“Los supremacistas blancos han sido responsables de más muertes en Estados Unidos, que la suma de todos los atentados de origen islamista en dicho territorio”.
Con esa conclusión ampliamente documentada por el instituto Iniciativa para una Justicia Igualitaria, con sede en el estado de Alabama, pretendemos poder brindar una idea de la magnitud del impacto social de una práctica tan brutal como cuestionable, que se tornó común en los estados del sur luego de la Guerra Civil. Hablamos pues de los linchamientos, un método de asesinato e intimidación que tan solo entre 1877 y 1960 se saldó con unas 4,500 víctimas afroamericanas, dentro de un ambiente de complicidad judicial y aceptación social.
Esta “Era del linchamiento”, fue quizás la versión más oscura de aquel sistema de “castas” establecido a raíz de las ya citadas leyes Jim Crow, que poco o nada les diferenciaba de los argumentos étnicos en los que se sustentaban social y racialmente el nazismo en Alemania o el apartheid en Sudáfrica. Tal como sucedió en épocas en que imperaron estos dos últimos sistemas de gobierno, que también dan cuentas de la superioridad de la barbarie racial de los extremistas blancos, cuando se compara con la mortalidad de los ataques de origen islámico, los linchamientos en Estados Unidos se realizaban bajo una suerte de espectáculo público, donde participaba parte de la sociedad.
Durante la primera mitad del siglo XX el grupo supremacista Ku Klux Klan, ampliamente conocido por sus icónicas capuchas blancas en forma de cono y sus rituales nocturnos (recordados por la quema de cruces), llegó a aglutinar unos 4 millones de miembros, muchos de los cuales lograron infiltrarse en los estamentos políticos estadunidenses. El temor que infundían sus miembros a lo largo y ancho de los estados del sur, fue lo que provocó la movilización masiva de unos 6 millones de afroamericanos (la mitad de la población negra del sur) hacia los estados del norte, en lo que se llegó a denominar “la gran migración”.
Desde entonces, con la lucha por los Derechos Civiles, que tuvieron su mayor impacto durante las presidencias demócratas de John F. Kennedy y Lyndon Johnson en los años 60´s, pareciera que la aceptación social del Ku Klux Klan iba en descenso, y que Estados Unidos entraba en una nueva era de convivencia social. Sin embargo, los asesinatos de exponentes de aquellas reivindicaciones como Malcom X y Martin Luther King, serían apenas el inicio de un período en el que el resentimiento racial se manifestaría desde la clandestinidad.
Es así cómo para la primera década del siglo XXI, a pesar de haberse debilitado sustancialmente en las pasadas cuatro décadas, el KKK aun contaba en Estados Unidos con unas 40 células que en su totalidad albergaban aproximadamente 7,000 miembros activos. Lo anterior explica el porqué, a pesar de haber representado Barack Obama una suerte de superación de aquellas barreras raciales, que limitaban a los afroestadounidenses a una posición de segunda categoría social, en realidad no había hecho más que revivir viejos temores entre quienes se vienen sintiendo desplazados por la movilidad social de las minorías.
Así quedaría evidenciado cuando su sucesor a la presidencia, Donald Trump, comenzó a movilizar a través de su discurso a sectores blancos rurales, que ven a negros e inmigrantes como los principales responsables de su degradación social. De hecho, en la actualidad, tras poco más de 150 años de existencia, los Leales Caballeros Blancos del KKK, como se hacen llamar formalmente, han vuelto a recuperar cierto vigor y alegan sentirse legitimados en el discurso xenófobo del actual mandatario.
Hoy por hoy, el KKK es el grupo supremacista blanco más notorio, seguido por un estimado de otros 780 agrupaciones extremistas dentro de Estados Unidos, 72 de los cuales tienen vínculos directos con esta agrupación. Según se estima, le siguen unos 140 grupos de orientación neonazi; 120 que pertenecen a los llamados “cabezas rapadas”; 115 son de carácter nacionalista, y así sucesivamente.
Usando las redes sociales como un canal predilecto para difundir sus ideologías, estas agrupaciones se han agenciado la simpatía de sectores que normalmente no lo expresarían en público, y se escudan en la 1ra. enmienda de la Constitución estadounidense para emitir abiertamente sus ideologías. De ahí el éxito por ejemplo de Derecha Alternativa (Alt-right), que de la mano de Milo Yiannopoulos procuran “salvar la civilización tradicional occidental” y han profesado su apoyo incondicional a Donald Trump.
De la misma manera se han manifestado agrupaciones neonazis, como el Consejo de Ciudadanos Conservadores, agrupación segregacionista fundada en 1985; el Movimiento Nacional Socialista, fundado en 1994, que cuenta con representación en unos 30 estados; y el Partido Estados Unidos Libertad, fundado en el 2009. Todas estas agrupaciones tienden a escudarse en una recurrente victimización, al tiempo que buscan legitimar sus discursos y accionar proclamándose salvadores del statu quo de los blancos.
Naturalmente estos grupos han visto el proceso de globalización y la incursión de las nuevas tecnologías como causantes de su status social, acusando a los gobiernos de ser complacientes con las minorías y la creciente inmigración. Este discurso ha sido fundamental para Brent Tarrant, que entre sus manifiestos que antecedieron al atentado cometido en las mezquitas de Nueva Zelanda, alega estar preocupado por la “extinción de los blancos”.
Sigue siendo una incógnita el que, a pesar de los manifiestos expuestos públicamente por Tarrant en su red social de Facebook, este no hubiese levantado sospecha entre las autoridades previo a los atentados, lo que evidencia lagunas en servicios de inteligencia que han dedicado sus recursos, casi de manera exclusiva, a las “amenazas” de origen musulmán. Tal debilidad ha generado rechazo, a sabiendas de que grupos de supremacistas blancos incurren frecuentemente en actos de violencia selectiva contra minorías étnicas en dicho país. Una preocupante realidad que parece destinada a seguir creciendo, conforme se acrecienta la desigualdad a nivel mundial.