Opinión

Los cambios de paradigmas técnicos o estéticos producen largos periodos de inestabilidad en una industria tan conservadora como la del cine. Un cine que ha sido alérgico a las modificaciones que lo saquen de su modorra generadora de grandes ganancias.

Las transiciones para esos cambios se extienden por décadas hasta ser asimiladas por el último de los reticentes, como ocurrió con la travesía del cine mudo al sonoro, y del blanco y negro al color.

Al “establishment” fílmico le asusta cualquier variación en la forma de hacer cine, -que es lo mismo que cambiar la forma de hacer negocios- y lo cierto es que el cinematográfico es un animal de costumbres fijas y de hábitos muy definidos. Por eso las ve con tanta desconfianza.

Así como Hollywood se aleja de los temas políticos candentes, el corpus de su pensamiento se enfoca en digerir los cambios tecnológicos para adaptarlos a su estructura financiera, distanciándose de los movimientos bruscos que asustan a inversionistas y audiencias al mismo tiempo.

El salto desde los soportes foto-químicos, como del celuloide al digital, se hace gradualmente. En estos tiempos, los dos conviven en las filmaciones y salas, pero está visto que este no es más que un largo adiós del celuloide, para mayor tristeza de Quentin Tarantino y Martin Scorsese, entre otros defensores de la tradición.

El cambio de soporte acerca al cine a un intercambio con otros lenguajes, como la televisión, los parques temáticos, el comic, y los videojuegos, en busca de conectar con los públicos. Estos incorporan estéticas mucho más actualizadas en la parte digital, y por tanto, muy al día en los gustos y las preferencias de los ciudadanos de la era del bit.

La digitalización se inició por allá en los años 90 con el dolby digital, El Imax, fortaleciéndose hoy día con el 3D y el 4D, el mejoramiento de los proyectores y la posibilidad de una mayor definición en la calidad de imagen.

La puesta al día pasa por actualizar a los grandes clásicos con sus respectivos remakes o secuelas, algunos bastantes descafeinados, y el reciclaje de los grandes mitos ancestrales, como el fin del mundo, reviviendo los perennes terrores que se esconden en nuestras psiques.

Esas sinergias con lo interactivo, el comic y los videojuegos, desmarcan al cine de la llamada alta cultura con que se identifica a la literatura, el teatro, la música y otras artes, acercándolo a sus orígenes, al cine de feria, antes de iniciar un proceso de enriquecimiento asociándose con esas artes que hoy el “mainstream” desprecia.

La exploración de los mundos virtuales conecta a ese cine con la simulación que borra las fronteras con lo real, pues al contrario de la copia, donde se parte de lo real, lo simulado no existe, la referencia es la nada. Son películas donde se apela a la percepción sensorial para entrar a un universo que no tiene lazos con lo real.

Vemos cada vez más películas en 3D y 4D, con acciones desarrollándose a gran velocidad o muy lentamente, pero con tomas mucho más cortas, un montaje más nervioso, con multi-pantallas y con cuanto “gadget” se tenga a mano. Todo con el objetivo de confundir al espectador, o por lo menos, no dejarlo pensar mucho.

Abundan, en las obras producidas por la casa de los sueños en la era digital, los universos paralelos poblados por robots, muertos vivientes, replicantes de la especie humana, en mundos oscuros de seres amenazantes y grotescos, que oprimen o tratan de oprimir a humanoides debiluchos o miedosos.

Nuestro hábitat se vuelve cada vez más difuso y fantasmal al poblarlo de personajes incorpóreos, de ambientes totalmente sumergidos en las nuevas tecnologías, de la cual son prisioneros los seres de carne y hueso.

La resurrección de monstruos destructores como los de Pacific Rim, Godzilla o Jurassic Park, trae de vuelta el señalamiento a los científicos como responsables del uso impreciso de sus conocimientos causando desastres, una etiqueta con poca base argumental.

El salto tecnológico ha hecho cambiar la aproximación visual de los cineastas, repensando tanto la forma narrativa como la de plasmar esas imágenes, porque los nuevos adelantos alcanzan a transformar la recepción y percepción de los espectadores.

El peligro que acecha a las películas de la Era Digital es crear un espectador pasivo que se habitúe a los estímulos del cine de espectáculo y que desestime las obras más complejas intelectualmente, en una pérdida progresiva de la profundidad analítica.

Cuando vemos Tron Legacy, Avatar o Transformers, no podemos dejar de pensar en esos filmes de la guerra fría donde el enemigo era “el otro”, “el de afuera”, y hoy día provienen de otros mundos, del espacio exterior, en una similitud muy llamativa.

El cine del siglo XXI crea pasajes con la finalidad de acceder a los universos paralelos donde no se limitan las posibilidades, pues no es necesario ser verosímil ni apegarse a realismo de ningún tipo, como pasa en Matrix.

Los filmes se convierten en evocaciones de la memoria, creando mundos oníricos o virtuales sin más contrapartes o referencias que las que los sentidos observan o sienten.

En los tiempos que corren, Hollywood adapta su forma de hacer cine a la tecnología digital, transformando sus paradigmas, acudiendo al uso de los lenguajes del comic, de la TV, de los parques temáticos, recurriendo a los mitos ancestrales para conectar con las sensibilidades de las nuevas audiencias.

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