Opinión

El pasado 27 de febrero, mientras escuchaba a la primera mujer en la historia dominicana que ocupa la Presidencia de la Asamblea Nacional, Cristina Lizardo, referirse al gran avance que ha experimentado la mujer dominicana en los últimos años, no pude más que reflexionar sobre las evidencias que sustentan el notable avance que ha experimentado la mujer en el mundo.

Si bien es cierto que los indicadores de participación de la mujer en la fuerza productiva, en niveles de escolaridad e ingreso, participación política, empoderamiento económico y social, han aumentado considerablemente, no menos cierto es que estos logros aún son endebles y no se han consolidado.

Además, los mismos se ven empañados por la constante de una sociedad que, en casi todos los países, discrimina a la mujer por su situación, a pesar de que hemos demostrado estar a la vanguardia en preparación y capacitación.

Muestra de esta situación es el hecho de que sólo un tercio de los puestos directivos a nivel mundial será ocupado por mujeres en los próximos 10 años. Para el caso de los puestos políticos, la perspectiva es peor. En Brasil, por ejemplo, país gobernado por una mujer, sólo 1 de cada 10 curules parlamentarias –tanto en el Congreso como en los Estados- está ocupada por una mujer. Escenas parecidas se repiten en casi todos los países de la región.

Hace apenas unos días, la Corporación Latinobarómetro, que lleva años elaborando importantes estadísticas sobre nuestra región, publicó el informe “América Latina frente al Género”, donde afirma que “la mayor brecha ante la igualdad de género en América Latina es cultural”. Y es así, hemos permitido que nuestras culturas acepten la discriminación como un hecho, en lugar de condenarla.

A pesar de los avances, millones de mujeres en todo el mundo continúan sirviendo una condena de injusticia social, sufriendo las consecuencias culturales que le alejan del empoderamiento y la autodeterminación.

Miguel Focalt Luque, economista de la Comisión Europea, ha dicho: “una sociedad que tolera la discriminación hacia determinados miembros es una sociedad injusta. Por eso, si lucho contra el machismo, lucho en realidad por una sociedad más justa.”

Al 2013, la tasa de desempleo en mujeres jóvenes triplica la tasa nacional del desempleo. Es decir, una mujer joven, entre 15 y 24 años, tiene el triple de probabilidades de estar desempleada, que un hombre en las mismas condiciones.

Aún aquellas que han logrado alcanzar puestos directivos, sufren discriminaciones en el ámbito laboral. Si un hombre y una mujer ocupan un mismo puesto laboral, con las mismas condiciones y capacidades, el hombre gana 27% más que la mujer.

De igual manera, de 10 puestos de trabajo existentes en el mercado laboral, hay 6 que están ocupados por hombre. Sin embargo, aunque esta cifra no parezca preocupante, resulta que la mayor parte de las mujeres que tienen una ocupación, están en el sector informal, lo que les impide tener seguridad social y beneficios laborales.

Lo cierto es que “ningún factor objetivo explica la brecha salarial entre hombres y mujeres”, como ha indicado Rosalía Vásquez-Álvarez de la OIT, refiriéndose a España, una afirmación que aplica en todas partes del mundo.

La mujer se encuentra ante la encrucijada, porque hoy confluyen en ella las satisfacciones de grandes avances y la necesidad de continuar la lucha por el fin de la discriminación basada en género.

Este año 2015, el mundo celebra los 20 años de la celebración de la Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer, que reunió a 17 mil participantes y 30 mil activista en Beijing en el año 1995, evento que resultó en la Declaración de Beijing, una plataforma para el avance de los derechos de la mujer. A 20 años de ese gran evento, tenemos la oportunidad de repasar los acuerdos alcanzados en aquella ocasión y generar nuevos compromisos, que aceleren el proceso de empoderamiento de la mujer, para poner punto final a la discriminación.

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