Hablan los hechos

Los desplazamientos de personas a través del globo terráqueo son tan viejos como la humanidad misma. A lo largo de la historia todos los países, no importa su nivel de desarrollo, han hecho esfuerzos por regular los flujos de migrantes atendiendo a razones de seguridad y de conveniencia económica.

Sin embargo, muchas veces la ausencia de una infraestructura institucional adecuada y las dificultades para controlar de forma estricta el tránsito de personas de un territorio a otro han producido con el paso del tiempo situaciones de hecho que ha sido necesario abordar con la ayuda de las más diversas fórmulas legales para normalizar la situación de los trabajadores y sus familiares que terminan atrapados en la ilegalidad, viéndose precisados a aceptar condiciones laborales muy desventajosas y contribuyendo sin proponérselo a la degradación de los niveles de vida en el país de acogida.

Modernamente se exige que el tratamiento de la migración se produzca en base a los principios de solidaridad, respeto a los derechos humanos y legalidad. Sin embargo, en ningún país el abordaje de tan delicado asunto ha estado exento de polémicas y conflictos, ni siquiera en los países altamente desarrollados con gran capacidad de absorción y alta dependencia de la mano de obra importada.

No obstante, en distintos países de América Latina se han implementado planes de normalización de la población migrante en situación de irregularidad, considerados exitosos en distintos grados. Tal es el caso de Costa Rica, Brasil, Chile, Panamá y Perú, entre otros.

La experiencia regional acumulada en esta materia, por tanto, proporciona parámetros adecuados para una justa valoración de los recientes esfuerzos de la República Dominicana encaminados a resolver el problema de los núcleos poblacionales en situación de indocumentación y vulnerabilidad.

El nuestro es un país, con una alta densidad poblacional (208 hab./Km2), unos niveles de pobreza que rondan el 40% y una tasa de desempleo que supera la media regional, el crecimiento económico sostenido de los últimos tiempos se ha traducido en progreso tangible en las más diversas áreas, sin dejar de ser, obviamente, un país del tercer mundo con un montón de problemas sociales. Su vecino, Haití, con la mitad del territorio, pero con una densidad poblacional más alta todavía (406 hab./km2), tiene una tasa de pobreza del 77%, una de las más altas del planeta. Se trata de un territorio que alberga a más de diez millones de seres humanos, pero donde prácticamente no hay instituciones y mucho menos estabilidad política.

La simple lógica permite deducir que en una situación como esta lo más lógico es que se generaran dos corrientes migratorias, una de dominicanos que salen al exterior en busca de mejores oportunidades, y otra de haitianos hacia la República Dominicana en procura de algún modo de sobrevivencia.

Muchos en el mundo ignoran que ciertas circunstancias del pasado ayudaron a generar los flujos de trabajadores desde el oeste hacia el éste en forma casi natural, como fue el caso del establecimiento en el país de una industria azucarera dependiente casi en su totalidad de la mano de obra extranjera, principalmente haitiana, para la labor del corte y tiro de la caña.

Esa no fue una decisión ni dominicana ni haitiana. La tomaron los Estados Unidos cuando a principios del siglo pasado invadieron militarmente las dos partes de la isla, para favorecer a los ingenios azucareros que eran entonces propiedad de ciudadanos norteamericanos casi en su totalidad.

Ya en pleno control formal de su soberanía, República Dominicana adoptó normativas en el campo migratorio con miras a preservar su identidad como nación y proteger al trabajador dominicano, con tendencia a emigrar, de la competencia desleal en el plano laboral. Porque atraídos por la industria azucarera venían al país trabajadores no solo haitianos, sino también de varias islas del Caribe, incluyendo Puerto Rico.

República Dominicana fue impactada, además, por flujos de trabajadores migrantes de territorios más lejanos, como España y diversos países árabes. Producto de esta presión migratoria es la fórmula del ius soli restringido que figura actualmente en nuestra Constitución, la cual declara dominicanos a las personas nacidas en el territorio nacional, pero con la excepción de extranjeros que se encuentren en tránsito o residan ilegalmente en territorio dominicano.

La idea era desestimular la inmigración ilegal y propiciar el retorno de los trabajadores que venían al país contratados para una labor que duraba apenas unos meses al año. Aunque hoy se pretende satanizar la disposición de nuestra constitución antes citada, atribuyéndole a la misma una intención discriminatoria y una inspiración racista, lo cierto es que se trata de una fórmula que no se inventó en República Dominicana, pues existe en 160 países de los 194 que conforman actualmente la comunidad internacional, según se ha podido establecer.

