Opinión

Pedro el grande: de Manoguayabo a Cooperstown

Bajo la dirección de Felipe Rojas Alou, en el equipo Expos de Montreal, el lanzador dominicano Pedro Martínez pasó al estrellato, ganando el primero de sus tres premios Cy Young.

De acuerdo con los textos bíblicos, Pedro fue un sencillo pescador en el mar de Galilea, que por su lealtad a las enseñanzas de Jesús de Nazaret, el hijo de Dios, se constituyó en el príncipe de los apóstoles y en el primer papa de la Iglesia Católica.

Pedro el Grande, o Pedro I, por su parte, fue uno de los más destacados gobernantes de Rusia, miembro de la dinastía de los Románov, en cuyo honor se designó la ciudad de Petrogrado, actualmente San Petersburgo.

Pero hay otro Pedro, quien en base a su talento, su esfuerzo y dedicación, compartió con su pueblo, el pasado 6 de enero, día de los Santos Reyes Magos, un hermoso regalo: su exaltación al Salón de la Fama del Beisbol de Cooperstown.

Se trata de Pedro Jaime Martínez, el estelar lanzador de Grandes Ligas, quien, debido a su estilo dominante y espectaculares hazañas desde el montículo, se convirtió en el segundo dominicano en alcanzar tan alta distinción, luego del Monstruo de Laguna Verde, el inmortal Juan Marichal.

Pedro, el otro Grande, como se sabe, nació en un humilde hogar, en la modesta comunidad de Manoguayabo, donde lo que predominaba era la pasión por el pasatiempo nacional favorito: el beisbol. Su padre, don Pablo Jaime, fue también en su tiempo un destacado jugador. Formó parte, nada más y nada menos que con Felipe Rojas Alou, del equipo Cami, de la Liga Campesina.

Era lanzador. Tenía una curva que desconcertaba y una recta que echaba humos. Concitó la atención de varios scouts de Grandes Ligas y en un momento determinado hasta recibió una oferta para ser firmado.

Emocionado, se lo comunicó a su madre, la abuela de Pedro, doña Julita, quien con absoluta certidumbre y convicción, le expresó: “¡Tu has visto, carajo, que se puede vivir de la pelota!”.

Con el beisbol en la sangre

Don Pablo Jaime no llegó a Grandes Ligas, ni tampoco sus hermanos Rafael ni Pempén (tíos de Pedro), que practicaban con él, pero tres de los cuatro varones que había procreado con su esposa, doña Leopoldina Martínez, sí lo lograron.

El primero fue Ramón Jaime Martínez, el mayor de todos, quien durante 13 temporadas se destacó, fundamentalmente, con el uniforme de los Dodgers de Los Ángeles.

El segundo, por supuesto, fue Pedro; pero el tercero, del que poco se sabe, fue Jesús, quien, aunque de manera muy breve, también hizo aparición como lanzador en los estadios de Grandes Ligas. El cuarto, Nelson, a quien le decían Capi (por Capitán), jugaba short stop, y en verdad, constituye un verdadero misterio, pues aunque se afirma que era el mejor de todos, no alcanzó la gran carpa.

Esos cuatro muchachos, desde que eran niños, temprano en el día dejaban a sus hermanas Luz María y Ana Delia en la casa, y se lanzaban por los caminos de Dios, junto a sus primos y a un grupo de amigos, a encontrar cualquier lugar donde practicar beisbol.

Lo hicieron en Palavé, en Las Caobas, en Los Alcarrizos, y en un pedazo de tierra que encontraron cerca de Agro Delta. Aparaban con naranjas; pitchaban con piedras revestidas de hilo, y bateaban con palos de escoba.

En las noches, se reunían con su padre y sus tíos, a hablar de beisbol, a desgranar guandules, jugar barajas y escuchar el programa favorito de la familia: Cien Canciones y un Millón de Recuerdos.

Con el tiempo, los muchachos lograron enrolarse en la Liga de Rudy Ramírez, que luego pasaría a convertirse en los Reales de San Miguel, y ahí empezaron a jugar de manera más organizada.

A Pedro le entregaron su primer uniforme, que tenía el número 9, y todavía confiesa que la primera noche durmió con él.

Cuando Ramón pasó a la Liga Senior y luego a Clase A, se convirtió en su ídolo. Quería ser como él. Luego, debido a las condiciones que había desarrollado, Ramón fue firmado y declarado prospecto por los Dodgers. Le asignaron como coach de pitcheo a Eleodoro Arias, quien habría de ser figura determinante en la evolución ulterior de Pedro como lanzador.

Eleodoro, quien había sido miembro de la selección nacional, daba instrucciones a Ramón sobre el arte de lanzar. Pedro, por su lado, trataba de mantenerse cerca para escuchar lo que le decían a su hermano mayor, y luego practicarlo por sí mismo.

