Con el discurrir del tiempo hemos visto que la historia política dominicana se examina superficialmente, y en ocasiones se quiere instrumentalizar su uso, en el marco de esa superficialidad, para sustentar erróneamente algunas posiciones políticas.
Desde el nacimiento de la República se advierte una dicotomía entre el esquema de organización del Estado nación consignado en la constitución de 1844 y el tipo de sociedad que teníamos en ese entonces. En otras palabras, el tipo de organización político-formal consignado en la constitución de la época era para una sociedad capitalista, y ocurre que la nuestra era, por el contrario, una sociedad precapitalista hegemonizada por el sector hatero.
En una sociedad así la inestabilidad política va a ser la norma, la cual estuvo caracterizada por los antagonismos y la confrontación permanente entre la pequeña burguesía y el sector hatero hasta 1861, y luego entre los sectores de la pequeña burguesía a partir de 1863, año en que se inicia con fuerza la guerra Restauradora. Como nos dice Juan Bosch, en su libro Composición Social Dominicana, ahí, en 1863, se inició el “largo reinado de la pequeña burguesía” en la historia política y social dominicana.
Y aunque en este período los presidentes del país salían de los diferentes estratos de la pequeña burguesía y después de destacarse en los campos de batalla, algunos saltaron del púlpito a la Presidencia como los arzobispos Meriño y Nouel y también del campo de la civilidad como ocurrió con Juan Isidro Jimenes y Horacio Vásquez de 1900 a 1930.
Así, la obra redentora de la independencia la concibió y la ejecutó la pequeña burguesía con la sociedad secreta la Trinitaria a la vanguardia, aunque en la sostenibilidad de la independencia, en principio, jugó un papel trascendental en los campos de batalla el brazo militar de Pedro Santana, quien se convirtió en el jefe político del sector hatero.
En esa etapa de la historia política dominicana los liderazgos se desarrollaban o no, generalmente, en los campos de batalla, que eran el espacio natural donde se expresaba más clara y abiertamente la lucha política por el poder y era donde cada quien exponía sus condiciones y sus habilidades de guerrero y de político, y desde ahí se construía el camino para acceder al solio presidencial.
No había, naturalmente, democracia ni partidos políticos como los tenemos hoy. Y donde, además, la gente no estaba formada para el ejercicio democrático del poder, sino para el ejercicio autoritario de éste. Esto ocurría así porque no existían las bases estructurales, económico-sociales e institucionales, para el que el sistema político formal consignado en la constitución funcionara en la realidad, por lo que la democracia y los partidos políticos eran más forma que esencia, una verdadera mascarada. Tenemos que ese sistema político formal solo tiene posibilidad histórico- real de funcionamiento en una sociedad capitalista y con cierto nivel de desarrollo capitalista.
En ese tiempo los partidos políticos no contaban con ni las estructuras, ni con los recursos ni con las ideas para convocar primarias o convenciones internas para escoger sus candidatos a la presidencia.
Rojos y azules, conservadores y liberales, encabezaron y dirigiendo, la mayoría de ellos, gobiernos autoritarios, siendo muchos de ellos siniestras imágenes del terror y del pillaje: Santana, Báez, Lilis y Trujillo.
Pedro Santana emergió de los campos de batalla como un caudillo, y como un caudillo llegó a la Presidencia de la República y como un caudillo se manejó desde la Presidencia de la República. Y en una sociedad así, tradicional y de raigambre caudillesca por su escasísimo desarrollo económio-social, político e institucional como era la sociedad hatera, nadie duda de que Santana llegase a desarrollar la mentalidad propia de un caudillo y que actuase de conformidad con esa mentalidad de caudillo y que llegase incluso a considerarse “único e insustituible”, porque, además, era el líder político, por excelencia, de la envejecida y atrasada sociedad hatera.
Pero no era a través de elecciones libres y limpias que Santana llegaba a la Presidencia de la República.
No se quiere hablar de Buenaventura Báez, caudillo del partido rojo, aliado de Santana en las causas antinacionales durante un tiempo, que fue presidente del país durante cinco mandatos, el primero de los cuales tuvo lugar en 1849 y el segundo en 1856, y los demás después de la culminación de la Guerra Restauradora, también dirigió sus gobiernos de manera autoritaria, y es entendible que en su condición de caudillo, y dado el hecho de que había cinco veces presidente de la República, los tres últimos hechos con el apoyo de las capas más bajas de la pequeña burguesía, y dado, además, el tipo de sociedad en que se desenvolvía, que él desarrollara la mentalidad propia del caudillo y que se considerara “único e insustituible” en su condición de caudillo.
Báez, aunque no emergía de las filas del Partido Azul, se benefició de las consecuencias de la guerra de la Restauración, siendo presidente tres veces más a partir de 1865. Pero la impronta de Báez era la del político ladrón que antes del salir del poder vendió todos los bienes del Estado, llegando incluso a hipotecar la casa de gobierno. Pero también provocó una descomunal devaluación de la moneda nacional que quebró, empobreció y arruinó a productores, a comerciantes y al pueblo en general. Y fue el responsable por igual de comenzar la primera etapa en el proceso de entrega de la soberanía nacional a compañías y a gobiernos extranjeros mediante la concertación del contrato o convenio con la Hartmont: así comenzó el traumático proceso de entregar e hipotecar el crédito externo del país.
Tampoco puede decirse que eran elecciones libres y limpias las que ganaba Báez.
No puede hablarse propiamente de progreso económico y social en estos gobiernos de Santana y de Báez, y en cuanto a la estabilidad política, cuando se lograba era muy precaria, y se lograba en base al uso de la fuerza y de la implantación del terror y del crimen.
