Fuente: BBC
País/Región: Internacional
Quizá nunca hayas oído hablar de él: se lo conoce vulgarmente con el nombre de pangolín y tiene una lengua tan larga como su cuerpo. Además, es el mamífero más traficado del mundo y está en peligro de extinción.
En la entrada de un edificio gubernamental de Vietnam, cerca de la frontera con China, un joven ecologista llamado Nguyen Van Thai abre una caja de madera con un machete.
Saca cuatro bolsas plásticas que deja en el piso.
En cada bolsa hay una pelota pequeña, pesada y con escamas de un color negruzco.
Lentamente –y con mucho, mucho cuidado– una de estas pelotas comienza a desenrollarse dejando en evidencia dos ojos oscuros, una trompa larga, una cola aún más larga y un vientre suave y rosado.
Es un panglín, el único mamífero cubierto de escamas que se blinda como una pelota cuando se siente amenazado por sus depredadores.
En un año consume siete millones de hormigas y termitas con su extensísima lengua. No tiene dientes: acumula piedras en su estómago para triturar la comida.
La razón por la cual muchos de nosotros nunca oímos hablar de este animal es que rara vez sobrevive en cautiverio.
Sólo seis zoológicos en el mundo tienen uno.
Además, es el mamífero que más se comercializa de forma ilegal en el mundo: cerca de 100.000 pangolines al año son capturados y enviados a China y Vietnam.
En esos países su carne es considerada una delicatesen. Creen que sus escamas tienen propiedades medicinales mágicas.
Ya no quedan ejemplares en el sudeste asiático, y ahora se están reduciendo drásticamente las poblaciones de este mamífero en África.
Todas las ocho especies de pangolines están al borde de la extinción.
Los cuatro pangolines de la caja de Nguyen Van Thai fueron confiscados por el Departamento de Protección Forestal de Vietnam, de manos de dos traficantes a los que atraparon cuando se dirigían en moto hacia china.
Nguyen, quien dirige la organización sin fines de lucro Save Vietnam’s Wildlife, planea llevarlos a un centro de rescate en el Parque Nacional Cuc Phuong al sur de la capital, Hanoi.
Mientras viajamos hacia el sur, me cuenta cómo los pangolines –muy comunes durante su infancia– desaparecieron de los bosques vietnamitas, y cómo se los llevan en bote o en camión hacia países como Indonesia o Malasia.
Los llevan de a toneladas, vivos o muertos, frescos o congelados, destripados y sin la piel.
Los vivos son los más valiosos. Antes de venderlos los traficantes suelen rellenar sus estómagos con piedras o almidón para aumentar su peso.
En el centro vemos cómo salen de su madriguera cuando cae la noche y empiezo a entender por qué quienes trabajan con ellos los encuentran adorables.
Parecen alcachofas (o alcauciles, como le dicen en algunos países) con patas.
Llevan a sus hijos en la cola y se enrollan alrededor de ellos para protegerlos. Usan su cola para colgarse de las ramas de los árboles o para estirarse y alcanzar nidos de hormigas.
Nguyen me cuenta que a veces las autoridades logran atrapar a traficantes, pero sólo porque les avisa una banda rival.
Pero no han hecho prácticamente nada para detener la venta de productos de pangolín.
Al día siguiente, Nguyen me llevó a Hanoi para que lo vea con mis propios ojos.
Visitamos cuatro tiendas de medicina tradicional elegidas al azar en el vibrante casco antiguo de la ciudad.
En tres nos ofrecieron escamas, con la promesa de que nos curarían desde cáncer hasta acné.
Pedían US$1.500 por un kilo.
Cuando les pregunté por qué era tan caro, una mujer me dijo sin reparos: «Porque son exclusivos e ilegales».
También encontramos restaurantes que vendían pangolín a US$250 el kilo.
En uno nos ofrecían traerlo a la mesa vivo, para cortarle allí mismo la garganta. La sangre es afrodisíaca, nos dijeron.
Nos recomendaron comer la carne al vapor y la lengua cortada en trozos para sopa. Luego nos trajeron una botella de vino de arroz con un pequeño pangolín marinándose en su interior.
Nos los vendían por US$200.
El problema, me explicó Nguyen, no es la gente pobre y sin educación de Vietnam, sino la elite adinerada –las autoridades gubernamentales y los ricos hombres de negocios– que piden pangolín para demostrar su estatus o para celebrar un acuerdo.
«90 millones de vietnamitas no pueden ver más pangolines en su propio país porque unos pocos funcionarios o comerciantes ricos se los quieren comer», me dijo indignado.