión los poderes británicos rechazaron incluir una segunda pregunta en la consulta para determinar si la población deseaba permanecer en el Reino Unido, pero con más autonomía.
No obstante, el censo del 2011 mostraba que un 62 por ciento de los habitantes se definían como escoceses, un dato que habla de un fuerte sentido de la identidad entre los integrantes de esa minoría del Reino Unido, lo que a su vez desvelaba la existencia de un terreno fértil para el crecimiento de los sentimientos independentistas.
Se perdió de vista, además, la creciente inquietud existente entre los escoceses por la situación económica del país, cuya deuda se ha triplicado hasta colocarse en 2,2 trillones de dólares (88 por ciento del PIB británico). La idea de manejar un presupuesto propio y de disponer en forma íntegra de los beneficios del petróleo y del gas del Mar del Norte, evitando cargar “por todos” con el peso de la deuda, fue seduciendo a una considerable cantidad de escoceses.
Más aún, la promesa del jefe del gobierno local de Escocia y principal promotor del “Sí”, Alexander Salmond, de un servicio de salud más accesible (los gastos en salud han sido sistemáticamente recortados) disparó la preferencia por el “Sí”, que llegó a alcanzar el 51 por ciento, frente a un 49 del “No”, en una encuesta publicada apenas una semana antes de las votaciones.
Entre los más fervorosos defensores de la independencia se encontraban los jóvenes (en el referéndum podían votar los mayores de 16 años), atraídos por la oferta de educación superior gratuita hecha por el Partido Nacional Escocés de Salmond.
Las encuestas ponían de relieve, además, un dato altamente significativo: la reivindicación de mayor autonomía era respaldada por el 70 por ciento de los escoceses.
Frente a esta situación los tres grandes partidos británicos -Conservador, Laborista y Liberal Demócrata-, decidieron emplearse a fondo, pasando de la “estrategia del miedo”, como bautizaron los independentistas las advertencias de que los bancos y las principales compañías británicas abandonarían Escocia, que quedaría fuera de la Unión Europea y tendría que sustituir la libra esterlina si ganaba el “Sí”, a asumir un firme compromiso a favor de la ampliación del autogobierno escocés en caso de que ganara el “No”.
En un manifiesto público calzado con las firmas de sus líderes- David Cameron, Nick Clegg y Ed Miliband-, los tres grandes partidos nacionales británicos se comprometieron a transferir “amplios nuevos poderes” al parlamento escocés siempre que se abandonara la idea de la secesión. La promesa abarcaba la ampliación de las competencias políticas, fiscales y sociales del gobierno local.
En dicho manifiesto se asumió el compromiso de “garantizar la seguridad y oportunidad a todos mediante el reparto equitativo de nuestros recursos en las cuatro naciones”, o sea, Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte. Asimismo, se prometió solemnemente que “la última palabra sobre los niveles de inversión en el Sistema Nacional de Salud la tendrá el parlamento escocés”.
En adición a esto, el primer ministro David Cameron se comprometió en un discurso a introducir la reforma en el parlamento británico a más tardar en noviembre, con el fin de disponer de un borrador de la ley en enero próximo para que los partidos políticos puedan concurrir a las elecciones de mayo con el compromiso de dar más poderes a Escocia.
Fueron estas promesas del liderazgo británico las que lograron evitar la independencia de Escocia, que optó mayoritariamente por la fórmula de compromiso, con la que arrancó una fuerte concesión al poder central.
Aunque existen diferencias en cuanto a la amplitud de los poderes a conceder, está claro que el nacionalismo escocés logró un cambio trascendental en el modelo del Estado británico, que le acercará más al federalismo a través de la ampliación de las competencias de los gobiernos locales.
El nacionalismo escocés manejó muy bien desde el punto de vista publicitario la existencia de petróleo y gas en su territorio. A simple vista da la sensación de que a Escocia le iría mejor si los beneficios de la explotación de esos recursos ingresaran directamente a sus arcas y no a las del Reino Unido, desde donde se redistribuyen como en cualquier Estado. Pero lo cierto es que para determinar cuál de los dos caminos es el más ventajoso para el pueblo de Escocia son muchos los factores que habría que colocar en la balanza.
Según el ministro de Economía escocés, John Swinney, una Escocia independiente podría convertirse en la sexta potencia económica del mundo. En su opinión, Escocia contribuye más al Reino Unido en impuestos de lo que obtiene en inversiones públicas.
