León Bosch: pinta y narra la realidad dominicana.
Por Ángel Garrido
Cuando se puso en circulación en Madrid su novela La taberna del corsario, León Bosch se reconcomió en la presunta escasez oral de su oficio más celebrado:
“Los pintores tenemos fama de parcos”, dijo. Nunca lo fue Dalí donde lo dejaran hablar, pero no hay duda de que el pincel subsume la oralidad de quien como León lo maneja con encomiable destreza. Pablo Picasso decidió una vez publicar un libro contentivo de ilustraciones de su pintura. Buena idea, pero parecía un tanto díscola cuando decidió que el prólogo a dicho libro lo escribiera su amigo torero Luis Miguel Dominguín:
—¿Cómo se te ocurre? Yo no soy sino torero —argumentó en el acto con más razón que vergüenza Dominguín.
—No, No. Tú eres mi prologuista elegido. Escríbelo —insistió Picasso, cuyas órdenes jamás desacató español alguno con opción a verlo de cerca.
Buenas fueron tortas y el libro se publicó y se tradujo a distintos idiomas, incluidos el japonés y el mandarín. Lo que sí tomó por sorpresa al pintor fue la tarde en que su amigo torero y prologuista invitado le espetó a quema ropa los beneficios de un hecho consumado: “Mi prólogo es lo más importante de tu libro”.
—¿Qué me dices? ¿Qué cuentas me sacas? —quiso saber el malagueño saleroso.
—Lo que has oído —reiteró su amigo torero—: que mi prólogo es la única parte de tu libro que ha sido traducida a todos los idiomas.
La aclaración de Dominguín le arranco a Picasso una sonrisa de consentimiento, seguro como estaba de que acaba de oír la única mentira que era verdad en toda la historia humana: el libro se vendía porque era obra de Picasso; pero lo único en el texto susceptible de ser traducido a otros idiomas era el prólogo de Dominguín.
La segunda gran mentira pictórico-literaria en los anales de la humanidad es la presunta parquedad de León Bosch.
Cuando un buen traductor se embarque en las casi 400 páginas de La taberna del corsario, experimentará una satisfacción en la misma dirección de la que ya tuviera hace decenios Pablo Picasso, pero en sentido contrario: ni siquiera la página inicial de la novela de León, escrita a manera de prólogo, es obra de torero alguno.
Frente al lienzo, diana de los dardos de su pincel, León se economizó mil reflexiones que habían de materializar más tarde en su novela.
Al final de su obra narrativa, ya a manera de epílogo en la página 393, León le niega a su novela marco cronológico. Hace bien. El novelista no tiene por qué enredarle al lector la cabuya con cronologías historiográficas. En realidad, el almanaque nunca le ha quitado el sueño a León, como no sea para amarrar hechos concretos, como lo hizo pintado de azul hace muchos años cuando un amigo griego que le regaló una valiosa colección de música de la antigüedad quiso fechar el inicio de la amistad entre ellos dos: “¿Cuántos años hace que somos amigos, León?
Fue entonces cuando su fértil imaginación de futuro novelista lo retrotrajo al período de la Edad de Hierro en el cual los cronistas de todos los tiempos historiados de la humanidad le asignan proís al dios Apolo de la música, la lira y todas las artes bellas en general: “Hace sólo 3,180 años que somos amigos”, le recordó León a su amable anfitrión, que como buen griego se tragó la fecha con la naturalidad casera de un seibano que degusta mabí de palo.
Pero ojo con la anarquía cronológica de León, porque justo al inicio de su novela enmarca a Manfredo, uno de los personajes protagónicos de la obra, con la precisión acrisolada de un tenedor de libros: “Amanecía el 31 de diciembre del año 1979 después de Jesús, el hijo amado del Señor. Manfredo despertó, dejó la cama, se cubrió con la misma sábana que lo protegía del fresco nocturno y caminó hasta una ventana abierta”.
