En sociedades como la nuestra, suelen darse ciertas contradicciones que nos ponen a pensar sobre qué, cómo y cuándo pudo generarse una determinada actitud de parte de los ciudadanos hacia un tema en específico. Es lo que sucede cuando hablamos de la clase política, la cual hoy en día es objeto de gran cuestionamiento y desprestigio a nivel mundial, por razones tan variadas como los excesos de la globalización, el terrorismo, la inmigración masiva y la corrupción.
Tal descontento tiene lugar también en nuestra región, donde al igual que la ola de la antipolítica que se gestó en Europa y Estados Unidos, nos encontrábamos con que mientras un ciudadano común solía demandar un alto grado de especialización de profesionales de la medicina o de un piloto de aerolínea comercial, en cambio prefería que un completo advenedizo se hiciera cargo de los destinos de la nación.
De esta peculiar actitud social fue objeto Guatemala, nación diezmada por la inseguridad, falta de oportunidades, precariedad económica y escaso desarrollo institucional, todo lo cual ha contribuido a una autentica cultura de corrupción. De lo anterior no escapa la influencia que ha ejercido Estados Unidos en las últimas décadas, cuyos gobiernos moldearon en gran medida el presente de Centroamérica, al auspiciar golpes de Estado como el de Jacobo Arbenz (acusado de comunista), que directa o indirectamente sentaron las bases para un clima de inestabilidad que ha sido constante en dicho país.
La espiral en la que se ha visto envuelta Guatemala terminó por beneficiar el ascenso del actual mandatario, Jimmy Morales, quien sacó provecho al clima de descontento social a raíz del caso “La Línea” por el cual resultaron depuestos el presidente Otto Pérez Molina y la vicepresidenta Roxana Baldetti. El grado de corrupción estatal que dio al traste con los citados mandatarios permitió que Morales, ajeno a la clase política tradicional, se erigiera como digno representante de la voluntad popular contra la elite corrupta. Eso estaría por verse.
En este punto resulta incuestionable el rol que ha desempeñado la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), que se convirtió en un aliado coyuntural de las aspiraciones de Jimmy Morales, siendo clave en la investigación que desembocó en la renuncia y detención de Pérez Molina, así como la de Roxana Baldetti, y en casi la totalidad del gabinete de gobierno, empresarios aliados, entre otros. Sin embargo, el actual mandatario pronto notaría que la CICIG no es dada a los villanos favoritos, convirtiéndose él en el centro de nuevos escándalos de corrupción.
Sucede que dicha Comisión, que es el resultado de una labor conjunta entre el Estado guatemalteco y las Naciones Unidas, fue creada con un alto nivel de autonomía que le ha permitido ser clave para desmantelar toda una red estatal de sobornos, financiamiento ilegal, tráfico de influencia y crímenes, procesando y poniendo tras las rejas a un aproximado de 650 personas. De ahí que, tras una acusación contra el hermano, padre y uno de los hijos del actual mandatario, por formar parte de un fraude fiscal, Jimmy Morales se decidiera a enfocar sus esfuerzos en expulsar al CICIG.
Pero eso no sería todo, Morales también sería acusado de financiamiento ilícito durante la campaña que lo llevó a la presidencia, caso que lo pondría ante la posibilidad de un juicio político, que finalmente pudo evitar gracias a su mayoría en el Congreso. Producto de las persistentes acusaciones el gobierno guatemalteco inició una campaña de boicot contra la Comisión, incluyendo la culminación de sus operaciones en el país y cuestionamientos a su principal responsable, Iván Velázquez, quien fue expulsado del país y se le prohibió su reingreso.
Según el mandatario, la CICIG ya había cumplido su rol tras algo más de 10 años de labor, por lo que ya sus investigaciones estaban “atentando” contra el orden, la institucionalidad y soberanía nacional. La decisión del ejecutivo fue enfrentada por el Tribunal Constitucional, que recordó que el mandato del CICIG tiene vigencia hasta el 3 de septiembre del 2019.
A propósito de las discrepancias, en Guatemala comenzó a plantearse la idea de que, lejos de ser una solución, Morales ha sido parte fundamental de todo un entramado estatal, sustentado en el personalismo político y una red clientelar, que procura sostenerse al desarticular los sistemas de contrapeso, en especial la justicia. Por ello no sorprende que para octubre pasado la Cancillería guatemalteca cancelara el visado y dejara sin respaldo diplomático a unos 11 miembros de la CICIG, y para finales del 2018 el gobierno volvería a solicitar el cese de la Comisión.
Nueva vez la acciones de Morales encontraban resistencia, esta vez del propio secretario general de la ONU, Antonio Guterres, quien rechazó la medida y el creciente acoso contra funcionarios de la Comisión por parte del gobierno, muchos de los cuales, incluyendo Velázquez, aún permanecen fuera del país. Lo preocupante de todo lo anterior, es que las tensiones se han prolongado al punto de coincidir con la convocatoria en los próximos días de las elecciones generales para junio 2019, lo que afecta notablemente a la actual gestión.
No cabe dudas de que el tema corrupción será eje central de los debates de cara a la presidencia, tomando en cuenta el notable retroceso que ha habido en el combate contra dicho flagelo, bajo el gobierno de quien fuera “el candidato del pueblo”, una persona cuyo discurso populista fue sinónimo de esperanza para la nación. Así pues, Guatemala intentará resistir al actual ambiente de tensión y ocultamiento, con las miradas puestas en un posible viraje de escenario, si la exfiscal Thelma Aldana (aliada de la CICIG) resulta electa Presidenta.