Las encuestas anticiparon un retroceso para el Partido Demócrata en las elecciones de medio término en Estados Unidos, que es lo que generalmente ocurre con el partido gobernante en eventos de este tipo. Sin embargo, nadie pudo anticipar la tremenda barrida del Partido Republicano.
El partido rojo logró arrebatarle a los azules el control del Senado (al momento de redactar este artículo los republicanos habían asegurado 52 senadores frente a 46 de los demócratas, mientras continuaba el recuento de los votos en Alaska y se convocaba a una segunda vuelta en Luisiana para el 6 de diciembre porque ninguno de los dos candidatos alcanzó la mitad más uno de los votos) y amplió su dominio en la Cámara de Representantes, donde contarán con 250 congresistas frente a 185 oficialistas.
Los republicanos se llevaron también 22 de las 36 gobernaciones en juego, alzándose con el triunfo, incluso, en bastiones demócratas tradicionales como Illinois, el Estado del presidente Obama, Massachusetts y Arkansas, donde no ayudó al oficialismo ni el esfuerzo desplegado por Bill Clinton.
Todos los analistas coinciden en señalar que los demócratas tuvieron que cargar en estas elecciones con el pesado fardo de la impopularidad del presidente Obama, cuyo nivel de aceptación, en declive, se situaba por debajo del 40 por ciento. Como bien apuntan los analistas, fue muy notorio que durante toda la campaña los candidatos demócratas evitaron al presidente para no perjudicar sus aspiraciones.
Hábilmente, los republicanos lograron convertir estas elecciones de segundo mandato en una especie de plebiscito sobre la gestión del presidente, al margen de los temas de cada estado que generalmente centran los debates.
Esto pudiera parecer un contrasentido si se toma en cuenta que en el último trimestre el Producto Interno Bruto (PIB) estadounidense creció un 4 por ciento, mientras que el desempleo pasó del 10 por ciento en el 2008-2009 a un 6,2 por ciento en la actualidad. El déficit fiscal, por su parte, se ubicó en 91 mil 600 millones de dólares en octubre pasado, lo que representó una espectacular caída del 23,7 por ciento con relación al mismo mes del año pasado.
Con semejante resultado ningún partido político perdería unas elecciones en Europa. Sin embargo, en Estados Unidos se da la paradoja de que, aunque las cifras sobre el comportamiento de la economía lucen bien, la gente se queja de que su situación no mejora. Según los especialistas, este fenómeno tiene que ver, primero, con el estancamiento de los salarios y, segundo, con el hecho de que mientras el 60 por ciento de los empleos que se perdieron durante la crisis eran de salarios medios, los que se han generado después (73 por ciento) son de baja calidad y, por tanto, mal remunerados.
La gente, por tanto, no siente reflejarse en sus bolsillos el mejor desempeño de la economía, en un país donde millones de personas siguen sin encontrar trabajo. Las encuestas muestran una gran inconformidad, incluso, una pérdida del optimismo que históricamente ha caracterizado al pueblo norteamericano.
La administración del presidente Obama logró percibir este fenómeno y en febrero de 2013 el presidente, luego de constatar que la economía se recuperaba “después de años de recesión agotadora”, habiéndose generado más de seis millones de nuevos puestos de trabajo, propuso “encender el verdadero motor del crecimiento económico de Estados Unidos: una clase media que crezca y triunfe”; “restaurar el pacto básico que construyó este país: la idea de que, si trabajas duro y cumples tus responsabilidades, puedes avanzar, sin importar de dónde vengas, tu apariencia o a quién ames”. Para cumplir con “la tarea pendiente” y “asegurarse de que el gobierno trabaja en nombre de la mayoría, no de unos pocos”, el presidente Barack Obama sugirió entonces al Congreso subir el salario mínimo progresivamente hasta los 9 dólares la hora en el 2015, frente a los 7,25 actuales.
Históricamente Estados Unidos ha compensado con dinamismo económico su gran flexibilidad laboral. Lo que el presidente Barack Obama propuso entonces era un poco lo contrario: ajustar el mercado laboral para mejorar la calidad de vida de la gente y estimular el crecimiento económico.
