Opinión

Las aproximaciones del cine al pensamiento religioso producen obras interesantes para análisis, debate y para enriquecer la ortodoxia de las religiones establecidas o de reciente formación.

De parte de mucha gente se asume que el fenómeno fílmico es una ayuda para ilustrar o divulgar las enseñanzas de sus textos bíblicos, no como mecanismo reflexivo al nivel de los textos preceptivos que guían a los fieles.

El valor de las películas, desde el inicio de este arte, lo constituye su efectividad propagandística, un aporte menor que no valora la profundidad del audiovisual, una muestra del espacio mental manejado por ciertas autoridades eclesiásticas.

Las diferencias que se dan entre cine y religión provienen de la naturaleza intrínseca de ambos. El cine tiende a la apertura, a la curiosidad, a la interrogación, y por definición tiene su mirada puesta en el infinito del ser humano, pero un infinito hecho de cuestionamientos, a lo que se sabe y a lo que no.

El hecho religioso descansa en la fe, en creer lo que no se ve, confiando en las fuerzas del espíritu y la sabiduría de sus autoridades, apoyadas en la inmutabilidad proclamada por las escrituras, sujetas solamente a la interpretación de algunos eruditos.

¿Cómo pueden entenderse un arte y una creencia si uno se apoya en lo que no se ve y el otro solo cree en lo que se muestra en la pantalla? Pues mirándose, oyéndose y respetándose, incorporando la tolerancia y la discusión para asumir las características existenciales que mueven la existencia de cada uno.

El cineasta Carl Theodor Dreyer, hombre de fe y de cine, inquieto creyente y cuestionador, autor de obras tan trascendentes como Dies Irae(1943), Ordet (1955), La Pasión de Juana de Arco(1928), entre otras, buscaba con sus planteamientos acercar los misterios religiosos al ciudadano común, al hombre de a pie cuyas circunstancias cotidianas no necesariamente confluían de manera exacta con los hechos proclamados en los escritos bíblicos.

Sostenía el cineasta una mirada intimista cercana a esos personajes retratados en sus filmes con las mismas preguntas, enfrentados a los mismos problemas que lo aquejaban a él y a los espectadores de sus películas.

Dreyer escribió un guión, Jesús de Nazaret, que nunca ha sido filmado, pero que se inscribía en la desmitificación de la imagen san sulpiciana de Jesús. Esa que incluso hoy manejamos, de ese hombre blanco de ojos azules y cabellos partidos a la mitad, incompatible con el trashumante hijo de Dios que cruzó desiertos, durmió al descampado y sufrió la crucifixión para redimir nuestros pecados.

El cineasta danés representa al Salvador como un hombre quemado por el sol, de nariz aguileña y pelo desordenado, muy alejado de esa estampa de superhombre, casi de portada de revista que nos han vendido por siglos.

Igualmente importante era su preocupación por combatir el antisemitismo enraizado en muchos pensadores del catolicismo, acusando a los judíos de la muerte de Jesús, sin entender las peculiaridades político-religiosas de una Judea ocupada por el imperio romano.

Ese antisemitismo es proclamado incluso por figuras tan preclaras como San Agustín en el siglo V: “¡Finalmente, a nuestro señor Jesús le ha llegado la hora! Ellos, los judíos, lo prenden, lo insultan. Ellos, los judíos, lo atan. Ellos lo coronan de espinas, ellos lo ensucian con salivazos, ellos lo clavan en la cruz”. Un discurso que culpabiliza a los judíos y que encuentra eco en oídos no muy sanos.

Tampoco salen muy bien librados los protestantes de estas lides como se desprende de las palabras de Lutero: “ Si encontrara a un judío que deseara ser bautizado, lo llevaría hasta el puente que cruza el rio Elba, lo amarraría bien , le ataría al cuello una piedra y lo arrojaría al agua, diciéndole ¡ yo te bautizo en el nombre de Abraham .“, Es decir, la culpa es múltiple.

El cineasta hunde sus narices en la historia para desmontar las bases de los prejuicios antisionistas trasladándose a Israel para investigar sobre la vida de Jesús y acudiendo a la consulta de prestigiosos expertos en la religión judía.

El proyecto es presentado al dramaturgo norteamericano Blevins Davis que inicialmente lo acoge con interés y le provee de fondos, quedando inconcluso a pesar de los denodados esfuerzos para concretarlo en un filme.

Como afirma Pedro Rodríguez Panizo en el prólogo de la versión impresa del guión que Ediciones Sígueme puso a disposición del público, nadie se ha atrevido a llevar a las pantallas esta historia escrita por Dreyer por el gran peso artístico de este realizador. Quien la filmara se vería comparado con la estatura estética de este icono cinematográfico, y el tema en si no estaría exento de la polémica.

Una de los apartados temáticos que aclara el guionista es lo relativo a quién es el culpable de la condena de Jesús. Muchos historiadores o autoridades religiosas señalan a los judíos y al Sanedrín como los responsables de la muerte del galileo universal, pero sin distinguir si fue el Sanedrín religioso, que se dividía en pequeño o gran Sanedrín, o la rama política que tenía una composición diferente.

Establece Dreyer el juicio de atribuir al ocupante romano, con Poncio Pilatos como su cabeza gobernante, de ejecutar a Jesús por temor a las alteraciones de la población que lo llamaba Mesías e hijo de David. Entonces estamos ante una decisión más política que religiosa.

El guionista y director establece un paralelo entre la ocupación romana de Palestina y la alemana de Dinamarca, señalando al Sanedrín como colaborador de Roma y mostrándonos a Jesús como un judío, ciudadano de un país ocupado.

Jesús de Nazaret precisa entonces una doble lectura política y religiosa, desmontando con argumentos sólidos el extendido antisemitismo como discurso culpabilizante de los judíos, descargando al ocupante romano de sus responsabilidades, actitud asumida por las autoridades cristianas buscando la tolerancia de Roma para con la nueva religión.

Carl Theodore Dreyer escribió el guión de esta película sobre el Nazareno que nunca pudo ver realizada, que nos deja una imagen de un Jesús muy diferente a la manejada por el discurso oficial de la jerarquía católica. El retrato de una figura humana y religiosa que cambió para siempre nuestra forma de ver el mundo.

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