Opinión

De conformidad con el diccionario Oxford, post-verdad fue el término más empleado en el 2016. Tuvo un incremento de más del 2000% con respecto a su empleo o utilización en el 2015.

Ese aumento se debió, fundamentalmente, a dos acontecimientos políticos que empezaron a gestarse durante esos años: el Brexit en Gran Bretaña, que marcó su salida de la Unión Europea; y la campaña electoral norteamericana que culminó con la elección presidencial de Donald Trump.

En ambos casos empezó a emplearse una técnica de comunicación que resultaba novedosa. Se intentaba apelar a las emociones de los electores, más que a su racionalidad, con la finalidad de inducirles a adoptar actitudes y comportamientos que entraban en conflicto con la auténtica realidad de la que formaban parte.

En el empleo de la post-verdad como técnica de comunicación, había, por vez primera en la historia, la utilización de un mecanismo que tenía como objetivo subordinar la verdad al interés del proyecto político que se estaba fomentando.

Podría considerarse que con la aplicación de esa técnica no se estaba haciendo nada nuevo. Al fin y al cabo, podría argumentarse, en eso precisamente ha consistido la mentira y la propaganda: en desinformar y manipular como forma de distorsión de la realidad.

Sin embargo, aunque tiene un parecido con la propaganda y la mentira, no es enteramente así, pues la post-verdad tiene un elemento singular que le caracteriza. Ese elemento consiste en que no solamente representa un desafío a la posibilidad de conocer la realidad, sino que, más bien, procura desconocer o negar su existencia como tal.

Eso, aunque tiene profundas raíces en la historia del pensamiento, nunca se había presentado como fenómeno social. Ha sido en tiempos recientes que ha empezado a tener incidencia e impacto en las nuevas formas de comunicación en el ámbito de la política.

Los que empezaron a acuñar el término de post-verdad lo hicieron imbuidos del buen propósito de poner de manifiesto la existencia de ese nuevo fenómeno, que consideraban como un grave peligro para el debido funcionamiento de la democracia.

Ahora bien, lo que resulta polémico o discutible, respecto del término de post-verdad, es su propio sentido semántico. Por el uso del prefijo post, podría considerarse que se trata de algo que viene después de la verdad. Pero, si puede haber un después, se supone que debe haber un antes. Por consiguiente, podría hablarse de una pre-verdad; y como a la verdad, se le opone la mentira, entonces podría decirse que hay una pre-mentira, una mentira y una post-mentira, todo lo cual, obviamente, resultaría en un solemne dislate.

Verdad y objetividad

La búsqueda de la verdad ha sido una preocupación constante en la historia de la filosofía y de la ciencia, lo cual hunde sus raíces en la Antigua Grecia. Sobre el particular había hecho referencia Platón, al señalar que Sócrates advertía sobre el peligro del falso saber.

Aristóteles fue aún más incisivo.

En su trabajo sobre la metafísica, llegó a señalar la verdad y la mentira en los siguientes términos: “Lo que es y se dice que es; y lo que no es y se dice que no es, es verdad.

Pero lo que es y se dice que no es; y lo que no es y se dice que es, es mentira”.

Así definió, de manera sencilla, aunque parezca complicado, el sabio estagirita, la noción de verdad y de mentira.

Sin embargo, ha habido corrientes de pensamiento que han negado la posibilidad de que la verdad pueda ser plenamente conocida. Se sostiene que puede haber una aproximación a la verdad, una verdad relativa, pero nunca una verdad absoluta, como lo sostienen en tiempos actuales, los partidarios del post-modernismo.

Iguales criterios prevalecen en relación al concepto de objetividad.

Se considera, sobre todo en el terreno de la comunicación, que se debe transmitir un mensaje que sea susceptible de reflejar la realidad, esto es, que no se encuentre afectado por los valores, criterios y creencias de quien lo transmite.

Esa noción de objetividad ha sido el ideal o marco de referencia al que siempre ha aspirado el periodismo profesional. Desde mediados del siglo XIX, en que se desarrolla la gran prensa de masas, se partió del criterio de que la información tenía que transmitirse con espíritu de imparcialidad o neutralidad.

