Hablan los hechos

En un país como Colombia, que ha vivido prácticamente en guerra desde que nació a lo vida independiente hasta la fecha, la paz tiene un natural poder de encanto. Vivir tranquilo ha sido la aspiración de toda la vida del pueblo colombiano.

De la hegemonía de liberales y conservadores la gente en este país terminó hartándose porque ambos partidos, después alternarse en el poder durante décadas, entraron en un proceso de anquilosamiento que los volvió incapaces de responder a sus anhelos de paz y progreso. No fueron capaces de terminar el conflicto ni por la vía militar ni mediante las negociaciones. Y los colombianos siempre se han rehusado a aceptar la sangre como elemento natural del paisaje.

Curiosamente, fue el fracaso del último intento de paz concertada dirigido por el presidente liberal Andrés Pastrana lo que marcó el fin del predominio de los dos grandes partidos tradicionales.

Pastrana le reconoció estatus político a la guerrilla, suspendió las órdenes de captura contra los principales líderes insurgentes y decretó la creación de una amplísima zona desmilitarizada para facilitar el diálogo.

La gente percibió que la guerrilla, en cambio, no hizo el correspondiente aporte de contrapartida para el éxito del proceso de paz. Al contrario, la insurgencia aprovechó las concesiones del gobierno para consolidar su control de vastas zonas del país, ampliar sus filas mediante el repudiado reclutamiento forzoso, para mejorar sus finanzas mediante la extorsión y el secuestro, así como para fortalecer su presencia en las zonas próximas a los grandes centros urbanos.

Su jefe máximo, el enigmático Manuel Marulanda Vélez (Tirofijo), cometió el grave error de no presentarse al acto de instalación de la mesa del diálogo dentro de la zona de exclusión, a la que sí acudió el presidente Pastrana, alegando razones de seguridad.

Este episodio, conocido en Colombia el como el de “la silla vacía”, provocó una gran desilusión y sirvió para que importantes sectores de este país se convencieran de que la guerrilla usaba el diálogo como una tomadura de pelo para fortalecerse política y militarmente.

Justamente, el manejo torpe del gobierno provocó un serio malestar en las filas de las fuerzas armadas, lo que se expresó en la renuncia de 14 oficiales de alto rango, a lo se sumó el ministro de Defensa.

Las conversaciones de paz concluyeron en un rotundo fracaso y esto provocó una nueva escalada de la violencia, que ya había aumentado debido al incremento de la actividad de las organizaciones paramilitares en respuesta al accionar guerrillero.

Es así como Colombia se aproxima a las elecciones presidenciales del año 2002, que tuvo como aspecto novedoso la aparición en ese escenario del señor Álvaro Uribe Vélez, un militante del Partido Liberal que se había desempeñado con mucho éxito como alcalde y concejal de Medellín, como senador de la República y como gobernador de Antioquia.

En un primer momento Uribe intentó canalizar sus aspiraciones presidenciales a través del partido liberal. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que las condiciones eran favorables a una alternativa distinta y desde el 2001 comenzó a presentarse como un candidato independiente de las organizaciones tradicionales, las que convirtió en blanco de sus ataques por ineficientes y altamente corrompidas.

Hábilmente, Uribe explotó la situación de inseguridad en que vivían los colombianos, su hartazgo de las prácticas corruptas y de las acciones armadas de los grupos violentos. Su propuesta consistió, fundamentalmente, en terminar con la violencia mediante el accionar firme y decidido de las fuerzas de seguridad, garantizando la presencia del Estado en todo el territorio nacional, incluyendo aquellos lugares controlados por la guerrilla desde el momento mismo de su aparición. Conforme a esta propuesta, el Estado no solo debía garantizar seguridad a la población, sino también servicios de salud, educación, agua potable, electricidad, justicia y ayuda al desarrollo. El lema de campaña de Uribe: “Mano dura, corazón grande”.

La lógica de este planteamiento consistía en que el éxito en la lucha contra la violencia generaría confianza y esta, a su vez, facilitaría las inversiones que ayudarían a generar empleos y bienestar. También se hacía hincapié en el combate a la corrupción, en la mejora de la capacidad de gestión del Estado y en el incremento de la productividad de las empresas mediante la incorporación de tecnología moderna.

Los graves errores del gobierno de Pastrana y el profundo descrédito de una guerrilla que apelaba a métodos delincuenciales con objetivos políticos, hizo que la mayoría de los colombianos se inclinaran por la propuesta de mano firme de Uribe, quien ganó las elecciones en primera vuelta con el 53% de los votos. Una hazaña que por primera vez lograba candidato alguno desde que se instaló en el país el sistema de doble vuelta.

