Hablan los hechos

Cada pueblo tiene el gobierno que merece. Esta frase célebre parece ajustarse perfectamente al escenario que hoy vive Brasil, una emblemática nación que además de amanecer con un nuevo presidente, se adentra a un futuro incierto, tras haber cursado unas elecciones altamente polarizadas a nivel político y social.

Los resultados de esta segunda vuelta no hacen más que confirmar el nivel de hastío de los ciudadanos brasileños, debido a los numerosos escándalos de corrupción, la creciente violencia y la precariedad económica que les acosa, lo cual ha lacerado el orgullo nacional, eclipsando a su paso la famosa imagen de la tierra del futbol y eterno carnaval. Este ambiente de descontento fue aprovechado oportunamente por un hombre que ha prometido mano dura y que dice poder rescatar el impulso económico de Brasil, una oferta tentadora, que sin embargo esconde tras de sí el fantasma de un pasado oscuro.

Ahora bien, más allá de resaltar los resultados electorales, sería preciso adentrarnos un poco en el polémico discurso de este exmilitar y congresista ultraconservador, que por demás deja en evidencia parte del ADN cultural de Brasil. De hecho, es conocido en Jair Bolsonaro su anhelo por la dictadura militar que gobernó el país desde 1964 al 1985, un tema que ha creado gran tensión entre sus detractores, al tiempo que recibe apoyo entre quienes lo ven como un mal menor frente a la actual debacle.

Por si fuera poco, Bolsonaro ha sido tradicionalmente un fiel defensor de la tortura, la posesión de armas y la pena de muerte. Sin embargo, son sus comentarios de corte homofóbico y racial, los que han generado mayor polémica en una sociedad con heridas pendientes de sanar en esta materia, donde negros e indígenas han sido históricamente marginados pese al amplio mestizaje que posee Brasil.

En efecto, su discurso ha abarcado declaraciones controversiales tales como “hay que acabar con las reservas indígenas”, o asegurar que “los negros de la quilombas (asentamientos segregados) no sirven ni para procrear”. Es de suponer que tales comentarios podrían dar el origen a fuertes críticas sociales en pleno siglo XXI, pero hay cierta singularidad en Brasil (última nación del Continente en abolir la esclavitud en 1888), que lo torna cotidiano, por no decir tolerable.

Hoy por hoy, la comunidad negra y mulata concentra algo más del 60% de la población, pero pese a ello es el segmento más vulnerable en sentido general, padeciendo en gran medida la falta de oportunidades, baja escolaridad, alta tasa de mortandad, violencia y encarcelamientos. Apoyándonos en las estadísticas, podríamos señalar por ejemplo que además de que representan el 63% de la población desempleada, la comunidad negra o mulata brasileña gana un 29% menos que la blanca, y en el ámbito profesional, este segmento de la poblacional apenas llega a ocupar un 4.7% de los cargos ejecutivos.

A esto se suman ciertos prejuicios sociales, a los que no escapan actores, presentadores de televisión o jueces. Tales son los casos del ministro de Justicia de Sao Paulo, Edivaldo Britto (de piel oscura), quien denunció haber sido detenido en más de cinco ocasiones camino a su trabajo sin motivo alguno, pero que era visto de manera sospechosa por la policía; así como también sucede con las telenovelas, donde cada vez se evidencia más la escasez de negros y mulatos.

Todo esto sucede mientras la sociedad, dado el creciente nivel de conciencia, se muestra más críticas contra estas prácticas habituales, que comprenden una discriminación más de corte socioeconómico que racial per se. En esencia, según sociólogos brasileños, amplios sectores suelen dar por sentado que los negros están menos preparados, que tienen menos condiciones económicas y que delinquen más, todo lo cual es producto de una segregación sistemática.

Esta es la realidad que ha sido explotada habilidosamente por Bolsonaro, quien se ha atrevido a asumir una posición frente a temas, que como este, suelen ser visto como un tabú político. No obstante, con declaraciones como “prefiero un racista que un ladrón”, hay poblaciones como el Estado de Santa Catarina (un 97% blanca), que apoyan abiertamente la propuesta ultraconservadora y se muestra a favor del porte de armas.

Resulta preocupante, sin embargo, palpar el grado de apoyo brindado por las iglesias evangélicas, por demás la comunidad brasileña mejor organizada (con un 20% de la población), que pese a su mensaje de fe, tolerancia y servicio, asumió con especial militancia la controversial candidatura de Bolsonaro. Esto le pone en sintonía con grupos militares, machistas, homófonos y racistas que como el Ku Klux Klan en Estados Unidos, han elogiado al líder conservador.

En efecto, las encuestas mostraron que el 60% de la clase alta apoyaba a Bolsonaro, así como el 52 de la clase media y el 45% con estudios superiores. En cuanto a América Latina, el proceso brasileño ha sido objeto en el mejor de los casos de un silencio sepulcral, salvo unas breves declaraciones a favor de parte del presidente chileno Sebastián Piñera, que sin embargo, fueron ampliamente criticadas dentro y fuera de Chile.

A pesar del éxito que le reportó a lo largo de la campaña su discurso incendiario, lo cierto es que hubo recurrentes focos de resistencia al avance de Bolsonaro en su camino a la presidencia. Uno de los ejemplos más notables fueron las protestas de septiembre bajo la consigna “El No”, que tuvo lugar en las 8 principales ciudades, con más de 150,000 manifestantes.

Resulta evidente que el nivel de desconfianza y hastío social con la clase política tradicional, que asciende a un 79%, ha generado lo que algunos llaman el “reflejo autoritario”, que no es más que una inclinación a líderes de mano dura, ante la falta de soluciones por parte de las instituciones democráticas.

Bien indica el profesor Ronald Inglehart, en su libro Evolución cultural, que “los valores y actitudes de los pueblos varían según la seguridad que sienten sobre su supervivencia”. Una enseñanza que debemos tomar en cuenta en toda Latinoamérica, pues nos evidencia que mientras baja es la percepción de seguridad, más se inclina la sociedad por líderes fuertes y contrarios a la elite política. ¿Aprenderemos la lección?.

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