Sin embargo, no se puede negar que la inmadurez de las instituciones dominicanas ha impedido un manejo adecuado de los flujos migratorios a la luz de su propio marco legal regulatorio.
Por ejemplo, no fue sino en el 2007 cuando se concibió un sistema de registro de los hijos de extranjeros, en situación regular o no, nacidos en el territorio nacional. Incluso, producto de años de desinterés del Estado dominicano en la correcta aplicación de sus leyes migratorias, muchos de esos nacimientos fueron asentados de forma sistemática e irregular en los libros del Registro Civil, creándose una situación de complicada solución desde el punto de vista legal.

Además, con el tiempo fue creciendo la cantidad extranjeros en situación irregular con descendencia no registrada en ninguna parte, un fenómeno que ocurre en casi toda América Latina hasta con los propios nacionales (solo en México hay 14 millones de personas que carecen de documentos), a las cuales se fueron sumando cientos de miles llegados en tiempos más recientes en busca de oportunidades en cualquier área de la economía, una situación cuyo manejo se fue haciendo cada vez más complejo por la falta de voluntad para encarar el problema y debido a la tradición del principal emisor de emigrantes, Haití, de no dotar de documento alguno de identidad a sus ciudadanos.

Planteadas así las cosas y conminada por una sentencia de su Tribunal Constitucional, la República Dominicana concibió dos herramientas legales para solucionar estas situaciones. La primera de ellas es la Ley 169-14, la cual establece “un régimen especial en beneficio de hijos de padres y madres extranjeros no residentes nacidos en el territorio nacional durante el período comprendido entre el 16 de junio de 1929 al 18 de abril de 2007 inscritos en los libros del Registro Civil dominicano en base a documentos no reconocidos por las normas vigentes para esos fines al momento de la inscripción”.

Esa Ley dispone que la Junta Central Electoral acredite como ciudadanos dominicanos a las personas que se encuentran en la situación antes descrita libre de todo trámite administrativo a cargo de los beneficiarios.

Además, dispone “el registro de hijos de padres extranjeros en situación irregular nacidos en la República Dominicana y que no figuran inscritos en el Registro Civil”. Para dicho registro se concede un plazo de 90 días, con la sola obligación de acreditar fehacientemente el hecho del nacimiento por los medios establecidos en el reglamento de la Ley. A petición del gobierno haitiano, dicho plazo se prorrogó por 90 días más.

Una vez asentados en el Registro Civil, a los beneficiarios se les concedió un plazo de 60 días para inscribirse en el Plan Nacional de Regularización de Extranjeros en situación migratoria irregular, pudiendo optar por la nacionalidad dominicana a través del procedimiento de la naturalización.

Gracias a la Ley 169-14 un total de 55,000 hijos de padres extranjeros en situación migratoria irregular que tenían algún tipo de documentación expedida por el Estado obtuvieron la nacionalidad dominicana, mientras que otros 8,755 que optaron por inscribirse en el Registro Civil se harán dominicanos por naturalización.

De todos los países de la región que han implementado planes de regularización de extranjeros, solo Chile presentó una situación comparable a la nuestra, por tener una disposición constitucional que establece también un ius soli restringido.

En efecto, la Constitución de ese país establece que son chilenos “los nacidos en el territorio de Chile, con excepción de los hijos de extranjeros que se encuentren en Chile en servicio de su Gobierno, y de los hijos de extranjeros transeúntes, todos los que, sin embargo, podrán optar por la nacionalidad chilena”. Como se ve, mientras en Dominicana se utiliza el concepto “extranjero en tránsito”, en Chile se habla “extranjero transeúnte”. Pero el sentido de ambas expresiones es exactamente el mismo.

Resulta que la Constitución chilena no define el concepto y por esa razón cada quien lo interpreta a su manera, aunque desde la aprobación del texto constitucional en 1980 el Estado ha considerado que tienen el estatus de “extranjeros transeúntes” los turistas, tripulantes y personas que residen de forma irregular en el país. La misma discusión sostuvimos aquí hasta que una sentencia de la Suprema Corte de Justicia se encargó de poner las cosas en su lugar, quedando el asunto definitivamente subsanado con la aprobación de la constitución de 2010.