El gobierno de Uribe, que mostró un alto nivel de eficiencia en la traducción a la práctica de sus ofertas de campaña, contó siempre con altísimos niveles de aceptación, tanto así que el mandatario pudo impulsar una reforma constitucional para poder optar por un segundo mandato, cosa que logró con un caudal de votos mayor que el obtenido en las elecciones de 2002.

Al término de su segundo período de gobierno la popularidad de Uribe seguía siendo altísima, pero, no pudiendo optar por un tercer mandato, decidió catapultar al poder a su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, quien no tardó en distanciarse de él produciendo un cierto giro hacia posiciones de “centristas”.

Santos cambió la estrategia del gobierno frente a la guerrilla, con la que inició conversaciones para lograr un acuerdo de paz, y la política frente a los vecinos de Colombia, particularmente frente Venezuela y Ecuador, con los que la administración uribista había mantenido unas relaciones muy tirantes. La distensión en las relaciones con estos países, gobernados por la izquierda, potenciaría la efectividad del diálogo con la insurgencia, justamente lo contrario de lo que había hecho Uribe, o sea, confrontar con estos dos vecinos y estrechar las relaciones con Estados Unidos para obtener mayor apoyo en su lucha por aplastar a la guerrilla.

Al término de su mandato presidencial era evidente que el gobierno de Santos había tenido un aceptable desempeño en el manejo de la economía, que logró repuntar, pero la legitimidad del cambio de una política contrainsurgente que tuvo tanta aceptación con Uribe, necesitaba pasar por un proceso de reafirmación. Y ese fue, precisamente, el gran tema de las elecciones en las que Santos optó por presentarse a la reelección.

Ahora bien, ¿por qué si el fracaso de la negociación del gobierno de Pastrana con la guerrilla fue lo que hizo posible la aparición del uribismo, como hemos sostenido, el presidente Juan Manuel Santos decide intentar otra vez alcanzar la paz negociada con la insurgencia? ¿Por qué arriesgarse a que la cuestión de la paz esté en el centro del debate en unas elecciones en las que la oposición estaría dirigida por el propio Uribe, que se impuso a los partidos tradicionales y legitimó ampliamente su política de mano dura?

La cuestión es que el conflicto armado colombiano tiene ya más de cincuenta años sin que ninguna de las dos partes se haya podido imponer la por la vía militar. El presidente Santos partió de la premisa de que las condiciones nunca habían sido más favorables a las negociaciones, dado el alto nivel de aislamiento político de la guerrilla.

Además, el gobierno cuenta hoy con la experiencia, propia y de otros, que no tenía en los tiempos de Pastrana. Los dos principios fundamentales que rigen el diálogo de La Habana (“lo que pase afuera no incide dentro” y “nada está acordado hasta que todo esté acordado”) son una expresión de ello. El primero evita la utilización del diálogo para sacar ventaja militar, mientras que el segundo garantiza una discusión de lo pactado más allá de la mesa de las negociaciones, lo que también asegura que nada le será impuesto al pueblo colombiano y produce cierta tranquilidad en sectores que pudieran temer verse afectados, como el caso de los militares.

Santos inicia un nuevo diálogo sin grandes concesiones a la guerrilla y sin que se pueda decir que durante su gobierno se hayan producido retrocesos en la lucha contra la violencia. De todos modos, su decisión no dejó de ser una osadía. Cuando el ex presidente Uribe dio a conocer a los colombianos la noticia de que el gobierno había iniciado discretamente negociaciones con las FARC, lo que se destapó fue una verdadera olla de grillos. Ningún colombiano, por apático o indiferente que fuere frente a la política de su país, estuvo al margen del enorme despliegue de opinión que se generó entonces.

Los resultados de las elecciones de medio término fueron un anticipo de lo que ocurriría en las presidenciales. En las primeras el Partido de la U del presidente Santos obtuvo un 18,64%, mientras que el Centro Democrático de Uribe alcanzó el 17,34%. Quiere decir que la fuerza que había liderado Uribe se encontraba dividida en dos partes casi iguales, representando en su conjunto apenas el 34,98 % de los votos depositados. El resto de los votos se los repartieron liberales, conservadores y las distintas organizaciones de izquierda y progresistas, que experimentaron cierto crecimiento.

