Un curioso e inolvidable comentario tuvo lugar en una entrevista realizada en el 2017 por el cineasta Oliver Stone al presidente ruso, Vladimir Putin, cuando éste último dio a conocer que a finales de los 90´s, durante su primer mandato, aprovechó una cumbre en Moscú para proponer a su par estadounidense Bill Clinton, la posibilidad de que Rusia eventualmente formara parte de la OTAN. Según confesó el propio Putin, este planteamiento puso muy nerviosa a aquella delegación estadounidense. Y no es para menos…
Paradójicamente la institución a la que hizo referencia el mandatario ruso, estuvo arribando la semana pasada a su 70 aniversario, exhibiendo una nutrida trayectoria histórica, que como toda curva evolutiva le ha llevado del prestigio inicial, a los cuestionamientos internacionales y perjudiciales fricciones internas que amenazan su permanencia. Esto explica el que tan relevante acontecimiento, apenas haya sido celebrado bajo una “Cumbre Ministerial”, a la cual no asistieron los mandatarios de los Estados miembros.
Ahora bien, para poner un poco en contexto aquella reacción estadounidense a la propuesta de Vladimir Putin, comenzaríamos por indicar que la Organización del Tratado del Atlántico Norte, fue fundada el 4 de abril del 1949 con el interés primario, no solo de fomentar la integración político-militar europea, sino el de frenar y disuadir la expansión de la entonces Unión Soviética, hoy Rusia. Desde entonces, la OTAN se constituyó en una de las principales garantes del orden global internacional instaurado tras la Segunda Guerra Mundial, mediante el cual Estados Unidos proyectó su liderazgo en todo occidente.
Para el momento de su creación, el mundo había pasado a configurarse bajo un esquema internacional bipolar, donde dos sistemas antagónicos política, económica y culturalmente, se repartieron el mundo tras la derrota de los nazis en Europa y del Imperio japonés en el pacifico. De ahí que los miembros originales, conformados por Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Canadá, Bélgica, Italia, Dinamarca, Portugal, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos e Islandia, acordaran en su artículo 5 la defensa mutua ante cualquier amenaza o ataque proveniente de la Unión Soviética, que había pasado a ser la nueva “amenaza al mundo libre”.
Ese vínculo primario entre Estados Unidos y Europa, había tenido como antecedente un primer ensayo, cuando bajo la administración de Woodrow Wilson la nación norteamericana se sumó a la Primera Guerra Mundial, representando una movida decisiva en el conflicto y posterior proceso de paz. A pesar de los ideales multilaterales enarbolados por Wilson, que estuvieron presentes en las motivaciones que dio origen a la antecesora de la ONU, la Sociedad de Naciones, el Congreso estadounidense decidió retomar la postura aislacionista respecto a Europa, que había primado desde la presidencia de George Washington.
Sería dos décadas después cuando, tras sufrir un devastador ataque en su base naval del Pacifico, ubicada en Pearl Harbor, cuando Estados Unidos tomaría nueva vez un rol decisivo en el escenario internacional, con la diferencia de que esta vez llegaría para quedarse. Inicialmente el entonces presidente, Franklin D. Roosevelt no favorecía la permanencia estadounidense en una Europa de posguerra, a pesar de que las conferencias de Yalta y Potsdam dejaban sobre la mesa la futura división del Viejo Continente, teniendo a Alemania como epicentro.
Sería tras su muerte poco antes de finalizar el conflicto, cuando su sucesor Harry Truman puso en marcha la estructura geopolítica que moldearía el mundo tal cual lo conocemos hoy en día, donde tuvo gran incidencia el “Plan Marshall” de rescate de Europa y la creación de la OTAN, cuyo primer Comandante Supremo fue el venerado general y posterior presidente de Estados Unidos, Dwight Eisenhower. En respuesta a la amenaza para sus intereses regionales que representaba esta alianza, la Unión Soviética creó en 1955 el Pacto de Varsovia y posteriormente en 1961 erigió el Muro de Berlín, ambos símbolos inconfundibles de la Guerra Fría en Europa, que se prolongó por poco más de cuatro décadas (1945–1989).
Durante los años subsiguientes, tanto la OTAN como el Pacto de Varsovia se esforzaban por extender sus influencias y presencia militar en el Continente europeo hasta que, tras la caída del Muro de Berlín y el posterior colapso de la URSS, se produjo un vacío sustancial, que dejó a la OTAN sin un objetivo aparente que justificara su existencia. Fue así cómo, según vaticinaba el célebre estratega geopolítico, Zbigniew Brzezinski, la estrategia de occidente proyectada a través de la OTAN, tuviera como próxima tarea ampliar progresivamente su órbita hacia el Este.
En el afán de adjudicarse nuevos miembros entre las Repúblicas surgidas a raíz de la desintegración de la ex Unión Soviética, Estados Unidos y sus aliados europeos se enfrascaron por primera vez en combates dentro del Continente, quizás a sabiendas de que ya no contaban con un enemigo de envergadura al que temer. De esta manera, enarbolando los principios de libertad y democracia, incursionaron militarmente en los Balcanes y Yugoslavia, lo que planteaba una provocación a la de por si deteriorada influencia rusa, y que más adelante incidiría en la contraofensiva rusa escenificada en Georgia y Ucrania.
Actualmente la incidencia de la OTAN va más allá de las fronteras europeas donde, acogiéndose al artículo 5, se les ha visto participar en combates en Afganistán y Libia. Por si fuera poco, también cuenta con “socios globales” que, a parte de los 29 miembros actuales, contribuyen con respaldo militar y político internacional, entre los que están Australia, Japón, Corea del Sur, Nueva Zelandia, Irak, Pakistán, Afganistán y Colombia.
No obstante mantener su dominio, es conocido el desgaste y las problemáticas que hacia lo interno acosan a la OTAN, que van desde las continuas embestidas del presidente Donald Trump, a propósito de los aportes financieros a los que se comprometen los miembros que debe rondar el 2% del PIB, hasta la búsqueda europea de un ejército propio que les permita contar con autonomía estratégica.
Las expectativas en torno al 70 aniversario han sido muchas, en especial la de crear las condiciones para restaurar la alianza occidental. Bien explica el actual Secretario de la Organización, Jens Stoltenberg, que “La fortaleza de una nación no se mide solo por el tamaño de su economía y su poder militar, sino por su número de amigos”.
El problema es que ante una Europa que ya no es el centro de la lucha de poder que fue en el pasado, descifrar el futuro de la OTAN luce cada vez más retador.