Opinión

Finalizando el verano de 1961, y transcurridos tres meses del ajusticiamiento del tirano Rafael Leonidas Trujillo, dábamos inicio a la carrera de medicina, en la entonces Universidad de Santo Domingo. Apenas cumplía los 16 años por lo que un periódico estudiantil hizo una caricatura en la que me presentaba echado en una cuna de la facultad.

Ello contrastaba con otro aspirante a médico que había contado ya 68 abriles y a quien cariñosamente apodábamos “abuelito”. El compañero Marchena, que así era su verdadero apellido, atendía a la cátedra de anatomía dictada por el Dr. Mairení Cabral Navarro en la recia hora postprandial de 2 a 3 de la tarde.

Huelga decir que gran parte de la magistral disertación se la pasaba el “abuelito” en siesta. Despertaba justamente faltando unos cinco minutos de clase, levantaba la mano para hacer su acostumbrado comentario con el estribillo siguiente: “Debido a que el tiempo transcurre de una manera tan vertiginosa…”.

Por coincidencia, media hora más tarde y a través de La Voz Dominicana, el locutor Manuel Antonio Rodríguez, alias Rodriguito, cerraba su programa El Informador Policíaco con esta expresión: “Y la vida no se detiene, prosigue su agitado curso”.

Si en la segunda mitad del pasado siglo ambos sujetos se quejaban de la brevedad del tiempo, ¿Qué dirían si vivieran en pleno siglo veintiuno?

Tan rápido transcurre el tiempo y son tantos los hechos que suceden simultáneamente en el mundo que se ha vuelto tarea de titanes mantenerse al día con las noticias que acontecen en los distintos campos del quehacer humano.

Seguir el curso de las ciencias obliga a buscar atajos y auxilio tecnológico, si es que no deseamos morir ahogados por la avalancha de información que se nos viene encima. Apenas hay espacio para ingerir, pero no así para digerir el variopinto noticioso.

Fácilmente quedamos saturados con datos tan diversos y contradictorios que una especie de parálisis momentánea nos impide distinguir lo verdadero de lo falso, espacio que lo ocupa el escepticismo, la duda, o peor aún, el radicalismo.

Volviendo al aula universitaria, recuerdo a los catedráticos con su caja de tizas a colores y un borrador, llenando una gran pizarra con esquemas, dibujos y resúmenes para hacer más digerible su mensaje educativo.

Décadas más tarde, la era de la informática nos traería las presentaciones de PowerPoint como sustituto de la vieja pizarra. Luego se sumó el vídeo como auxiliar para una comprensión más dinámica de la enseñanza.

La pandemia del coronavirus ha forzado la popularización de las vIdeoconferencias para reducir el peligro de contagio que el conglomerado real acarrearía.

La profundización en los temas es asunto del paleolítico, el cliente prefiere el mensaje abierto, breve e intenso, para ello nada mejor que las redes sociales, y entre ellas el Tik Tok. Así como las modas en el vestir y el calzado son de corta duración, igual sucede con la tecnología que rápidamente se torna obsoleta en la moderna sociedad del consumo.

Nada es tan bueno que no contenga una que otra impureza. Como enorme polvareda que se levanta ante nuestra vista, la variedad y la cantidad de datos que se nos ofertan son tan veloces, que casi deja de ser tarea de humano distinguir lo verdadero de lo falso, lo real de lo virtual.

Mirando tal escena, uno se pregunta: ¿Se trata de algo pretérito, presente, o del futuro?

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