Opinión

En un enero del 1911 lanzaba Ricciotto Canudo su “Manifiesto de las Siete Artes”, pasando a la historia como el primer crítico cinematográfico de la historia, autor del primer texto importante en que se le llamó al cine “el séptimo arte”.

Canudo asumía al cine como el arte total que debía proveer a la humanidad de formas y ritmos por medio de los trazos luminosos en la pantalla agregando el movimiento, grial perseguido por todos los artistas plásticos.

Esa clarinada del renombrado personaje no ha tenido continuación en el interés de los estudiosos, pues las relaciones del séptimo arte con la pintura siguen sin ser estudiadas con el rigor merecido, son muy escasos los textos dedicados a indagar en este importante tema.

Los antecedentes pictóricos casi siempre se han mencionado al vuelo al relacionarlos con el estilo de los filmes, en descripciones ligeras, así de pasada, como para cumplir con una cierta obligación.

La presencia de los cineastas en las academias de artes plásticas tampoco es muy numerosa, un atraso imperdonable atribuido a la ideología obsoleta con que se manejan esas instituciones, verdaderos bastiones del pensamiento conservador.

La editorial Ocho y Medio ha editado un pequeño libro de unas 187 páginas, con el modesto título de “La Pintura en el Cine, el
Cine en la Pintura”, que recoge los discursos del cineasta José Luis Borau al ingresar en la Real Academia de Bellas Artes de San Luis de Zaragoza y en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid.

Este libro, con prólogo del eminente crítico de arte Francisco Calvo Serraller, y las contestaciones a su discurso de Don José Pasqual de Quinto y de los Ríos, Presidente de la Academia de Bellas Artes de San Luis de Zaragoza, y de Don Luis Berlanga, cineasta y Académico de Número de la Academia de San Fernando, es un extraordinario análisis de las relaciones entre estas dos artes, entrecruzadas en los salones expositivos, las galerías, los museos y las salas de cines.

En el caso primero del libro “La Pintura en el Cine…”, Borau acude a su memoria enciclopédica para darnos un panorama del tema pintura y su inclusión en las películas, no siempre acertadas, más bien por ese tratamiento sin profundidad, propio de una noción utilitaria, mercantilista, del asunto, sin otro objetivo que enganchar a las audiencias.

Las vidas de los pintores han desfilado por las pantallas con cierta continuidad, para narrar sus aventuras y desventuras mas que de su producción artística, siendo Pablo Picasso y Francisco de Goya cuyos nombres aparecen en mayor cantidad de filmes, sobre todo Goya, merced a su turbulenta y gozosa vida, no exenta de participación en los sucesos políticos de su época.

Han existido los casos de cineastas que iniciaron sus carreras como pintores, y puede decirse que esto se nota en sus películas, como lo fueron Fritz Lang, Alexander Dovzhenko, Robert Bresson, Akira Kurosawa, John Houston o Peter Grenaway.

Borau describe a los directores de fotografía como “pintores de luz”, y cita a Sven Nykvist, que ha hecho la fotografía de directores como Ingmar Bergman o Woody Allen, y quien dijo: “Alguien dijo que yo pintaba con la luz”. Entre los nombres ilustres de este selecto grupo de directores de fotografía están John Alcott, Jack Cardiff, Gabriel Figueroa, Vittorio Storaro o Gregg Toland, solo para citar unos cuantos.

La influencia del cine en la pintura ha sido tratada con prudente reserva por los historiadores de arte, y los mismos cineastas parecen escépticos al respecto, asegura Borau. Pero es evidente esa influencia en los pintores después de cien años de exposición a las obras del arte de las imágenes en movimiento.

¿Se puede concebir el movimiento futurista en la pintura sin la influencia de las películas? ¿O los cuadros de Dalí, David Hockney, Warhol, Pollock, Francis Bacon, Edward Hooper, Julian Schnabel, pueden desmentir su maridaje estético con el cine? Creemos que no. Aunque si, en ciertos momentos el cine bebió de las fuentes pictóricas aun sin el rigor debido, negar esos elementos fílmicos aposentados en los cuadros sería una mera tontería.

El aporte del cine a la pintura podría buscarse en el enriquecimiento de las perspectivas, en las proporciones, en el uso de la luz, y en acercarla al movimiento. Esa eterna aspiración de los pintores, por más que Ferdinand Leger declarase en tono apocalíptico: “No le demos vueltas, el cine es dinámico y la pintura, estática”.

La conclusión de José Luis Borau es todo menos simple, que el cine ha dado nuevas alas a la pintura para continuar sus eternas búsquedas, o que se las ha recortado para siempre, los pintores y los cineastas tendrán la última palabra, o quizás estas búsquedas no tengan fin, vaya usted a saber.

Como nos ha recordado este ilustre cineasta, poseedor de unos vastos conocimientos que no se detienen a la puerta de las salas de cine, el reconocimiento de este arte en las academias de artes plásticas ha sufrido una dilación que no se entiende a la luz de los conceptos del arte moderno, si ya sumamos mas de cien años de cine, que no es poco.

Este libro pasará a ser una obra de consulta obligada para cineastas y pintores, una guía en el recorrido del arte moderno y un soplo de aire fresco en los vetustos ambientes de la burocracia estética, pero para los más jóvenes será un texto que les hable en su lenguaje cotidiano.

La visión estereoscópica de las relaciones entre cine y pintura que nos da Borau -y tomo prestado el concepto usado por el prologuista Francisco Calvo Serraller-, es solo posible por la notable erudición del autor en ambas artes, mucho mas acentuada en la segunda parte, donde se explaya para desmenuzar las influencias del cine en la pintura.

José Luis Borau aborda en sus discursos, temas que unificados en un libro serán catalizadores para el conocimiento de las relaciones cine-pintura por parte de espectadores, pintores y cineastas.

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