Los espacios de tiempo ausentes de palabras se convierten en un mecanismo de comunicación con un poder expresivo sin límites dentro de los parámetros de la narrativa cinematográfica, restituyendo al espectador la decisión estética de recuperar una forma de entender, no solo el audiovisual, sino la vida.
La cultura de estos años esta signada por el culto al dios ruido, proceso escandaloso que se cuela en todas las artes y convierte nuestro parnaso en estridentes bocinas que vierten sus ondas sonoras, tan abundantes en decibeles como carentes de contenido.
Decía el sonidista dominicano Franklin Hernández que los dominicanos somos enemigos del silencio, pues desde que entramos a nuestras casas, lo primero que hacemos es encender una radio o un televisor. Yo, a mi vez, tengo la firme creencia de que es un fenómeno mundial.
Se satura la naturaleza de paz de nuestros oídos sometiéndolos a un bombardeo incesante de estímulos tan innecesarios como ausentes de otro significado que no sea servir de cubre faltas a las imágenes, las cuales suelen estar también desnudas de la debida coherencia por las mismas razones. Están ahí por estar, no para decir nada.
Las miradas, los gestos, el sonido de la naturaleza y todo cuanto remita a lo humano o a lo orgánico, es borrado por un torrente de música, por el apabullante ataque de los efectos de sonido, por los choques, los disparos o las explosiones, en una agresión auditiva sin precedentes. A fuerza de rompernos los tímpanos tendremos que terminar subtitulando las películas, pues nos quedaremos sordos sin remedio.
El espectador promedio se ha hecho alérgico al silencio, le inquieta sobremanera que durante un minuto o dos no se produzca una explosión sonora, y cae en un estado de inquietud muy parecido a un ataque de histeria. En eso lo hemos convertido, en un zombi enemigo del silencio.
No hay definición más hermosa que la de Fina García Marruz, exquisita poeta cubana, cuando nos regala su Cine Mudo, donde con poética precisión afirma: “No es que le falta sonido, es que tiene el silencio”. Sin decir mucho, lo ha dicho todo.
Los adelantos técnicos a veces no hacen más que escamotear a las artes formas de interacción con sus audiencias, puesto que para muchos mercaderes del cine lo importante no es lo que se oye, sino lo que te aturde, en una lógica auditiva salvaje.
Señala el director español Fernando Trueba las diferencias entre el cine europeo y el norteamericano en esta materia. Dice que mientras el primero se ha excedido en sus silencios, el segundo no soporta un minuto sin el atontamiento por el poder de los decibelios.
El estudioso del maridaje entre imagen y sonido, el francés Michel Chion, opina que las modernas salas de sonido, generosas en los agudos y poderosas en volumen, eliminan la reverberación, con lo cual todo suena con una claridad y neutralidad envidiables, eliminando la vida que produce la reverberación, que es eliminar el sentimiento de dimensión real de la sala.
Esa incomoda sensación de una tendencia en el sonido digital donde todo es perfectamente audible, pero es notoria la ausencia de los ruidos que acompañan la vida normal de cualquier ciudadano del mundo, es traspuesta al cine. La acompaña una amplificación de efectos que impiden el pensamiento y la empatía con el filme, en una lógica de negarle a ese espectador ser consciente de que solo es un conejillo de Indias o un perro Pavlov, presto a reaccionar a los efectos, pero sin acceso a ningún proceso cognitivo o afectivo.
La contraposición de esas películas donde reinan la velocidad, los efectos, la destrucción ruidosa de edificios, aviones, autos, etc., etc., con otras donde los personajes se confrontan, discuten, se callan o hablan muy bajo, se salda con la preferencia del gran público por las del grupo primero, en una peligrosa disminución de la diversidad estética. Pienso que así como existen especies en peligro de extinción, el cine de los silencios y las miradas, también lo está.
¿Cómo puede el espectador promedio valorar una obra de Andrei Tarkovski donde se exploran las profundidades del alma humana? ¿Puede alguien que adora Transformers entender o simplemente dejarse seducir por Stalker o Andrei Rubliov? Preguntas difíciles de responder en este monólogo de sordos que es el audiovisual actual.
Tomando en cuenta que el cine es un reflejo de la vida, y que la vida normal de nuestra sociedad es una anormal y eterna fiesta de músicas a volúmenes escandalosos, no es extraño que ese fenómeno se refleje en las pantallas, porque ya aquello de que el cine refleja la vida es un cliché donde el absurdo redobla la apuesta. Puede decirse que el cine no solo refleja eso que llamamos vida, no señores, es que la vida encañona a las películas y las hace sus esclavas.
Vamos demasiado de prisa hacia un hiperrealismo sonoro que distorsiona la perfección del sonido real. Se nos vende como natural una mayor definición en las reproducciones que entra en contradicción con la experiencia de la audición directa. En la medida en que los filmes actuales nos engatusan con la noción de un realismo extremo, al exponerse constantemente a ello, terminamos por oír la realidad de manera irreal.
No nos confundamos. Lo ruidoso no es un defecto per se, al igual que tampoco el silencio o la quietud ilustran las verdades de una forma de hacer cine. Sencillamente, es que para las audiencias lo deseable es un equilibrio entre ambas tendencias, para oírnos mejor.
La simplificación de los esquemas auditivos de las películas actuales responde a influencias variadas como el videoclip, los programas de televisión, a las búsquedas de los productores y directores de estímulos, para competir con esta feria de fenómenos en que se han convertido el arte y los espectáculos actuales, rizando el rizo para atraer a los espectadores a barracas de feria, perdón, a las salas de cine.
El cine debe manejarse, no solo entre Llantos y Susurros, como se titula la película de Ingmar Bergman, pero también con Mucho Ruido y Pocas Nueces como la obra de Kenneth Branagh inspirado en Shakespeare, o aceptar El Ruido y La Furia dirigida por Martin Ritt, que procede de la novela de William Faulkner, para congregar a los públicos de todas las orientaciones.
Los excesos sonoros de una gran cantidad de las películas actuales reducen su eficacia como obras de arte y coloca a sus hacedores en el dilema de que los destinatarios de ellas terminen haciendo oídos sordos y desplazándose hasta alternativas menos ruidosas.
El cine es silencio y miradas, es ruido, es música, es la sonora estampa de las historias que pueblan un celuloide oscilante muy parecido a las palabras de Shakespeare: “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia”.