A pesar de las agrias discusiones y de las razones de tipo humanitario que se invocaron durante su discusión, el plan de regularización de extranjeros (el “perdonazo”, como le denominó la prensa) implementado en Chile en el 2007 no contempló, a diferencia de lo que ocurrió en el caso dominicano, ninguna solución a lo que algunos grupos denominaron y siguen denominando como “el drama de los niños apátridas de Chile”, en clara referencia a la situación de los descendientes de “extranjeros transeúntes”, que en realidad no son apátridas porque la constituciones de los países de origen de sus padres los consideran sus nacionales.

Pues bien, el otro instrumento que la República Dominicana concibió para resolver el problema de los “sin papeles” fue el Plan Nacional de Regularización. Ese plan tiene virtudes que lo colocan en un lugar especial en el contexto regional. Una de ellas es su gratuidad.
En Panamá fue una condición indispensable para acogerse al plan de regularización del 2010, denominado “Crisol de Razas”, el pago de una multa de 500 dólares por parte de los beneficiarios provenientes de países con acuerdos de supresión de visado, que además debieron pagar 5,00 dólares por filiación y 10.00 por la expedición del carnet de residencia temporal.
En total el monto a pagar fue de 515,00 dólares para esta categoría de extranjeros.
Para los extranjeros provenientes de países sin acuerdos de supresión de visado el monto a pagar por los conceptos anteriormente mencionados fue de US$ 1,000, US$ 5,00 y US$ 15,00, respectivamente (US$1,020.00 en total).

En Chile se fijo el costo de la regularización en 30,000 pesos (unos 60 dólares) para los titulares y 9,000 (casi 20 dólares) para los dependientes. En Brasil se estableció una tasa por la emisión de la cédula de identidad del extranjero de 31,05 reales y el pago de una tasa de registro de 64,58 reales (unos 56 dólares en total, al tipo de cambio del momento, o sea, en el 2009).

En Costa Rica, por su parte, los que se acogieron al plan de regularización de 1999 debieron presentar constancia del pago en banco del Estado de 3,355 colones (unos 12 dólares), mientras que en Perú, en virtud del plan de regularización implementado en el 2014, que solo benefició a los que ingresaron legalmente al país, se fijó el pago de un derecho de trámite de 25,60 nuevos soles (unos diez dólares al tipo de cambio del momento), así como el pago de una tasa por el trámite de cambio de calidad migratoria por un valor equivalente a 52 dólares, y el pago de una multa por exceso de permanencia equivalente a un dólar por cada día adicional.

Mientras Panamá, para poner un ejemplo, obtuvo ingresos por 52 millones de dólares producto de la implementación de varias versiones de “Crisol de Razas”, República Dominicana absorbió totalmente el costo de su plan, calculado en alrededor de 2 mil millones de pesos (44,8 millones de dólares).

El plan dominicano ha sido, además, el más ambicioso tomando en cuenta el universo de personas “regularizables” y el más abarcador si se calcula la totalidad de los que lograron acogerse al mismo. Según la Primera Encuesta Nacional de Inmigrantes (ENI-2012), en República Dominicana residen 524,632 inmigrantes extranjeros procedentes de 60 naciones, en su gran mayoría haitianos (87,3% del total).

Al cierre del plazo para acogerse al plan de regularización, 288,486 personas habían solicitado su regularización, las cuales están actualmente en proceso de recibir el estatus legal que corresponda, lo que representa un 54,9 % del total.

Si a esa cifra se le suman las 55,000 personas beneficiarias de la acreditación de la nacionalidad y las 8,755 que optaron por la naturalización, tendríamos que el total de beneficiarios por la Ley 169-14 y el Plan Nacional de Regularización ascienden en total a 352,241 personas, lo que representa el 67,1 por ciento del universo total de “regularizables”.

En Costa Rica, donde el plan solo incluyó a los centroamericanos, el número de “regularizables” se estimó en unas 400,000 personas. Sin embargo, los que pudieron acogerse al mismo fueron 150,000 (37.5%). En Chile, el plan del año 2007 logró regularizar 44,690 extranjeros (la inmensa mayoría peruanos) de un total de 260,000, para un 17,1%. En Brasil los regularizados fueron 41,816, de un total de 200,000 (20,9%), mientras que en Panamá se normalizó la situación de 48,000 extranjeros de un total estimado de 200,000 (24%).

