Rusia, de la mano de Putin, ha emergido de las cenizas en que se encontraba después que se desintegró la Unión Soviética. Durante su adaptación al capitalismo, la patria de los zares atravesó por un desorden económico, social y político que la encaminaron incluso hacia una crisis de identidad que la dejaron, según algunos, camino a la disolución, cuestión que nunca estuvo en nuestros cálculos, debido a que los acontecimientos históricos que dieron origen a aquella nación se produjeron durante siglos, antes de La Revolución de Octubre.
Mientras el país euroasiático trataba, en medio de la confusión, de definir su destino, Occidente, cetro en mano, disponía del globo a su antojo, imponiendo a las naciones y estados débiles el modelo económico que consideraba idóneo para la implementación de esquemas políticos, jurídicos y hasta religiosos “moralmente aceptables” y “civilizadores”, para lo que usaron a los organismos financieros internacionales, a la Organización de las Naciones Unidas, a las grandes corporaciones, a medios de comunicación, a la industria del cine, a centros académicos, a organizaciones de la sociedad civil y a toda suerte de instituciones con niveles de influencia.
Durante la edificación de esa plataforma planetaria se fueron cuajando vicios que contribuirían con el desplome de la estructura, lo que dejaría el espacio para que los débiles, con las mismas herramientas y capitales de ellos, crearan las bases para la articulación de un nuevo orden económico mundial que avanza sobre ejes emergentes; y China, junto a Rusia, son partes esenciales del fenómeno que pone a Occidente a dar los coletazos que se expresan en hechos como la desestabilización del gobierno de Ucrania para impulsar fuerzas políticas pro occidentales que promovieran la adhesión a la UE.
Esa ofensiva ya andaba detrás de otras exrepúblicas soviéticas atrayéndolas hacia un acuerdo de libre comercio, paso elemental para avanzar hacia la integración económica y política. Países que pertenecieron a la órbita socialista, como Polonia, son, desde hace años, integrantes del bloque económico europeo, pero lo de Ucrania ya era demasiado para los rusos que iniciaron una contraofensiva llamada a desembocar en la adhesión de Crimea a la federación rusa.
Como la gota que rebosó la copa, se desataron los demonios y, adherida Crimea vinieron las sanciones a Rusia, activa diplomáticamente desde el intento de instalar en Polonia escudos antimisiles; desde la Primavera Árabe, las revueltas en Siria y el conflicto nuclear en Corea del Norte, episodios en los que también participó China, asumiendo posiciones similares al Kremlin. Las sanciones económicas llevaron a Putin a explorar otros mercados, y Beijing le abrió las puertas a su aliado del BRICS, pues posibilitó la firma de un acuerdo que permitirá a los rusos suministrarles gas por un valor de 400 mil millones de dólares.
El acuerdo, que no se limitó a lo energético, sino que incluye cuestiones militares, industriales, diplomáticas y políticas, fue firmado en Shanghái esta semana por Vladimir Putin y Xi Jinping. Este acontecimiento definirá un cambio geoenergético y dinamizará el geopolítico, porque en este juego que arma China, asoma también Alemania, líder de la UE y aliado tradicional de EE.UU, quien es jefe de Occidente y de la OTAN que amenaza constantemente a Rusia. Todo se mueve y enreda para que unos ganen y otros pierdan y Alemania entra en el tablero de la recomposición tratando de colarse para ganar. “La Ruta de la Seda”, en la que tendrá que entenderse con los colosos de los BRICS, lo deja claro.