Opinión

Estaba desde hacía cerca de dos meses en su lecho esperando el vuelo sin retorno. Ella, que era un cofre repleto de alegrías, las aireaba con efluvios frescos y tonales que navegaban en versos concentrados en el amor; en el amor por su marido fallecido hace años, su único compañero sentimental desde que era casi una niña, en el que sentía por sus hijos y nietos, el que sufría por los desamparados y el que emanaba hacia los rostros imaginaros acunados en su religiosidad.

Por eso alzó su vuelo cantando. Me cuentan los que velaban hasta su último aliento, que iba y venía en medio de las canciones que entonaba con voz susurrante, por ello su aliento final fue un susurro tonal de celebración por el encuentro que ella entendía inevitable con quien fuera el único amor de su vida. Celebraba su partida como el que viaja con valijas ocupadas por sus seres queridos y acompañada por los duendes protectores que comieron y vistieron de su mano, que sonrieron por la oportunidad que les brindó de tener encuentros con la felicidad.

Su partida se produjo el once de este mes de septiembre, día en que el mundo progresista recordaba el golpe de Estado contra Salvador Allende, día en que los estadounidense lloraban a los seres queridos que perdieron sus vidas en los atentados a las torres gemelas y al Pentágono, día en que los peledeístas rememorábamos la desaparición física de nuestro inolvidable Juan Santamaría.

Hacía dieciocho días, casi toda la familia, que incluye tataranietos, nos reunimos para celebrar sus 92 años. No paró de cantar, de parlar, de recordar las tantas veces recordada serenata que le llevé cuando yo era un adolescente, o el torrencial aguacero que cayó sobre la capital el día en que vine al mundo. Todos saben que se mojó, que no pudo esperar que cesara la lluvia porque «tenía que ser testigo de una obra divina», del nacimiento de su primer nieto, que por demás «sería sacerdote para dedicarse a trabajar por los pobres como San Martín de Porres». Ese deseo reflejaba en ella su propia naturaleza, resumida en sus constantes acciones caritativas.

Cuando vi su cuerpo inerte y vestido de madera, cuando vi su voz en silencio, sin el trino de abubilla que día a día ponía en su garganta la paz que acompañaba su alma, ese intangible interior nuestro que da talante a nuestra anatomía, un golpe de pecho destapó lacrimosos recuerdos: su ternura corriendo por los pasillos de mi vida, su ternura estampada en los domingos sobrecargados de nietos y ruidosos tumultos enredados entre párvulos y adolescentes descontrolados y felices.

fue inevitable encontrarme con el recuerdo de los día de reyes, y ella, mi abuela Mercedes, la madre de mi madre, repartiendo, en su pobre comunicad de Guachupita, juguetes a los niños cuyos padres no pudieron regalarle la alegría material que la ocasión demandaba. Todo un año de ahorro de las ventas en su ventorrillo y los «sanes» que abría, para alegrar a nietos, vecinos e incluso desconocidos que sabían de su práctica noble.

Recordaba, recordaba… mientras la veía en el físico ausente para siembre, que admito con pena.

últimas Noticias
Noticias Relacionadas