El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ordenó recientemente a sus asesores repensar la estrategia norteamericana de lucha contra el grupo terrorista ultra radical Estado Islámico (EI) en Irak y Siria, tras comprobarse en la práctica la poca efectividad de los ataques aéreos sin una actuación más contundente por la vía terrestre.
Sin embargo, no queda claro en qué podrían consistir los ajustes a la estrategia, pues nuevamente se vuelve a hablar de extrañar del poder en Siria al presidente Bashar al Asad con la ayuda de la “oposición moderada”, en franca alusión al denominado “Ejército Libre de Siria”, la oposición armada que actualmente libra una guerra contra éste.
Desde hace años la política de Estados Unidos en Oriente Medio ha consistido en desalojar del poder a Asad en Siria y fortalecer a los enemigos de Irán en este país y en Irak, enfrentando al mismo tiempo a grupos como Hezbolá, que ha tomado partido a favor del gobierno sirio y de Irán.
El Estado Islámico, originalmente una rama poco importante de Al Qaeda, se convirtió en el peligro que es hoy como resultado de los errores cometidos por Estados Unidos y sus aliados en la ejecución de esta estrategia.
Actualmente Washington confronta serios problemas para armonizar sus objetivos geoestratégicos de siempre en Oriente Medio con las exigencias de la lucha contra esta nueva amenaza terrorista. Es lo que explica que, a pesar del amplio consenso sobre la necesidad de desarticular a este peligroso grupo, en la práctica ha resultado imposible aislarlo y destruirlo de común acuerdo. Más aún, el EI ha estado aprovechando esa situación, particularmente para hacerse de los fondos necesarios para financiar sus actividades por la vía del contrabando de petróleo.
El presidente Asad hubiese sido un formidable aliado contra el EI. Incluso, un escenario que algunos especialistas han planteado como posible es el de un pacto para poner fin a la guerra civil siria y facilitar el combate por tierra dentro de Siria contra el islamismo radical. Pero la enemistad siria con Israel y Occidente, y la alianza de éste país con Hezbolá descartan esta posibilidad.
Los estrategas norteamericanos se han inclinado por una salida totalmente contraria a esta. Citando fuentes diplomáticas, CNN comunicó recientemente que el Secretario de Estado, John Kerry, ha estado intentando convencer a Rusia, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Turquía para que juntos ejerzan presión sobre Asad a fin de que éste y sus más cercanos colaboradores abandonen voluntariamente el poder, preservando los cimientos del régimen.
Con los precedentes de la suerte corrida por Saddam Hussein, Muamar Gadafi y los más cercanos colaboradores de ambos, difícilmente Asad convenga en dejar el poder. Sin embargo, tendría que pensarlo seriamente si Rusia lo amenazara con retirarle su apoyo. Desde luego, habría que ser muy ingenuo para pensar que Rusia pudiera asumir una posición como esta, que implicaría la quiebra total de su política hacia Oriente Medio.
Rusia ha declarado su rechazo al EI. Pero Asad es un aliado tradicional de este país que tiene en territorio sirio su única base militar en el extranjero. Por esta razón Moscú ha exigido desde el principio que la lucha contra el terrorismo en territorio sirio se lleve a cabo de común acuerdo con las autoridades locales, sin ocultar su apoyo a Asad, a quien proclama como un gobernante legítimo por haber ganado hace unos meses unas elecciones con amplia participación popular.
Al abordar el tema sirio, los rusos no pueden sustraerse tampoco de la batalla que actualmente se libra por Ucrania. No se olvide que fue a raíz de la oposición firme de Rusia a la intención de Estados Unidos de bombardear posiciones del ejército sirio, por la supuesta utilización de armas químicas en el conflicto interno, lo que marcó el inicio del desencuentro entre Obama y Putin.
Estados Unidos sabe perfectamente que la guerra simultánea contra el EI y el gobierno de Asad está favoreciendo enormemente al primero. Para nadie es un secreto que grupos importantes del Ejército Libre Sirio, apoyado por Estados Unidos y sus aliados, colaboran estrechamente con los islamistas radicales. No pocos, incluso, han pasado a engrosar sus filas.
Pero el comportamiento de Estados Unidos dice que su principal prioridad es aislar a Irán y terminar con la influencia rusa en Siria mediante el derrocamiento del gobierno de Asad, cuya única consecuencia claramente previsible sería la toma del poder por la mayoría radical sunita, la única en capacidad para retenerlo, y la comisión por parte de esta de una masacre de grandes proporciones contra los individuos de las confesiones minoritarias.
Estados Unidos y sus aliados (Francia, Alemania, Italia y Gran Bretaña, entre otros) han dejado claro que no tienen intención de involucrarse en operaciones por tierra, pues no hay ninguna garantía de una victoria rápida contra el EI y el costo en vidas humanas sería muy alto.
Para el presidente Barack Obama, además, el envío de tropas para participar directamente en los combates por tierra sería un duro golpe político, pues su arribo a la Casa Blanca se produjo, entre otros factores, gracias al amplio respaldo que concitó su dura oposición a similar política de su antecesor, George W. Bush.
En consecuencia, a Estados Unidos y sus aliados no les quedaría más remedio que seguir apoyándose en el ejército iraquí y en los combatientes kurdos. Como dijimos en un trabajo anterior, la participación kurda en este conflicto se ve limitada por las aprehensiones que estos despiertan en Turquía, mientras que el ejército iraquí acusa serias limitaciones, pese a contar con la asesoría militar aliada. La actuación de ambos con apoyo aéreo ha resultado insuficiente hasta ahora para enfrentar al EI, como dijimos al principio.
Entonces, hay que convenir en que los asesores estadounidenses contarían con poco margen de maniobra para afinar la estrategia en la lucha contra el EI de no existir la voluntad, como parece, de sacrificar algunos de sus objetivos estratégicos en la región, siguiendo un orden de prioridades.
El gran error de política exterior de Estados Unidos, vista desde un plano más amplio, consiste en haber destruido a los principales enemigos del fundamentalismo. El Gadafi con el que Tony Blair pactó en Trípoli era en los hechos un enemigo del fundamentalismo. Saddam Hussein, a pesar de su roce con el Islam político, era contrario al fundamentalismo, lo mismo que Hosni Mubarak, a quien Washington sacrificó en una maniobra que favoreció a los hermanos musulmanes. Un error que luego tuvo que corregir, no sin alto costo político.
La lógica de una estrategia para Medio Oriente definida hace décadas ha llevado a Estados Unidos a pactar con el fundamentalismo para derrocar a Asad. Y esto mientras paralelamente se libra una guerra contra el EI en el mismo escenario.