Para hacer eso posible, se hizo énfasis en que el periodista profesional tenía que transmitir los hechos, lo ocurrido, en base a los datos emanados de los acontecimientos; y se procedió hasta indicar los elementos que tenían que ser tomados en consideración para la elaboración de la noticia, así como la técnica específica de redacción, que fue el de la pirámide invertida.

Durante años, esas normas de búsqueda y redacción de las noticias constituyeron el evangelio del periodismo profesional. Se entendía que se había logrado la objetividad, imparcialidad y neutralidad en la presentación de la información o noticia.

Sin embargo, con el tiempo se llegó a comprender que la presentación del hecho noticioso no resultaba en sí tan objetiva, puesto que requería de una serie de procedimientos, que incluían la selección de la información; una presentación de los hechos, no en forma cronológica, sino en un orden descendente de importancia; una contextualización; y la decisión del lugar de publicación en las páginas del periódico.

Todo eso implicaba que aun deseando ser imparcial y objetivo, el método de elaboración de la información requería de un conjunto de valores y criterios subjetivos por parte de quien elaborase la noticia, que inevitablemente producían un sesgo informativo.

El peligro de la post-verdad

Así pues, a lo largo de la historia, ha habido escuelas o corrientes de pensamiento que han considerado que la verdad y la objetividad no pueden ser plenamente alcanzadas, debido a prejuicios preexistentes y a un sesgo cognitivo que impiden que pueda lograrse la imparcialidad y la neutralidad frente a los fenómenos de la vida social.

Para esos sectores, la realidad como tal, no existe. Lo que existe es una construcción social de la realidad, la cual, por supuesto, está contaminada con los valores, las creencias y la ideología de quien la construye.

La diferencia entre los que no creen que la verdad absoluta o la objetividad plena existan, y los que hacen referencia al fenómeno de la post-verdad, radica en que para estos últimos de lo que se trata no es de si la verdad puede o no ser conocida, sino de cómo poder subvertirla o modificarla, a los fines de ponerla al servicio de un proyecto de dominación política.

Mientras la mentira engaña; la propaganda manipula y distorsiona; el periodismo de opinión orienta en una determinada dirección; la publicidad intenta convencer a los consumidores de la bondad de sus productos; la post-verdad, por su parte, altera la realidad, crea una realidad nueva, una “realidad no real”, inexistente, ficticia, con el objetivo de hacer predominar unos determinados valores o criterios, que permitan subordinar la “realidad real” a las emociones; y por vía de consecuencia, arrastrar a determinados sectores de la población, en forma irreflexiva, hacia unas determinadas acciones políticas.

Como se ha demostrado en los casos del Brexit y de las pasadas elecciones presidenciales norteamericanas, la post-verdad constituye uno de los mayores peligros con los que se enfrenta la democracia moderna.

En la era política de la post-verdad, las personas son inducidas a creer en algo que no es real, a partir de la presentación de lo que se ha denominado como “datos alternativos”, generando nuevos conceptos y valores que sirven de referencia para la creación de percepciones, actitudes y comportamientos.

En su clásica novela, 1984, el autor británico, George Orwell, hizo referencia a un mundo de penumbra, de pesadilla, de absoluta dominación política, en el que las palabras, en un diccionario de neolengua, expresaban exactamente lo contrario de lo que se quería decir.

De esa manera, el amor equivalía al odio; la paz era la guerra; la vida era la muerte; y la verdad, sinónimo de mentira. Nunca pensó Orwell que al llegar el siglo XXI, en sistemas democráticos avanzados se emplearían técnicas de subversión de la realidad tan peligrosas como las que él, en su mundo imaginario y de ficción, había considerado que sólo podían existir en regímenes totalitarios.

Desafortunadamente, sin embargo, así es. En la era política de la post-verdad, todo es nada; y nada es todo. La verdad no importa.

Todo es posible. Solo basta la voluntad.

Nada tiene límites.

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