A pesar de las duras críticas a que ha sido sometido el plan dominicano, la realidad es que este superó también a los de su especie por los niveles de flexibilidad para acogerse al mismo. Por ejemplo, el plan nuestro otorgó para regularizarse un plazo de un año y seis meses, por mucho el más extenso de todos, durante el cual estuvieron prohibidas las deportaciones.
En Perú el plazo que se otorgó fue de 180 días, mientras que en Chile fue de 3 meses; en Brasil, por su parte, se concedieron 180 días y en Costa Rica 10 meses. En el caso de Panamá dijimos que “Crisol de Razas” se implementó “por tramos”, comenzando por Ciudad de Panamá y el Departamento de San Miguelito. El plazo que se concedió fue de 4 días y las jornadas de regularización se llevaron a cabo, en su primera versión, en un solo lugar de la capital.

En cuanto a las condiciones generales para regularizarse las del plan dominicano destacan también por su flexibilidad. Dichas condiciones tienen que ver con la demostración de la ciudadanía, filiación o fecha ingreso al territorio nacional. En algunos países como Panamá diversas exigencias hicieron casi inevitable recurrir a los servicios de un notario, dificultad que se sumó al altísimo costo que debieron cubrir los beneficiarios. En el caso dominicano el decreto que establece las normativas del proceso de regularización asigna al ministerio de Interior y Policía, responsable del mismo, la obligación de asistir gratuitamente al extranjero en el llenado del formulario de inscripción y el cumplimiento de otros requisitos. En el caso panameño dicho formulario debía obtenerse vía internet y tanto su llenado como el cumplimiento de las demás obligaciones eran de la exclusiva responsabilidad del interesado.

El alto nivel de flexibilidad de la normativa dominicana se expresa también en la posibilidad de demostrar el cumplimiento de determinados requisitos, particularmente la acreditación de la identidad, por cualquier medio que se pudiera verificar como legítimo por parte de la autoridad competente.

El plan dominicano de regularización tiene además la importantísima virtud de permitir el otorgamiento de permisos de permanencia en las distintas categorías migratorias, desde residente temporal hasta residente permanente, tomando en cuenta los niveles de arraigo, con derecho a trabajar y sin establecer límite al tipo de labor productivas.

En los países que hemos mencionado se concedieron visas o permisos de residencia, generalmente por un plazo muy limitado y sin establecer diferenciaciones en virtud del nivel de arraigo. Por ejemplo, en Chile el plan solo contemplo el otorgamiento de una visa de residente por un plazo de un año, contado desde su estampado en el pasaporte. La ley contempló que al término de ese período los regularizados pudieran optar por el permiso de residencia, pero ello sujeto a un procedimiento distinto contemplado en la ley, con un costo adicional y el cumplimiento de otros requisitos.

En Brasil a los beneficiarios del plan se les concedió una Residencia Provisoria por un lapso de dos años, pudiéndose requerir la transformación en Residencia Permanente, previo cumplimiento de otros requisitos contemplados en las normas legales. De igual modo, en Costa Rica solo se contempló el otorgamiento de un permiso de residencia con una vigencia de un año, que debe renovarse por períodos similares. Finalmente, la ley No.30103 que estableció el procedimiento para la regularización de los extranjeros en Perú solo contempló el otorgamiento de visa temporal o de residente por un plazo máximo de dos años, igual que en Panamá, donde se concedió un carnet de residencia temporal por dos años, prorrogable por otros diez al término de dicho plazo. Todo esto es de capital importancia, pues el estatus migratorio va de la mano con los niveles de vulnerabilidad.

El plan dominicano fue el único proceso de ese tipo, normalmente cargado de complejidades y motivo de grandes polémicas en todas partes del mundo, que contó con el acompañamiento, por decisión propia del Estado dominicano, de entidades como el ACNUR, la Organización Internacional para las Migraciones, el UNICEF, la Unión Europea, el PNUD y la Mesa Nacional para las Migraciones, entre otras. Esto pone en evidencia las intenciones que inspiraron la concepción y ejecución del mismo.

En conclusión, podemos decir sin ambages que la República Dominicana supo aplicar en muy poco tiempo el más incluyente y flexible de cuantos programas se han implementado en la región con miras a resolver la situación de los extranjeros en situación irregular dentro de su territorio, lo cual debe ser motivo de respeto para su gobierno y para el pueblo dominicano que le da acogida.

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