Esta situación indicaba, en primer lugar, que habría segunda vuelta y, en segundo lugar, que en un escenario de segunda vuelta Santos estaría en mejores condiciones de pactar alianzas, pues en un certamen centrado en las discusiones sobre la manera de alcanzar la paz, la mayoría de las organizaciones minoritarias se inclinaría por las negociaciones con la guerrilla promovida por Santos. El desempeño de la izquierda en la primera vuelta de las elecciones generales, que experimentó un avance espectacular, favoreció enormemente la reelección.

Probablemente el uribismo se hubiera alzado con la victoria si, anticipando esta situación, hubiera introducido modificaciones en su línea contrainsurgente dejando abiertas las puertas del diálogo con la guerrilla, aunque sin dejar hacer hincapié, para mantener su esencia, en la necesidad de articular políticas enérgicas y eficientes contra los violentos. Al fin y al cabo, los éxitos alcanzados por los gobiernos de Uribe en la lucha contra la guerrilla fueron los principales responsables de que esta aceptara sentarse a la mesa del diálogo. Esta circunstancia pudo haber sido mejor explotada con fines electorales.

El uribismo, además, cometió algunos errores de última hora producto de la falta de previsión de que hemos hablado. Por ejemplo, Oscar Iván Zuluaga, el candidato presidencial, introdujo cambios en su postura frente al diálogo con las FARC como respuesta a la condición que le planteó un sector del Partido Conservador para brindarle su apoyo en la segunda vuelta. Zuluaga dijo que no suspendería el diálogo como había planteado originalmente, aunque con algunas condicionantes. Más adelante, sin embargo, el propio Uribe llegó a calificar el diálogo como una “caricatura infame y perversa”, con lo que no sólo desautorizaba a su candidato a la presidencia, sino que además desdeñaba el acuerdo alcanzado con el sector del Partido Conservador que le había brindado apoyo. Y, de paso, daba fuerza al argumento del oficialismo, en el sentido de que Zuluaga era tan solo una marioneta de Uribe.

De todos modos, con una diferencia de tan solo cinco puntos no obstante el apoyo recibido, Santos se anotó una victoria muy relativa. Los votos propios no son tantísimos, los coyunturales, una buena parte. El uribismo rebrota y la izquierda queda en excelentes condiciones para seguir trillando el camino propio.

El gran perdedor es la guerrilla, pues una parte importantísima de los votos son en su contra. Santos y Uribe representan caminos distintos para llegar al mismo fin, que es acabar con la violencia y los grupos que la practican. Uribe propone la guerra sin cuartel, Santos las negociaciones, sin descuidar el accionar militar. El Pueblo colombiano se inclinó por la opción más rápida y menos sangrienta. Pero manteniendo al uribismo como alternativa. En otras palabras, confió en la opción del diálogo, “puesta la mano en la espada”, como diría Lope de Vega.

¿Qué va a ocurrir en lo adelante?

El camino trazado por Santos es el correcto. La guerrilla, sumida en un profundo descrédito y seriamente debilitada, está en la obligación de negociar. El camino de las armas ha quedado más que deslegitimado en una región en la que una cantidad importante de países son gobernados por partidos de izquierda que lograron el poder por la vía de la celebración de elecciones transparentes. Los actuales presidentes de Uruguay, Brasil, El Salvador y Nicaragua son ex guerrilleros que ganaron elecciones y hoy encabezan gobiernos exitosos.

El empuje del uribismo, que intentará a toda costa hacer abortar el proceso de paz, limitará cualquier intento de la guerrilla de exigir cuotas excesivas de poder en las negociaciones. Esto facilitará el diálogo.

Una eventual ruptura de las negociaciones, significaría una vuelta al uribismo y podría tener en esta oportunidad un efecto más devastador para la guerrilla que el fracaso de las negociaciones promovidas por el presidente Pastrana. Esto también ayuda al diálogo.

El gobierno de Santos está obligado a hacer el máximo esfuerzo por el éxito de las negociaciones, pero sin dejar de ser cauteloso y evitando los errores del gobierno de Pastrana.

La izquierda se sentirá tentada a presionar a Santos para ganar espacio, pero tendrá que evitar que este caiga en manos del uribismo, pues se les podrían cerrar los espacios para crecer.

En fin, creo que las condiciones están dadas para que Colombia pueda, al fin, quitarse de encima la maldición de la guerra. El inicio del proceso de paz ha sido un paso inteligente y necesario. De no concluir exitosamente, es poco probable que ello signifique, a juzgar por la forma en que se ha conducido hasta ahora, algún revés en la lucha contra la violencia.

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