El gran público suele realizar juicios sumarios a la hora de opinar sobre los artistas, a los que, elevados a las cumbres de la fama, otorga una identidad en bloque en la cual no existen zonas grises o espacios intermedios.
Se espera de los favorecidos por las musas un trato de favor hacia los espectadores, sirviendo de modelos inmaculados o de oráculos de soluciones para los pobres mortales que se refugian en la sala oscura a consultar esas divinidades de celuloide y luz.
Las cabezas de las estrellas y los directores suelen envanecerseante los halagos, creyéndose por encima del bien y del mal, perdiendo la noción de realidad, ese cable a tierra que los mantiene a salvo hasta cruzar el rubicon de la popularidad.
Esa identificación uniforme artista/obra, que la publicidad hace fluir engañosamente, es una trampa extremadamente peligrosa para cualquier cultor de las artes porque entra en línea directa de colisión con las creencias populares.
Si bien la obra es pensada y elaborada por el artista, esta no es por defecto el reflejo exacto de las posiciones políticas de ese creador. Es una arcilla que se transforma al entrar en contacto con la sociedad y las audiencias. Son dos vías muy independientes la una de la otra, que toman rumbos diferentes.
El caso de la documentalista alemana Leni Riefenstahl cuyas innegables cercanías al nazismo cercenaron su carrera artística después de la derrota de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, nos da la fotografía exacta del tema que estamos hablando.
Los hitos estéticos de esta mujer incluyen a dos de los más brillantes y famosos documentales jamás hechos, El Triunfo de la Voluntad (1935) y Olimpia (1938). El primero narra el congreso del partido nazi en Núremberg, el otro, las olimpiadas celebradas en Alemania.
Sus obras, que contenían brillantes aportes estéticos, son raramente mostradas en nuestros días, perjudicadas por su militancia política en un nazismo de horroroso recuerdo.
Hace varios años, en nuestro país se suscitó una gran controversia por la programación en la Feria Internacional del Libro de una de sus obras, El Triunfo de la Voluntad, me parece. Se procedió a cancelarla por diversas sugerencias, entre ellas, las de la comunidad judía local.
Las escalas de valores de los espectadores del cine no presentan diferencias sustanciales con las otras artes a la hora de distinguir con dificultad esa línea que divide la vida de la ficción, a la película de la realidad.
Un caso interesante y que ha dado pie a múltiples discusiones lo tenemos en la figura del director, actor y productor Clint Eastwood con unas posiciones políticas y estéticas muy definidas y claras.
El hombre de Harry el Sucio (1971), Por Unos Dólares Más (1965), Sin Perdón (1992), y muchos filmes más, es señalado como un republicano conservador y defensor de los valores establecidos. Pero esto tiene que ser matizado para no caer en las generalizaciones habituales que colocan un sello a este o aquel personaje que nos desagrada o con opiniones diferentes.
Eastwood, alcalde de Carmel (California) en 1986, apoya a veces a la causa republicana y otras a la demócrata, definiéndose como un libertario, partidario de una baja intervención del estado en la vida de los ciudadanos. Criticó a Nixon por Vietnam y Watergate, y a Obama por el manejo de la cárcel de Guantánamo.
¿De dónde le viene entonces ese sello de conservador? Pues de la imagen forjada por sus películas, un duro pistolero, un policía violento, personajes tan creíbles que han traspasado las pantallas para instalarse en la mentalidad de la sociedad en general, todo un malentendido sin visos de realidad.
Con una opinión muy decidida a favor del control de las armas, Eastwood respondió a la pregunta que le hizo Larry King en 1995sobre la idea que tenía la gente de que él estaba a favor de su uso : “¿Porqué alguien necesita un rifle de asalto?”.
En su caso se demuestra que la gente asigna posiciones a sus estrellas favoritas a partir de su imagen y no necesariamente por las ideas que defiendan, prejuicios derivados de la fama creada por el martilleo incesante de la publicidad en la mentalidad del espectador.
El reciente caso del chiste sobre la tarjeta de residencia que hizo Sean Penn en la premiación del Oscar al entregar la estatuilla al mexicano Alejandro González Iñarritu como Mejor Director, arroja luz sobre la pereza mental y la ignorancia, pues todo el que esté medianamente informado, conoce las posiciones liberales de Penn.
La inexacta uniformidad o la simbiosis perfecta entre las ideas del creador y la obra en sí misma, es un extendido prejuicio que afecta sobre todo al hacedor, víctima de la exitosa vida de sus criaturas de ficción.
Las posiciones de vida y las estéticas convergen en el cineasta, haciéndolo sujeto de los rejuegos de la opinión publica proclive a encasillar o marginar a quien no coincida con sus ideas.
El cineasta como ciudadano goza del derecho a involucrarse en los problemas sociales, y a su vez, de construir una obra que refleje sus posiciones estéticas, sin por esto verse obligado a que su obra se asuma como la imagen real de su vida.