“Si me asesinan, el pueblo seguirá su ruta, seguirá el camino con la diferencia quizás que las cosas serán mucho más duras, mucho más violentas, porque será una lección objetiva muy clara para las masas de que esta gente no se detiene ante nada”.
“Yo tenía contabilizada esta posibilidad, no la ofrezco ni la facilito. El proceso social no va a desaparecer porque desaparece un dirigente. Podrá demorarse, podrá prolongarse, pero a la postre no podrá detenerse. Compañeros, permanezcan atentos a las informaciones en sus sitios de trabajo, que el compañero Presidente no abandonará a su pueblo ni su sitio de trabajo. Permaneceré aquí en La Moneda inclusive a costa de mi propia vida”. Estas son palabras proféticas del último discurso que Salvador Allende dirigió a su pueblo en momento en que defendía La Moneda, el palacio presidencial de su país del golpe de Estado propiciado por los militares encabezados por Augusto Pinochet. Pero ya la suerte estaba echada. Estaban llamadas a imponerse en esa etapa las fuerzas de la reacción.
Salvador Allende había asumido el poder en 1970. Su gobierno tuvo un marcado carácter reformista y nacionalista, y desde el inicio pendió sobre él el fantasma del golpe de Estado. El gobierno de Estados Unidos, dirigido por el presidente Richard Nixon y su secretario de Estado Henry Kissinger, influyeron decisivamente en grupos opositores a Allende, financiando y apoyando activamente la realización de un golpe de Estado. Dentro de estas acciones se encuentran el asesinato del general René Schneider y el Tanquetazo, una sublevación militar en julio de 1973.