Pero el Congreso bloqueó la iniciativa, como lo hizo también con casi todas las propuestas importantes de la administración demócrata, desde la reforma migratoria hasta el incremento de los impuestos a los más ricos, pasando por la ley de control de armas.
Una buena pregunta es por qué se castiga al impulsor de las iniciativas a favor de las mayorías y no al que las ha bloqueado. En este sentido muchos creen que el presidente no hizo lo suficiente y que le faltó habilidad y hasta coraje para construir consensos. Entre estos figuran los hispanos, la minoría más influyente en Estados Unidos, que han estado inconformes con Obama a quien acusan de no hacer nada para parar las deportaciones y no querer arriesgarse a iniciar por decreto un programa de regularización de los extranjeros ilegales.
Además, muchos electores acusan a Obama de girar demasiado a hacia la derecha durante su presidencia, lo que explicaría por qué Estados tradicionalmente liberales emitieron en estas elecciones un voto de castigo contra los demócratas.
Paralelamente, quedó en evidencia la frustración de los Estados conservadores seducidos por la promesa de “cambio” y el “Sí podemos” de Obama en el contexto de “La Gran Recesión”.
¿Qué ocurrirá en lo adelante?
Aunque la victoria republicana fue apabullante no es mucho lo que cambia el equilibrio de poderes, pues desde que conquistaron la mayoría en la Cámara de Representantes hace cuatro años los republicanos lograron capacidad de veto sobre las iniciativas del Ejecutivo. Desde entonces no se han aprobado en Estados Unidos leyes de trascendencia. Y si Obama no se arriesgó a actuar unilateralmente por la vía de los decretos teniendo mayoría en el Senado, menos lo haría en lo adelante con un Congreso totalmente en manos de sus opositores.
De igual forma, los republicanos se sentirán menos comprometidos en lograr una agenda común con el Ejecutivo luego de su gran triunfo electoral, aunque al no tener en lo adelante la excusa de un Senado controlado por el partido de gobierno les obligará a ser más cuidadosos, sobre todo si se toma en cuenta que el presidente cuenta con el poder del veto para evitar que la oposición le imponga su voluntad. De ahí que algunos especialistas no descarten un segundo escenario, en el que los republicanos opten por manejarse como partido de gobierno.
Los republicanos saben usar su influencia y no les tiembla el pulso para ello. A Obama no le será fácil hacer pasar sus iniciativas de ley, como ha venido ocurriendo hasta ahora. Aquellas designaciones que requieran del aval del Congreso serán cuestionadas como en el pasado y no se descarta la posibilidad de que desde el Senado se vuelvan a plantear asuntos susceptibles de afectar la imagen del partido del burro, como el caso de la respuesta de la administración al atentado en el 2012 contra el Consulado de Estados Unidos en Bengasi, Libia, donde murió el embajador Christopher Stevens. Se trata de un caso con el que se ha querido dañar la imagen de la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton, aspirante a la presidencia de Estados Unidos que tuvo gran visibilidad en esta campaña electoral.
Aunque pronunciamientos de buena voluntad para trabajar en conjunto no han faltado después de las elecciones, lo más probable es que se profundice el escenario de confrontación vigente desde que los republicanos lograron el control de la mayoría en la Cámara de Representantes en las elecciones del 2010.
Los expertos advierten que Barack Obama, con su liderazgo diezmado y con escaso margen de maniobra, podría convertirse en lo que se denomina en el lenguaje popular norteamericano como el “pato cojo”, o sea, el presidente que culmina su mandato sin grandes posibilidades de cambiar las cosas.
Buscar espacios para gobernar con un congreso adverso, centrándose en aspectos como la política exterior, donde el margen de maniobra es mayor, y el uso intenso del poder de la tribuna es lo que luce al alcance de un presidente en las condiciones en que se encuentra actualmente el primer negro en llegar a la Casa Blanca.