De esa forma, a los 13 años, Pedro, que ya tiraba la recta a 75 millas por hora, aprendió a lanzar la curva, el slider y el cambio de velocidad. De igual manera, a adoptar los distintos ángulos del brazo: por arriba, tres cuartos y a medias.

Practicaba en todas partes y en todo momento. Lo hacía hasta frente al espejo en su casa. Y así, al cabo del tiempo, logró el dominio y control sobre todos esos lanzamientos.

Naturalmente, a partir de ahí quemó todas las ligas. No había bateador que se le enfrentase. Resultaba demasiado imponente para los compañeros de su edad; y fue de esa manera que en el 1988, a los 17 años de edad, fue firmado, al igual que su hermano Ramón, por el legendario equipo de los Dodgers de Los Ángeles.

Camino a la gloria

Permaneció cuatro temporadas en las Ligas Menores, pasando por lugares como Great Falls, Montana; Baker´s Field, California; San Antonio, Texas; y Alburquerque, New Mexico.

Donde quiera que iba brillaba.

Fue el mejor pitcher de su época en las Ligas Menores. Pero, en principio, en Montana, ocurrió un incidente que por poco echa a perder su carrera. Tuvo un altercado con el manager quien le habló en tono inapropiado.

Pedro preparó su maleta para retornar a la República Dominicana, y sólo desistió de sus propósitos cuando la señora Shelly Haffner, dueña de la pensión donde se hospedaba (a quien cariñosamente llamaba Mamá Conchita), a base de muchos ruegos, logró convencerle de lo contrario.

Al ser ascendido a las Grandes Ligas, Pedro de nuevo habría de sentir la tentación de abandonar su carrera y echar todo por la borda. Era en la parte final de la temporada del 1992. Ya tenía más de tres semanas en el equipo de los Dodgers y nadie le prestaba atención. No le dirigían la palabra. Lo ignoraban por completo. Sólo lo identificaban como el hermanito de Ramón.

Se pasaba los juegos sentado en el bullpen. Ni siquiera le pedían que calentara. Se sentía tan irrespetado que, finalmente, el día de su debut en Grandes Ligas, como relevista, más que contento estaba indignado.

Aún así, ponchó a los primeros tres bateadores a los que se enfrentó.

Al año siguiente, en el 1993, fue el mejor lanzador en la Liga de la Toronja. Pero al iniciarse la temporada, lo bajaron a Triple A. Ese día lloró y quiso, por tercera vez, hacer su vuelo de retorno.

Por suerte, no lo hizo. Al poco tiempo uno de los lanzadores estelares del equipo se lesionó y el astro de Manoguayabo fue llamado de urgencia a integrar las Grandes Ligas. Tuvo una gran temporada como novato, con 10 ganados y 3 perdidos.

Pero los Dodgers consideraban que Pedro no tenía el peso ni el tamaño para resistir en la Gran Carpa. Por ese motivo, al término de la temporada lo cambiaron para los Expos de Montreal.

El cambio resultó una bendición. De la indiferencia y falta de aprecio de los Dodgers, pasó al afecto y estima del manager de los Expos, el antiguo compañero de su padre, el gran Felipe Rojas Alou. Bajo la dirección de Felipe, Pedro Martínez pasó al estrellato, ganando el primero de sus tres premios Cy Young.

Años después, cuando ya los Expos no podían pagarle lo que se merecía, se fue a los Medios Rojas de Boston. Allí, junto a David Ortíz y Manny Ramírez, otros dos colosos, hizo historia, al romper con la maldición del Bambino, coronando a los Medias Rojas, después de 86 años, con el título de Campeones Mundiales en el 2004.

Durante su carrera de 18 años por las mayores, que terminaría con los Mets de Nueva York y los Phillies de Philadelphia, Pedro Jaime Martínez, número 45 en su espalda, obtuvo 219 victorias, ponchó a más de tres mil bateadores y fue en ocho ocasiones integrante del equipo de las estrellas.

Se convirtió en leyenda. Se convirtió, simple y llanamente, en Pedro el Grande.

Por supuesto, con su notable éxito por las mayores, Pedro, sin proponérselo, obtuvo un gran triunfo: hacer que su abuela, doña Julita, se equivocara en su pronóstico.

Ahora, junto a Carolina Cruz, su esposa, cuyo padre y hermanos también fueron destacados beisbolistas, Pedro estima que encontró la estabilidad y el balance de su vida; y de esa unión de amor han nacido Pedro Pablo e Isaías, quienes a los 13 y 14 años, respectivamente, ya lanzan la bola también a 75 millas y son la réplica de su padre.

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