A cuál de los dos leones hemos de creerle mientras nos adentramos en el fascinante mundo de su novela. La pregunta es retórica y nadie tiene que respondérsela a nadie. Pero sentemos de entrada la premisa de que el León historicista es compatible hasta su más acabada totalidad con el León anacrónico. Y si alguien quisiera contradecirnos, le atravesaríamos a la pelota el bate de Gabriel García Márquez para que ajustara cuentas con él: “El novelista puede decir todo lo que desee, siempre y cuando logre hacerlo creíble”.
En esa capacidad de León para hacer creíbles los sueños más calenturientos de su desbordante imaginación, y atarlos luegos con los cabos sueltos de la increíble cotidianeidad dominicana, radica la característica más atractiva de su prosa narrativa.
Vuelve León en el auto prólogo a ser presa de la historicidad que lo embarga. Al referirse al hallazgo del manuscrito de su novela, que nunca fue obra del historiador musulmán Cide Hamete Benengeli citado por Miguel de Cervantes Saavedra para añadirle historicidad a su inmortal don Quijote, regresa nuestro narrador a por sus trece:
“El hallazgo llegó a mis manos porque soy uno de los escogidos para investigar nuestro pasado. La humedad dañó muchas de sus páginas y quienes les presten atención, verán el esfuerzo realizado para ubicar los nombres de las naciones que ya no existen y, los gentilicios de sus gentes, por lo poco que sabemos sobre las épocas anteriores”.
Con esa pirueta metaficcional Bosch nos retrotrae a la metonimia y antroponimia de épocas no por necesidad tan remotas como si quisiéramos saber a quienes carajos iba dirigida la carta que el apóstol Pablo escribiera a los efesios o en qué lugar del Planeta se detuvo el caballo de madera que Homero metió de contrabando en Troya. No. No es necesario ir tan lejos. Pregúntese qué se anexó Hitler en los pródromos de la guerra mundial segunda cuando se anexó los Sudetes o cuántas naciones surgieron el otro día luego del desmembramiento de la Yugoeslavia del mariscal Tito.
En la margen occidental del río Ozama próximo a su desembocadura en el mar Caribe hay un árbol de ceiba encascado en hormigón en el cual la tradición asigna proís a la carabela en la cual navegaba Colón. No lejos de esa con verdad o sin ella histórica ceiba; con sobradas evidencias en sus manos, Bosch le asigna proís a su taberna. Hablamos del mismísimo casco antiguo de la ciudad primada de América donde los piratas en dos pies o cojos con pata de palo hacían de las suyas y malograban las ajenas siglos antes que Joan Manuel Serrat le atribuyera a cada uno de ellos un lorito de habla francesa.
Bosch no precisaba lugar más oportuno para contar en la concurrencia de su novela a personajes que llamándose Juan se conocieran por Yuan en honor a la fonética inequívoca de su dicción extranjera. Incluso con una curiosa nota al calce en la página 13 que en otras circunstancias distintas de las señaladas en la pirueta metaficcional del preindicado auto prólogo quitaría al texto fuerza novelesca.
A lo largo de su novela aparecen personajes que de una manera u otra se suman tanto a la clientela como al quehacer de la taberna. Harry, británico y socio de Yuan, habla con Manuel de ruidos en las paredes del local que el amigo atribuye a las ratas, pero que Harry asocia a los proverbiales espíritus y fantasmas de antiguas viviendas y castillos de su natal Inglaterra.
Ya desde el primer capítulo de su obra Bosch logra en la taberna el ambiente familiar de amigos que medran en los probables beneficios del establecimiento comercial. Amigos que ordenan la cena colectiva para celebrar el Año Nuevo, y que se disputan y comparten entre socios el sufragio del costo de dicha cena. No sólo por lo dicho, que también, sino además por la entrañable confraternidad entre los que participan del ambiente festivo y la cena colectiva, hasta la indisposición de ánimo de la bella Mirian cuyo malestar repentino le impedía llegar a su hogar distante. Manuel le ofrece albergue en su apartamento cercano, y se disculpa de los demás contertulios por el tiempo necesario para poner a salvo a la amiga indispuesta.
