Jesús, el maestro por excelencia, ha sido históricamente mal interpretado por muchos de los que se presentan como sus más fervientes seguidores, entre los que no faltan aquellos que instrumentalizan su discurso para sembrar el conformismo entre los oprimidos, perpetuando así la ignorancia y las injusticias sociales.
Nunca restó Jesús la importancia del pan cuando dijo que no sólo del alimento viviría el hombre. La psicología describe hoy a la persona humana como un ente biopsicosocial y espiritual, coincidiendo con el Maestro de Galilea, bajo el entendido de que además de necesidades biológicas también las tiene psicológicas, sociales y espirituales.
Con el mismo lenguaje dicotómico que no entienden muchos reduccionistas religiosos, Jesús les preguntó a sus discípulos: “¿De qué le valdría al hombre ganar el mundo y perder el alma?”. Ganar el mundo es conquistar el poder, político, económico, social o en cualquier otra de sus manifestaciones. Perder el alma es claudicar, traicionar o hacer cualquier tipo de felonía o bellaquería con tal de alcanzar esos poderes, es decir el mundo.
Los hombres y las mujeres de todas las épocas que transformaron las sociedades en las que les tocó vivir ganaron el mundo sin perder el alma. Obras cumbres de la literatura mundial plantean la misma dicotomía con títulos como El Poder y la gloria, conocida novela del británico Graham Green, o El Oro y la paz, del político y escritor dominicano Juan Bosch.
Los padres fundadores de los Estados Unidos, como Washington y Jefferson, ganaron el mundo sin perder el alma, lo mismo que Bolívar y Máximo Gómez en la América Hispánica. Un psiquiatra que habla en una conocida emisora dominicana, en el mismo orden semántico religioso, afirmaba recientemente que “el alma no existe”, como si ésta se tratara de un órgano fisiológico parecido a los riñones o al duodeno.
Aristóteles, en su metafísica habla de los sentimientos del alma, esa parte espiritual que la misma ciencia de hoy encuentra en el ser humano. Ahí están los valores y las cosas abstractas que no se pueden ver ni tocar pero cuya existencia nadie puede negar. Luego René Descartes hizo una taxonomía de esos mismos fenómenos en su libro Las Pasiones del alma, y Baruc Espinoza los describió con los mismos principios de las ciencias exactas.
El psiquiatra y académico español Carlos Castilla del Pino, fallecido hace un par de años, en su libro Teoría de los Sentimientos sigue los pasos de Aristóteles, Jesús, Descartes y Espinoza.
La historia registra también muchos casos de hombres que prefirieron perder el mundo, es decir el poder, antes que perder el alma, que no es otra cosa que claudicar o traicionar los principios y valores. Son los mismos que prefirieron perder el poder y ganar la gloria, no conquistar el oro por preservar la paz. Es más que religioso científico el hecho de que no solo de pan vive el hombre, sin que nadie en su sano juicio pueda restarle importancia a la comida.
Ganar el mundo, el poder, debe ser la meta de todo hombre que aspire a mejorar su sociedad. Pero debe hacerlo, así entiendo yo a Jesús, salvando el alma, es decir la ética, cuya etimología se remonta al Ethos de los griegos, que no es otra cosa que el mismo ser.
Un país como el dominicano, con tantos peligros y acechanzas que le vienen encima, acorralado internacionalmente por su posición frente al tema migratorio con Haití, debe valorar la importancia de ganar el mundo sin perder el alma. En un ambiente donde la gente sencilla entiende que entre su liderazgo político todo es negocio, se podrían estar perdiendo las dos cosas: el mundo y el alma.
Los de abajo que se convencen de que “los dejaron fuera del dinero”, también les dará un bledo el destino de la Patria. Ahora más que nunca le cae a los dominicanos como anillo al dedo una olvidada sentencia que estuvo de moda hace muchos años: “Ante la injerencia extranjera, la virtud doméstica”.