Sin embargo, dividir un país no es tan sencillo como trazar una línea en el mapa. Escocia es un territorio fuertemente integrado al resto del Reino Unido. “Desprenderlo” de ahí resultaría doloroso para todos, porque se romperían muchas alianzas económicas y se afectaría seriamente el intercambio entre distintas empresas independientes actualmente existentes en ambos territorios. Nadie podría predecir con certeza cuál sería la decisión final de las numerosas empresas británicas que actualmente operan en territorio escocés en caso de que este se segregara de suelo británico.
Para alejar la opción de una victoria de los independentistas, el gobierno británico advirtió que no habría posibilidad alguna del empleo común de la libra esterlina, lo que indiscutiblemente planteaba todo un reto ante una eventual Escocia independiente.
Sin embargo, tal advertencia constituyó un gravísimo error desde el punto de vista político, pues la adopción de una moneda distinta se presentaba no como una consecuencia natural de la separación, sino como una acción de represalia por preferir la independencia, lo que a su vez se asimiló como una manifestación de soberbia y contribuyó a exacerbar el orgullo escocés. El liderazgo británico reconoció el error cuando dio el salto de la soberbia prácticamente al ruego.
Según el ex presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, Alan Greenspan, “un voto por el Sí sería para Escocia un grave error económico y un desastre geopolítico para Occidente”. Sin lugar a dudas, la secesión hubiera disminuido el peso específico del Reino Unido en el mundo, de lo que indiscutiblemente se ha beneficiado también Escocia, que actualmente, dígase lo que se diga, goza de gran autonomía y en donde la tasa de desempleo es dos puntos porcentuales menor que en el resto del país.
La independencia de Escocia casi seguro hubiera provocado la separación de Gran Bretaña de la Unión Europea. Recuérdese que Cameron, frente al avance del euroescepticismo dentro de las filas de su propio Partido Conservador y del Partido de la Independencia, una formación de creciente influencia, se vio en la obligación de pactar la celebración de un referéndum en el 2017 para decidir sobre la permanencia del Reino Unido en la UE. Y resulta que durante los últimos 30 años Escocia ha sido un bastión de las posiciones europeístas.
Fue justamente en el contexto de la avalancha de críticas sobre el supuesto intento de Cameron de destruir el bloque comunitario que Salmand logró arrancarle a los poderes británicos la concesión de la celebración del referéndum sobre la independencia de Escocia.
De haber ganado el sí en Escocia se habría abierto las puertas a uno de los procesos de discusión más difíciles de toda la historia, que hubiera abarcado desde la delimitación de los territorios, pasando por determinar la parte proporcional de la deuda pública británica que le correspondería a cada quien, hasta el destino de la base de submarinos nucleares existente en territorio escocés, el costo de cuyo traslado se calcula en cifras astronómicas.
Los soberanistas escoceses lograron en todo momento identificar el unionismo con las políticas de austeridad implementada por el gobierno de Cameron. En el fondo de la cuestión, por tanto, estuvo siempre la crisis económica. Si se toma en cuenta que el “No” lo respaldaban los tres grandes partidos nacionales del Reino Unido, como ya dijimos, el caudal de votos obtenidos por el “Sí” fue enorme. Semejante resultado solo fue posible por el peso de la crisis económica y la inconformidad por la forma en que se enfrenta.
La victoria del “No” en Escocia produjo gran alivio en los países con movimientos separatistas, como España, Francia, Bélgica e Italia. Un resultado contrario hubiera dado un tremendo impulso al secesionismo en todo el mundo, sobre todo en los países más próximos.
No es exagerado decir que 4,3 millones de escoceses, incluyendo miles de menores de 18 años, tuvieron la grave responsabilidad de decidir sobre asuntos de trascendencia global. A ese proceso hubo que someterse por respeto a la democracia y al derecho de los pueblos a la autodeterminación, que tiene hoy una dimensión distinta después de lo ocurrido en la antigua Yugoslavia y del reconocimiento de la independencia de Kosovo.
El poderío militar no sirve para nada cuando, en determinadas circunstancias, los pueblos toman sus decisiones. Quedó claramente demostrado en la antigua Unión Soviética, más recientemente en Ferguson, Estado de Luisiana, Estados Unidos, y ahora en el Reino Unido de Gran Bretaña.