Las Sagradas Letras del cristianismo comparan con anillo de oro en el hocico de un cerdo a la mujer hermosa carente de discreción. Cuando Manuel regresa a la mañana siguiente a su apartamento echa de ver a Mirian. De ella encontró sólo una nota manuscrita de gratitud que le ganaba las albricias de un nuevo reencuentro.
Los personajes femeninos en la novela de Bosch se ambientan con hechos propios e independientes dentro de la masculinidad que se les opone y las complementan. Susana, que trabaja en la taberna, deja sobre la mesa una cerveza y se retira con gestos que llevan a Yuan a indagar con Manfredo, que la objeta por joven, si había percibido su hermosura en el contorneo de su de cuerpo: “Mujer que al andar culea, bien se ve lo que desea”.
En general, tanto las unas como los otros llegan a la taberna con su currículum vitae de la calle, lo mismo si Manfredo realiza al por mayor una transacción de joyas a un cliente escandinavo que si el poeta, que ve musa dondequiera que haya falda, aporta sus versos para el deleite de la concurrencia.
El personaje protagónico de Alberto, Al entre sus íntimos, alcanza a lo largo del texto momentos de verdadera reviviscencia espiritual. Cuando Rey le cuestiona acerca de a qué se dedica afirma con presteza y prontitud: “A buscar a Dios”; pero a renglón seguido matiza que si Rey se refiere a la manera en que sufraga sus gastos, él es artesano.
A Bosch le importa la densidad sociológica de los caracteres centrales de su obra. No es de extrañar. Se trata de un artista del lienzo que ha visto siempre en cada píxel de sus trazos magistrales el entorno grande donde materializa su afán pictórico. A Roma llegó de joven en busca de las huellas imborrables de los maestros más celebrados. Claro, regresó más tarde a menor distancia de ellos y la nostalgia le obnubiló el recuerdo: “Roma ha cambiado mucho”, me dijo a su regreso. Le cambié la confesión por una sonrisa aprobatoria:
—Es la misma Roma de Julio César: el que ha cambiado eres tú —le aseguré.
Los personajes de La taberna del corsario se juegan el destino en cada transacción comercial y en cada piropo, en cada beso, en cada verso, en cada encuentro y el lector queda atrapado en la búsqueda incesante del desenlace final que cambia de lugar en el horizonte como la utopía en el ejemplo alentador y edificante del maestro de la realidad que algunos identifican con la ironía Eduardo Galeano.
Discípulo genético y de crianza de José Martí, para Bosch la importancia estriba en poder sentir, y lo pone por obra al lado del eximio maestro y conductor del largo y costoso proceso independentista de Cuba: “Lo importante es sentir, que todo lo que se siente de nuevo, es nuevo”.
El poeta era entre ellos el invitado de honor que aportaba versos con la figura de su amada de fondo contra la montaña verde que al guandul daba prado, y que libaba vino con el regusto papilar con que durante largos años lo hizo don José Rodrigues, el portugués de Casa Velázquez amigo de León en la vida real que compartía con todos la receta vinícola de la preservación de la salud: “Si un día tu cuerpo te pide vino, dale vino”, recomendaba con absoluta lealtad a su patria lusitana, “y si al día siguiente te pide agua: dale vino, que no siempre se debe complacer al cuerpo”.
Los personajes de León Bosch tienen una irresistible vocación de vasos comunicantes. Es Bosch mismo vuelto literatura. Cuando entre tres o más amigos comunes, uno de ellos no da lo mejor de sí mismo para comunicar a dos o más de ellos entre sí, o para subsanar una desavenencia entre ellos, es claro que se siente inferior a cualquiera de las partes restantes. La grandeza humana quiere a los grandes dentro del mismo vehículo, así se corra el riesgo de que en caso de accidente físico, que por demás jamás podría ocurrir en sentido abstracto, se pierda demasiado de golpe y porrazo: dime a quiénes coñazos has unido, y sumaré sus aportes respectivos a la humanidad para saber quién carajo eres.