Probablemente nada en el mundo despierta tanta pasión, alegría o lágrimas desenfrenadas como el futbol.
Las victorias futbolísticas suelen producir estados de excitación colectiva equiparables a la demencia. Se han visto no pocos casos de ciudades enteras paralizadas por las masas eufóricas, verdaderas explosiones de alegría.
Cuando no ofrece la victoria, el futbol provoca desaliento, amargura, desesperación. Son numerosos los casos de disturbios ocasionados por fanáticos iracundos que salen a las calles con la intención destruirlo todo, protagonizando auténticas batallas campales con las fuerzas responsables del mantenimiento del orden público.
Hasta gente de altísima formación académica y de envidiable inteligencia emocional, como la canciller de Alemania Ángela Merkel, de quien dicen algunos que “no tiene sangre en las venas”, se le ha visto protagonizar en público arrebatos emocionales provocados por una goleada.
El presidente de Uruguay Pepe Mujica incurrió en un exabrupto cuando, al rechazar la sanción que le impuso el órgano rector del futbol mundial al jugador de la selección de su país Luis Suárez por morder a un rival, calificó a la FIFA como “una manga de viejos hijos de p…”.
Tan importante es el futbol en la vida de los pueblos que en muchos países hubo que ajustar los horarios de trabajo y de estudios para permitirle a la gente disfrutar los distintos partidos del mundial en los que participaron sus equipos.
El parlamento de México pospuso la discusión de la reforma energética para ver un partido de la selección mexicana.
En África grupos que se enfrentan con las armas en las manos negociaron treguas por la misma razón.
En Gran Bretaña una compañía de apuestas contrató al científico Stephen Hawking, conocido en todo el mundo por sus teorías sobre la física y el universo, para que hiciera un análisis de las estadísticas de cada Mundial en el que Inglaterra ha participado, con la esperanza de generar una fórmula ganadora para el equipo británico.
Quince jefes de estado estuvieron presentes en la final del mundial donde Argentina y Alemania se disputaron la preciada Copa del Mundo.
Según la FIFA, un total de 3 millones 128 mil 46 personas acudieron a los primeros 60 partidos del mundial y colmaron los 12 estadios en un 98,3 % de su capacidad (52,762 espectadores en cada partido, en promedio).
En el mes de junio, cuando se disputó la fase de grupos del mundial, Brasil recibió 692 mil visitantes extranjeros de 203 nacionalidades (las autoridades aún no contabilizan los números en julio, cuando se disputaron las fases eliminatorias y en las que se produjo una inédita y masiva invasión de visitantes argentinos).
¿Por qué ninguna causa, por más conmovedora que parezca, como las hambrunas o masacres en África y las muertes de cientos de miles de civiles inocentes en los distintos conflictos bélicos que padece el mundo, moviliza tanto como el futbol?
Se trata de un verdadero misterio, explicable sólo por la pasión que despierta este deporte, que tan solo oferta un intangible absoluto: la promesa de un buen espectáculo, de una experiencia susceptible de volverte loco de alegría (si ganas) o de hacerte llorar por la decepción (si pierdes).
La probabilidad de decepción es alta en un evento como el Mundial, en el que 32 equipos compiten por la Copa. La reacción de los brasileños ante la derrota humillante sufrida por su selección frente a Alemania, típica de los fanáticos del futbol, habla claramente de que en este deporte nadie está emocionalmente preparado para perder, por más altas que sean las probabilidades. Una crónica de la agencia AP la describe en forma descarnada:
“Primero incredulidad, y luego el llanto, la rabia, los insultos contra la Seleçao y la presidenta Dilma Rousseff: Brasil no consigue tragar la peor goleada que ha sufrido en su historia, el 7-1 asestado por Alemania el martes en casa, en la semifinal del Mundial 2014. En las tribunas del Estadio Mineirao en Belo Horizonte, miles de niños y adultos se enjugan las lágrimas, el maquillaje mundialista de miles de mejillas arruinado por el llanto. Y antes del fin del partido, comienzan a partir. Ya no aguantan sufrir más, no quieren ver el final”.
En la noche del día de la derrota varias ciudades brasileñas sufrieron actos de vandalismo, con asaltos, peleas e incendio de autobuses.
Con todo esto como telón de fondo, un gran debate se ha suscitado, dentro y fuera de Brasil, sobre las posibles repercusiones de esa derrota en las elecciones de octubre próximo, en las que la presidenta Dilma Rousseff aspira a reelegirse en el cargo.
La mayoría de los especialistas opina que las elecciones presidenciales en el país coinciden desde 1994 con los Mundiales y que su resultado nunca ha influido en la política. Así, se recuerda que en 1998 Brasil perdió la final del Mundial frente a Francia, pero el presidente Fernando Henrique Cardoso fue reelegido en la primera vuelta de las elecciones. En el 2002 Brasil venció a Alemania para convertirse en campeón del mundo, pero Luiz Inácio Lula da Silva, el jefe de la oposición, derrotó al candidato oficialista José Serra. En cambio, Lula logró reelegirse fácilmente en el 2006, cuando la selección de Brasil sucumbió ante Francia. Por su parte, Dilma Rousseff se anotó la victoria en el 2010 con el apoyo de Lula, pese a que ese año Holanda eliminó a Brasil.
Otros analistas, empero, advierten que en esta ocasión hay una diferencia importante y es que mucha gente asocia el deterioro de su nivel de vida al gasto del gobierno en la preparación del mundial (11 mil millones de dólares), lo que ha generado una inconformidad que quedó de manifiesto con las grandes manifestaciones sin líderes visibles que se produjeron en los días previos al mundial.
Este argumento es refutado por quienes entienden que el desempeño de la selección de Brasil en el mundial no era una responsabilidad del gobierno y que la imagen de la presidenta sólo se podría asociar a la organización del evento, que todo el mundo coincide en calificar de excelente. Bajo esta lógica la presidenta Rousseff, inteligentemente, ha calificado la organización del espectáculo deportivo como “la copa de las copas”, que con toda seguridad se llevará Brasil.
Se argumenta, además, que el efecto de las victorias o derrotas en los Mundiales dura muy poco tiempo y que tres meses después, cuando se celebren las elecciones, nadie se acordará de la humillación sufrida en el mundial.
La popularidad de Dilma Rousseff cayó abruptamente del 65% en marzo a 40% en junio. Sin embargo, su principal contendiente, el candidato presidencial del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), Aécio Neves, apenas cuenta con un 20% de aceptación, mientras que el líder socialista Eduardo Campos, en tercer lugar, tan sólo tiene el 9%.
La pérdida de popularidad de Rousseff está directamente relacionada con el desempeño de la economía de Brasil. Todas las proyecciones prevén un crecimiento del PIB para el presenta año de tan solo el 1,0 %. Luego de haber registrado una expansión del 7,5% en el 2010, el crecimiento de la economía fue de 2,7% en el 2011, de 1,0% en el 2012 y del 2,3 % en el 2013.
Por su parte, la inflación acumulada en los últimos 12 meses, hasta el mes de junio, alcanzó el 6,52%, lo cual se tradujo en una merma del consumo y obligó a las autoridades a decretar un aumento en las tasas de interés.
Para la mayoría de los analistas es en la economía y no en el futbol donde está la principal amenaza a la reelección presidencial en el gigante del sur, si bien la frustración por la humillación en el mundial pudiera ocasionar un daño marginal si logra acentuar el ambiente pesimista.