“La diferencia entre un político común y un estadista, es que mientras el político se limita a pensar en las próximas elecciones, el estadista piensa en las próximas generaciones”.
Esta famosa frase de la autoría de James Freeman Clark, refleja muy bien una de las principales debilidades estructurales del sistema político, y por qué no, el sistema partidario latinoamericano en la actualidad.
Y es que se ha vuelto habitual que ante la premura de mostrar resultados tangibles a la sociedad, muchas veces cronometrados bajo el famoso tiempo de gracia llamado “los primeros 100 días”, los líderes se olviden que por naturaleza la política debe ser abordada como una carrera de resistencia, no de velocidad. De ahí que las decisiones de trascendencia se vean recurrentemente afectadas por un creciente reduccionismo, propio del inmediatismo político.
En efecto, son muchos los ejemplos de nuestra región que demuestran la preocupante tendencia de sustituir proyectos de nación a largo plazo por meros programas de gobierno, que dejan a un lado el fortalecimiento de las instituciones, leyes y continuidad del Estado, para dar paso una suerte de regímenes faraónicos, cuyo mayor propósito consiste en eclipsar todo legado del gobierno anterior. Por ello, la aplicación de correcciones superficiales más de forma que de fondo, es una de las principales características de estas prácticas cortoplacistas, que llevan a la administración de turno a dejar a un lado la solución a males estructurales, en el afán de justificar su continuidad y preservar la cuota de poder.
El problema con el inmediatismo político, es que este ha sido producto a su vez de la posmodernidad del siglo XXI, donde sus acciones son vigiladas de cerca por una sociedad acostumbrada a los cambios momentáneos, que exige resultados en el menor tiempo posible, sin pensar en los efectos futuros de una determinada toma de decisión. Ciertamente, hoy en día se ha vuelto común las exigencias de políticas públicas de impacto inmediato, que satisfagan a corto plazo demandas sociales cuya verdadera solución descansan en la planificación, no así en parches momentáneos.
Un rasgo común en las democracias actuales yace en la antipatía social hacia la política tradicional, cuyas toma de decisiones necesariamente pasan por la formulación de ideas, el establecimiento de principios, la metodología de trabajo, la promoción de liderazgos y organización del Estado. Pasa lo propio con los partidos políticos, donde a modo de ejemplo podríamos citar las declaraciones del expresidente del Parlament Catalán, Joan Rigol, quien lamentando los efectos negativos del inmediatismo indica:
“El inmediatismo actual provoca que los partidos, por colocarse al lado de los problemas sociales por su «importancia mediática», no busquen militantes, sino votos. Los políticos tienen una falta de perspectiva a largo plazo para mejorar la vida de los ciudadanos, porque lo importante es la inmediatez y pasar un examen cada cuatro años”. A esto agregaríamos la tendencia de muchos “militantes” a renunciar a principios e incurrir a artificios poco halagadores, con tal de ser favorecidos con cierta cuota de poder.
No obstante, lejos de la solución planteada por muchos tras diseminarse los efectos negativos de la crisis económica mundial del 2008, que abogaba por recurrir a liderazgos populistas, preferiblemente los denominados “outsiders”, la realidad ha demostrado que la posible solución suele ser peor que “mal” que se busca acabar.
Girando nueva vez nuestra mirada hacia la sociedad, lo cierto es que cada vez son más escasos los ejemplos de proyectos, metas y cambios a largo plazo, toda vez que los retos que acompañan a estos procesos se convierten en una suerte de desaliento para sus patrocinadores, proclives a los beneficios instantáneos.
La distorsión conductual antes mencionada, viene también acompañada de un mínimo empleo de esfuerzo y sacrificio, al tiempo que aumentan las expectativas sobre los resultados a obtener. Esto explica el porqué de la creciente popularidad que tiene entre muchos jóvenes, la idea de una vida de altos estándares materiales sin pasar por el proceso de preparación, trabajo y movilidad social que transitaron sus padres (Generación Cangrejo).
Esta especie de oportunismo circunstancial propio del inmediatismo, se visualiza también en otras áreas de la vida cotidiana como lo es el tránsito, el emprendimiento, la volatilidad de los empleos, el sensacionalismo en los medios de comunicación, la mediatización de la justicia, y por qué no, la explotación indiscriminada de los recursos naturales, sin pensar en lo que quedará para quienes nos precederán. Todo esto hace que como sociedad se pierda, no solo la guía para un desarrollo sostenible a largo plazo, sino que ponga de lado todo principio ético y moral sobre el cual ha de sostenerse el futuro de la nación.
La idea de confrontar ese impulso es lo que vuelve a revestir de importancia el actuar con sentido de historia, una práctica de origen filosófico que procura dotar de simbolismo y un determinante peso moral toda acción presente, con miras al legado que deje a futuro. De hecho, la necesidad de atribuir un propósito a las tomas de decisiones, es lo que termina por condicionar el accionar de los hombres en situaciones apremiantes, decantándose por el bien común y sobresaliendo en consecuencia, aquellos que ponen los interés del conglomerado por sobre la gloria propia.
En fin, es tiempo de que tanto en la política como la sociedad en general se entienda, que históricamente es más digno quien pone la semilla a sabiendas de que quizás no él, sino las futuras generaciones son las que recogerán la cosecha. Bastaría recordar el legado de Bosch.