Pero fue Ulises Heureaux (alias Lilís), soldado de la guerra Restauradora, lugarteniente de Gregorio Luperón y viceministro en varios gobiernos del Partido Azul, quien entronizó, la tercera vez que le tocó ser presidente de la República de 1888 a 1899, la más sangrienta y horrorosa tiranía que jamás se había conocido en la historia política dominicana hasta ese momento. Implantó una infernal maquinaria de terror y de violencia y persiguió implacablemente a la oposición integrada fundamentalmente por figuras prominentes de la Restauración como la de Gregorio Luperón. La corrupción era la norma de vida del gobierno del tirano Lilís y se consumó la entrega de la soberanía nacional traspasándole a la Westendorp en 1888, una empresa holandesa, los derechos que había adquirido la Hartmont en 1868 y luego estos derechos en manos de la Westendorp fueron traspasados a la The San Domingo Improvement Company en 1890.
Ulises Heureaux se encargó de enterrar los ideales liberales de los restauradores. Lilís no solo instauró una tiranía de la peor especie, sino que fue un ladrón de marca mayor, un entreguista pleno y cabal y tenía un plan en carpeta para vender o hipotecar la Bahía de Samaná.
Para llegar al poder en 1888 Lilís lo hizo a través de la materialización de un colosal fraude electoral.
Santana, Báez y Lilís fueron dictadores plenos, responsables de crímenes horrendos contra patriotas de la República, pero Lilís aparte de dictador fue un tirano implacable.
Treinta y un años después del ajusticiamiento del tirano Lilís el país seguía envuelto en un manto de inestabilidad política e intervenido y ocupado militarmente por Estados Unidos de 1916 a 1924 en el marco de la ejecución de la Convención Dominico-Americana, firmada en el gobierno de Ramón Cáceres en 1907.
La ocupación militar norteamericana y los errores imperdonables, como fue haber prolongado su mandato mediante la imposición de una reforma constitucional, de Horacio Vásquez, crearon un vacío institucional que le abrió las puertas del Palacio Presidencial, de par en par, a uno de los más execrables tiranos y dictadores de América y del mundo: Rafael Leonidas Trujillo Molina. Trujillo procedía de los estratos más humildes de la sociedad dominicana, es decir, de las capas más bajas de la pequeña burguesía.
La historia política de Trujillo y de su era es harto conocida, siendo, además, la más próxima a nosotros en términos del tiempo histórico visto retrospectivamente. Negador de la condición humana, siendo un error humano convertido en monstruo, tomó por asalto el poder en 1930, institucionalizó el robo y el fraude, le dio categoría de Estado al crimen y el asesinato político, y el uso de todos estos recursos, propios del bajo mundo, le permitieron hacer de la República Dominicana su gran empresa. Fue como haber situado nuestro país en el mapa del surrealismo y habernos arrancado el alma, el corazón y la dignidad de nación, sepultando la libertad y la democracia por siempre y para siempre hasta 1961.
¡Cuán trágica, espantosa y dantesca fue esa larga y ominosa noche que representó el camino equivocado del trujillismo!
Pero la historia política dominicana no es sólo la triste, lúgubre, decepcionante y desemocionante historia de estos especimenes de dictadores y tiranos, sino que el anverso de la moneda es la enriquecedora y dignificante historia de los presidentes democráticos y libertarios que ha tenido el país, encontrando en el Prof. Juan Bosch el más encumbrado ejemplo y exponente de la escuela de presidentes demócratas y civilistas que ha tenido el país.
En esa escuela de presidentes demócratas y civilistas hay que incluir, si se quiere hacer reverencia a la verdad histórica, al doctor Leonel Fernández Reyna.
Luego no se hace honor a la verdad histórica cuando se compara al doctor Leonel Fernández, tres veces presidente constitucional de la República Dominicana, con la pléyade de dictadores y tiranos que ha tenido el país sólo porque supuestamente él se considera “único e insustituible”.
No puede considerarse “único e insustituible” un líder que como Leonel empleó a fondo toda la fuerza de su liderazgo para que Danilo Medina ganara las elecciones del 2012. El solo hecho de que Danilo Medina sea el actual Presidente de la República niega totalmente el paralogismo de que Leonel se considera “único e insustituible”: otro miembro del Comité Político del PLD, Danilo Medina, y no Leonel Fernández, es el actual primer mandatario de la nación, de manera que Danilo sustituyó a Leonel en el poder de la nación. Y Leonel es tan desprendido, lo que evidencia con más fuerza la falsía o la falsedad del juicio en cuestión, que puso la fuerza de su liderazgo al servicio del triunfo de Danilo Medina.
¡Cuánta grandeza ha habido en este hombre que hoy otros han querido crucificar y freir en alquitrán en un ingrato e innoble ejercicio de la actividad política!
Pero si ciertamente él se hubiese considerado a sí mismo “único e insustituible” se hubiera impuesto con la fuerza de las bayonetas, de las tanquetas o de los fusiles en los procesos electorales internos que organizó el PLD en el 1995, en el 2003 y en el 2007 para escoger su candidato a la Presidencia de la República. Y hubiera hecho lo mismo, con más razón y con más fuerza, en las elecciones presidenciales de esos mismos años.
No, señores, él ganó con dignidad (honorabilidad), con inteligencia y con gallardía esos procesos electorales internos, los cuales fueron totalmente limpios, libérrimos y transparentes. Como libérrimas, limpias y transparentes fueron las elecciones nacionales, de las que emergió, en tres ocasiones, como presidente constitucional de la República.
Comparar a Leonel Fernández con Santana, con Báez, con Lilís y con Trujillo y luego decir que él se considera “único e insustituible” no hace honor a la verdad histórica, por lo que muchos entienden que se trata de una indignidad y de una aberración.