Editorial

La inclinación hacia el espejismo y la vocación circense de los actuales gobernantes, junto a su inútil afán de vender que son primero en todo, en franca contradicción con recientes hechos históricos, es lo que ha motivado la decisión de trasladar el acto de juramentación del Presidente y la vicepresidenta de la República al Teatro Nacional.

Nada de lo expresado justifica el cambio; por el contrario, con el cambio de sede se altera una ceremonia protocolar que dista de años y se agregan nuevas presiones a los detalles de orden y seguridad.

Por tradición primero se debe producir el juramento de los diputados y senadores y la apertura de la segunda legislatura del año y luego, con el cambio de sede, el traslado de los congresistas desde el Centro de los Héroes a la Plaza de la Cultura, en donde se ubica el Teatro Nacional.

Un riesgo innecesario porque se tiene un Salón de la Asamblea Nacional con capacidad de 645 locaciones, para solo 222 asambleístas, es decir los senadores y diputados ante los cuales deben prestar juramento los representantes del Poder Ejecutivo.

Se ha explicado que debido al número de invitados internacionales se necesita un espacio más holgado. Otros actos de juramentación han tenido igual o mayor cantidad de invitados y se han acomodado muy bien en el salón de la Asamblea Nacional, junto a funcionarios e invitados; pero se tiene que innovar o presentar un tema que facilite distraer a la población del alto costo de la vida o la inseguridad ciudadana.

La Constitución de la República establece como una de las atribuciones de la Asamblea Nacional “Proclamar a la o al Presidente y Vicepresidente de la República, recibirles su juramento y aceptar o rechazar sus renuncia”.

En el reglamento que rige la Asamblea Nacional se precisa que siempre celebrará “su reunión en el Salón de la Asamblea, salvo causas de desastres naturales o fuerza mayor».

El reglamento define el concepto «fuerza mayor» como aquel «acontecimiento que no ha podido preverse o que, previsto, no ha podido evitarse».

Estamos ante la presencia de una nueva alteración de la simbología que ofrecen fortaleza y vitalidad a la democracia dominicana, que los gobernantes de turno han preferido cambiar por hechos que generen like, confirmando el modelo de gobierno del marketing o de los shows mediáticos.

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