Opinión

En el ámbito político de los nuevos tiempos en el país se pueden identificar tres grandes triunfos, o las derrotas, como se quiera ver, que son el retorno al poder del fenecido ex presidente Joaquín Balaguer en 1966 después que fuera sacado del país tras la caída del dictador Rafael Leónidas Trujillo y la firme decisión de la oligarquía de impedírselo para ellos asumir el control del Estado por más de 20 años.

Otra es la sepultura política que ha significado para los Partidos Reformista Social Cristiano, después de más de 20 años de ejercicio en el gobierno y la del Partido Revolucionario Dominicano, después de 12 años de gestión, una de ocho y otra de cuatro; que el gobernante Partido de la Liberación Dominicana después de obtener el 13% en las elecciones del 1994, que muchos advirtieron como una sentencia lapidaria, emergiera bajo la conducción de Leonel Fernández y se haya revertido ese proceso hacia el sepulcro, y convertido en un ciclón batatero que no ha dejado a sus oponentes levantar cabezas, a pesar de haber cambiado de nombre.

Pero si esos fenómenos políticos fueron apoteósicos, impresionante y fascinante fue la gesta victoriosa de la contienda cívica del 1996, cuando tanto en el país como a nivel internacional se entendía como un formalismo institucional para que el líder de las grandes masas, vicepresidente mundial de la Internacional Socialista y presidente para América Latina, dueño absoluto del Partido del Jacho Prendió, que tenía una forja de casi un 40% de los electores, José Francisco Peña Gómez fuera derrotado en forma aplastante y lastimosa por el gran líder de los nuevos tiempos, Leonel Fernández.

Este hombre, que como figura carismática despierta las pasiones más vibrantes de adhesión y adversidad, fue blanco de una descomunal campaña de denuestos, infamias y medias verdades que no fueron suficientes para tumbarlo, aunque justo es reconocer que recibió golpes tan contundentes que le dejaron mareado.

Pero hoy, a un año de las elecciones, Leonel luce erguido, incontenible, sólido, como Napoleón Bonaparte en 1815 cuando tras dejar la isla de Elba, donde había sido desterrado por más de 9 meses, emergió triunfante y subió las escalinatas del Palacio de Las Tullerías, donde un tiempo atrás le habían cerrado las puertas.

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