Hablan los hechos

Apenas 17 minutos de transmisión en vivo bastaron para recordarnos lo peligroso que puede ser el mundo cuando se conjugan en un mismo lugar el odio, ideologías extremistas y la falta de prevención por los servicios de inteligencia. Así quedó evidenciado el pasado viernes, cuando dos mezquitas islámicas en Nueva Zelanda se convirtieron en el objetivo de un supremacista blanco, que abrió fuego indiscriminado contra los feligreses.

Con un saldo de al menos 50 muertos y una veintena de heridos, el ataque llevado a cabo por Brenton Harrison Tarrant, un australiano de 28 años de edad, trae nuevamente a colación el debate sobre los niveles crecientes de xenofobia a nivel mundial. Esto quedó evidenciado en las proclamas que compartía Tarrant en su cuenta de Facebook, donde señalaba como un objetivo a los musulmanes, por considerarlos “grupo de invasores más odiado en Occidente y que buscan reemplazar étnicamente a mi propia gente”, reivindicando con ello su defensa a la “jerarquía racial” de los blancos.

Por si fuera poco, agregado a esos alegatos, el autor de estos atentados confiesa haberse inspirado en la teoría del “Gran Reemplazo”, que defiende la movilización anti-islámica y la ofensiva contra esta comunidad, para evitar lo que temen será el “genocidio blanco”. Sin embargo, sus justificaciones no se detienen ahí, sino que también asegura haberse inspirado en un atentado cometido en el 2011 en Noruega por el extremista Anders Breivik, que asesinó 77 personas (la mayoría menores de edad), además de que dice ser un seguidor de Donald Trump.

Esto último pudiera ser una afirmación más entre las tantas que acumulará el expediente de Tarrant, sin embargo, son las reiteradas e inquietantes declaraciones que el mandatario estadounidense emite al respecto de esta clase de ataques terroristas (perpetrados por supremacistas blancos), lo que nos hace evaluar la responsabilidad histórica de Estados Unidos en este tenor. De hecho, recientemente fue frustrado un potencial atentado que sería cometido por Christopher Paul Hasson, un miembro de la Guardia Costera y autoproclamado supremacista blanco, que pretendía “asesinar a la mayor cantidad de personas posibles”, incluyendo gran parte de las principales figuras del Partido Demócrata.

Un caso sonoro fue el de Dylan Roof, quien en el 2015 asesinó a nueve personas afroamericanas en una iglesia en Carolina del Sur, inspirándose en una organización que se hace llamar “El Consejo de Ciudadanos Conservadores”. Lo cierto es que, al igual que los casos de Hasson y Roof, el uso de la violencia contra las minorías en Estados Unidos ha estado inspirada en proclamas de grupos de extrema derecha, que han legitimado el uso de las armas para defender alegada superioridad racial.

Retrotrayéndonos a sus orígenes, podríamos rememorar que la nación estadounidense lleva en su ADN fallas sociales, que en cuanto al tema racial, parecen casi irremediables. Estas heridas latentes quedaron al descubierto con la llegada de Obama a la presidencia en el 2008, una “hazaña” impensada medio siglo atrás, que en parte abonó el terreno para el ascenso 8 años después de un liderazgo y discurso totalmente opuesto, encarnado en la figura de Donald Trump.

En efecto, la movilización de los ciudadanos blancos, en especial aquellos que se han sentido amenazados por las transformaciones económicas y sociales propias de la globalización, han encontrado en el actual mandatario una justificación a la reivindicación pública del racismo y la xenofobia. Un ejemplo fue cuando en el 2017 se produjo una masiva manifestación de nacionalistas blancos, quienes buscaban impedir que se eliminara una estatua de Robert E. Lee, el general confederado cuya figura constituye un símbolo identitario de la extrema derecha estadounidense.

Esto así, pues Lee encabezó durante la Guerra Civil (1861-1865) la defensa de la forma de vida, producción y economía esclavista de siete estados del sur, que negaba todo derecho ciudadano a los afro-estadounidenses, marginándolos socialmente. Dicha práctica se vería perjudicada tras la abolición de la esclavitud promulgada por el entonces presidente Abraham Lincoln, sustentada en la Enmienda XIII de la Constitución de Estados Unidos, y la victoria de los estados de la Unión, que impusieron el desarrollo industrial por sobre el uso de mano de obra esclava.

No obstante haber concluido aquel sangriento acontecimiento, que se saldó la vida de más de medio millón de estadounidenses, lejos de subsanar los males de origen que había heredado la nación norteamericana tras su fundación, lo cierto es que la fractura social pasaría a una nueva etapa de resentimiento y terror. Es así como, usando la bandera confederada (rechazada en 1861 como bandera nacional por la Unión) pasó a representar, junto a la memoria de Lee, el máximo de resistencia por parte de los antiguos esclavistas, acompañando desde entonces a la organización supremacista más conocida de la historia estadounidense, el Ku Klux Klan.

Fundado en Tennessee tras la Guerra Civil, el “KKK” agrupaba a exsoldados confederados, que se resistían a ceder a la comunidad negra los derechos ciudadanos que por primera vez le confería la ley. Sus miembros legitimarían su accionar en la aplicación de las denominadas leyes “Jim Crow”, que entre sus preceptos apelaba por la reconocida segregación racial en los servicios y espacios públicos (incluido el ejército), así como comercios privados.

Sustentada en los códigos negreros existentes durante la primera mitad del siglo XIX, que coartaban libertades y derechos a los esclavos, estas leyes permitieron a los supremacistas blancos mantener marginada a la comunidad negra durante casi 100 años luego de la abolición de la esclavitud. En ese contexto tendría especial incidencia el Ku Klux Klan y otras agrupaciones de extrema derecha, que han servido de estímulo a ataques como el ocurrido en Nueva Zelanda, y que seguiremos analizando en una próxima entrega.

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