Por: Víctor Manuel Grimaldi Céspedes | Recuerdo esos días de Noviembre 2015 como si hubieran ocurrido anoche. Roma estaba tensa. Faltaban pocas semanas para el inicio del Jubileo de la Misericordia convocado por el Papa Francisco, un acontecimiento que movilizaría a millones de peregrinos de todos los continentes.
La seguridad en torno al Vaticano se había vuelto una prioridad nacional. Italia había activado planes de emergencia que involucraban al Ejército, a los Carabinieri y a la Policía Nacional; la Santa Sede, por su parte, coordinaba con discreción reforzamientos excepcionales en la Gendarmería Vaticana.
Pero eran visibles jeeps del ejército en las entradas de la Ciudad del Vaticano y desde entonces, 2015, la Avenida de la Conciliazione quedó cerrada al tránsito de vehículos.
Una noche, los carabinieri perseguían a un hombre por Via di Porta Angelica. Yo residía en el número 63, a escasos pasos de la columnata de Bernini. El rumor de pasos acelerados y órdenes gritadas rompió la quietud nocturna. Aquel sospechoso llevaba una lata grande con combustible. Los agentes ingresaron al edificio y registraron los seis pisos, tocando puertas, revisando escaleras, balcones, sótanos. El individuo, finalmente, había seguido de largo hasta la Plaza Risorgimento. Pero el susto quedó instalado en el ambiente. Era el clima de miedo de una Europa en sobresalto, apenas cuatro años después de la violenta oleada yihadista que había iniciado en 2011 en Siria e Irak.
La inteligencia italiana estaba en alerta máxima. Las autoridades convocaron entonces a todos los embajadores acreditados ante la Santa Sede, ante la FAO y ante el Quirinale. La reunión tuvo lugar en una sala amplia del Ministerio del Interior, presidida por altos oficiales del Estado Mayor italiano. Era necesario coordinar un Plan de Seguridad extraordinario para el Jubileo. El terrorismo yihadista ya había golpeado con fuerza en enero de 2015 en París, cuando los ataques contra la revista Charlie Hebdo y el supermercado Hyper Cacher dejaron 17 muertos y una Europa conmocionada. Pero lo peor aún estaba por ocurrir.
El 13 de noviembre de 2015, Francia vivió su noche más trágica desde la Segunda Guerra Mundial. Los ataques simultáneos en París, organizados por células vinculadas al Estado Islámico, marcaron un antes y un después en la historia de Europa. Una década después, París recuerda a las víctimas de los atentados que cambiaron para siempre la historia contemporánea del continente.
Diez años después, a partir de las 11:30 del pasado Jueves 13 de Noviembre, el presidente Emmanuel Macron, la alcaldesa Anne Hidalgo y asociaciones de víctimas se reunieron en la explanada del Estadio de Francia, en Saint-Denis, para honrar a la primera víctima: un ciudadano portugués que murió por una de las tres explosiones provocadas por terroristas suicidas que llevaban explosivos atados al cuerpo. Aquel fue el primer gesto de horror, la señal de que algo terrible estaba comenzando.
Más tarde, Macron e Hidalgo recorrieron las calles donde otro comando abrió fuego con fusiles de asalto contra las terrazas de cinco bares y restaurantes de los distritos X y XI. Fue un peregrinaje de memoria por Le Petit Cambodge y Le Carillon (12:30 h), La Bonne Bière (13:00 h), Le Comptoir Voltaire (13:30 h) y La Belle Équipe (13:50 h), lugares donde las placas conmemorativas guardan nombres que Francia jamás olvidará. Muchos murieron mientras conversaban, cenaban, celebraban un cumpleaños o simplemente compartían una cerveza con amigos. El ataque buscaba no solo matar: quería sembrar terror en la vida cotidiana europea.
La ruta concluyó en la sala de conciertos Le Bataclan (14:30 h), escenario del ataque más sangriento: tres yihadistas irrumpieron durante un concierto de rock y asesinaron a 90 personas. Los sobrevivientes describieron aquella noche como un infierno, una mezcla de disparos, gritos, olor a pólvora y desesperación. Fue allí, en ese espacio cultural y juvenil, donde Europa comprendió, de manera brutal, que el terrorismo había inaugurado una nueva fase: ataques coordinados, ejecutados por ciudadanos europeos radicalizados, con entrenamiento militar y con una logística sofisticada.
A François Hollande lo sorprendió aquella noche en un partido de fútbol en el Estadio de Francia. El sonido seco de las explosiones estremeció al país entero. El presidente fue evacuado discretamente mientras la multitud, confusa, escuchaba por primera vez la expresión “ataques coordinados en París”. La música cesó, los cafés cerraron, los teléfonos saturaron las redes y Europa entera permaneció en vilo hasta el amanecer.
El impacto de aquellos ataques no fue solo emocional o simbólico. Cambiaron leyes, reforzaron fronteras, multiplicaron operaciones militares en Siria, aceleraron colaboraciones entre servicios de inteligencia y transformaron la percepción del riesgo en ciudades históricamente consideradas seguras. París, Bruselas, Niza, Berlín, Londres y Barcelona serían golpeadas en los años siguientes, consolidando la idea de que el terrorismo había penetrado en el corazón de Europa.
Mientras tanto, en Roma, el Vaticano se preparaba en Noviembre 2015 para el Jubileo de la Misericordia. Los operativos de seguridad multiplicaron los controles, se instalaron detectores de metales, se reforzaron rutas de acceso y se ampliaron los anillos de vigilancia. La cooperación internacional, especialmente entre Italia, Francia, España y Alemania, alcanzó niveles inéditos. El recuerdo de los atentados de París influyó directamente en la gestión de seguridad del Jubileo.
Hoy, una década después, Europa vuelve la vista atrás. La memoria de los atentados es dolorosa pero necesaria. Las ceremonias de París no son solo actos de recordación: son un reconocimiento del valor de las víctimas, de los sobrevivientes y de los cuerpos de seguridad que actuaron esa noche. Y quienes vivimos aquellos días difíciles recordamos cada detalle, cada alerta, cada ruido extraño en las calles de Roma o París. Porque el terrorismo no solo mata: deja una memoria que nunca se borra. Deja cicatrices que se transmiten, silenciosamente, de generación en generación.
Europa ha cambiado. Francia ha cambiado. El mundo ha cambiado. Pero la memoria del 13 de noviembre de 2015 permanece como una advertencia y como un compromiso: el de nunca bajar la guardia frente al fanatismo, y el de defender, con serenidad y firmeza, los valores de la vida y la libertad.