Opinión

Cuando de política se trata, hablar de Occidente no tiene una significación geográfica; no se hace referencia al punto cardinal Oeste, sino a una cultura, a una civilización que, vista desde el punto de mira eurocéntrico que se estructuró a partir de La Ilustración, es superior por los valores políticos, religiosos y culturales que ha sustentado frente al salvajismo y barbarie oriental o no occidental; es decir, frente a los inciviles del resto de mundo.

Con el paso del tiempo y, específicamente, a raíz de la Guerra Fría, el concepto ideológico embutido en la palabra Occidente se enriqueció con valores como libertad y democracia, que solo podía ofrecer el sistema capitalista administrado por los Estados Unidos de América. En este proceso de adaptación o evolución, la superioridad del humano blanco desapareció y el cristianismo y judaísmo dejaron de ser los referentes religiosos exclusivos. Entonces, con gran empuje, haciendo concesiones a los grupos que defendían los derechos civiles, y con la orquestación de sangrientas orgías bélicas a nivel mundial, decidieron expandir la civilización occidental, siempre bajo pretextos humanitarios.

Japón y Corea del Sur, ubicados en Oriente, de credos nada cristianos, fenotipos y genotipos que no se acercan al “superior” y caucásico hombre occidental, se convirtieron en occidentales, pues asumieron los valores del sistema capitalista al estilo estadounidense y con ello el liderazgo y la gendarmería que viene ejerciendo este país que los europeos levantaron en el centro del norte de nuestra América.

La Unión Soviética jugó un papel de contrapeso tras terminar la Segunda Guerra Mundial. Aquella compleja confederación de repúblicas socialistas lideró la otra parte del mundo sin mucha cohesión; China, por ejemplo, jugaba su propio juego en el tablero del ajedrez mundial, y el Mariscal Tito construía su socialismo sin alinearse. Roto el equilibrio de poder con la desaparición del bloque soviético, la occidentalización parecía garantizada; la historia llegaba a su fin, pronosticó en un ensayo Francis Fukuyama. Pero la unipolaridad que llevó a este ensayista a ver un mundo definitivamente occidental, se quebró con las oportunidades que se abrieron para los países emergentes, tras la apertura de los mercados a nivel global.

La historia, que aún no para, no tardó en mostrar que se seguía moviendo, que nuevos actores entrarían a los múltiples escenarios que terminarían generando una crisis de hegemonía, y que las acciones que, por la inercia desprendida de un dilatado liderazgo occidental, emprendiera EE.UU en medio de esta nueva situación geopolítica, no tendrían los efectos esperados. Y es que este, aún poderoso, país, producto de los cambios en el comercio mundial, que a su vez van trayendo cambios en la política y en la diplomacia, experimenta una decadencia que se refleja en males estructurales internos que le impiden concentrarse en la política exterior.

Por eso la carrera por la occidentalización comienza a tener tropiezos más serios; las revoluciones promovidas por Occidente en el Magreb, región que agrupa países al norte de África, no han podido consolidar sociedades pro occidental. Ni la intromisión de la OTAN con sus bombas y diplomacia dura, ha logrado sepultar miles de años de una cultura “salvaje”. Ahora a Ucrania, menos “salvaje” y por tanto más cerca de ser “bárbara”, hay que llevarla a la civilización arrancándosela a Putin y los rusos, para adherirla a la Unión Europea, cuna del occidente político que lideran los Estados Unidos.

Los planes para expandir a Occidente se van frustrando porque la nueva estructuración geopolítica lo está conduciendo a acometer acciones que parecen, por los episodios que últimamente escenifican Obama y Putin, revivir la Guerra Fría. Pero la frustración no solo responde a una Rusia que se ha ido recomponiendo, sino a una China que emerge con pujanza, a un Brasil que se cuela como país de peso en la economía mundial, a una India que despierta para encaminarse hacia el desarrollo, y a una Sudáfrica que amenaza con romper sus amarras para navegar con vientos a favor.

Por el cuadro descrito, Josep Piqué, autor del libro “Cambio de era” se atrevió a afirmar: “Ya que Occidente está perdiendo el siglo XXI, desde una perspectiva económica, demográfica y estratégica, quizá podamos aún ganar la batalla ideológica. Y por ende, la batalla política….Dicho de otro modo, si Occidente está perdiendo su hegemonía en el mundo, plasmada durante dos siglos, en lo económico y en lo estratégico, puede seguir siendo el referente en la superioridad moral…”.

La esperanza de ganar la batalla ideológica es quizás la que ha llevado al liderazgo occidental a estructurar planes geoestratégicos que han tenido sus expresiones en el Magreb y que ahora se vuelcan sobre Ucrania; pues, como dice el autor citado, refiriéndose al supuesto legado moral de la democracia que dejaría en herencia la cultura del Oeste político, “no es poca cosa en esta nueva era, que nos desplaza desde el norte hacia el sur y desde Occidente hacia Oriente”.

Ucrania es cristiana ortodoxa, religión predominante en Rusia, y aunque el ucraniano es el idioma oficial, el ruso es hablado en un segmento importante de la población. Simetrías culturales y lazos históricos mueven a una gran parte de los ucranianos a rechazar las presiones de Bruselas y Washington para que este país de 49 millones de personas, el más grande y con el ejército más grande de toda Europa después de la patria de Lenin, ingrese a la UE, adhesión que la llevaría a ser parte de la OTAN, una entidad que fue creada para contener la expansión de la nación de los zares.

La jugada de Occidente en Ucrania no resulta simple, como no resultó serlo en el norte de África, porque la interdependencia y multipolaridad complejizan los movimientos políticos. La activación del extraño ultranacionalismo europeísta ha revivido al fascismo que desprecia a Rusia, un país que nunca ha permitido que se penetre en sus áreas de influencia: sus sensibles bordes fronterizos, sus murallas territoriales.

Europa, que anda metida en una crisis de la que no se recupera, podría enfrentar el corte en el suministro de gas que Rusia facilita a través de Ucrania. Algunas autoridades europeas dicen que sus países tienen reservas suficientes, pero lo cierto es que a pesar de que el invierno se aleja, muchas cocinas podrían quedar apagadas, y como consecuencia de la incertidumbre, la lenta recuperación económica se vería amenazada.

Como se ve, occidentalizar a esa antigua república soviética no resultará fácil, pues a las razones de orden económico se suman las de tipo cultural e históricas; sino, demos seguimiento a lo ocurrido en el parlamento de Crimea y lo que pudiera suceder el próximo 16 de marzo cuando está convocado el referéndum para la adhesión de esta provincia ucraniana a la Federación Rusa.

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