La grandeza patria de Juan Pablo Duarte estriba en haber concebido la idea de que en un territorio yermo de 48, 444 kilómetros cuadrados y ciento y pico de miles de habitantes dispersos y aislados entre sí podía existir una nación independiente y soberana. Sin la audacia revolucionaria de aquel joven veinteañero y de sus compañeros trinitarios, así como la posterior gesta reivindicativa iniciada en La Visite cerca de Ouanaminthe —Juana Méndez— por los coroneles Santiago Rodríguez, José Cabrera y Benito Monción, el capitán Eugenio Belliard, Segundo Rivas, Alejandro Bueno, Palilo Reyes, el abanderado Juan de Mata Monción, el trompetista español Angulo, el artillero San Mézquita, Tomás Aquino Rodríguez, Juan de La Cruz Álvarez además de un soldado desconocido del lado haitiano de La Española, mientras del lado dominicano de la frontera esperaba otro grupo de patriotas entre los cuales se encontraban Juan Antonio Gaspar Polanco y Antonio Pimentel.
Tanta gloria para las efemérides dominicanas comporta el trabucazo independentista del 27 de febrero de 1844 como el Grito de Capotillo puesto por obra el 16 de agosto de 1863, fecha esta última en que un pelotón de próceres bajo las órdenes de Gregorio Luperón y Santiago Rodríguez tomaron por sorpresa el cerro de Capotillo en Dajabón e izaron allí la enseña tricolor diseñada por la primera víctima mortal femenil de Pedro Santana. Desde el inicio mismo de nuestra guerra restauradora descuella la espada tenaz y justiciera de Gregorio Luperón.
Esas dos guerras patrias dominicanas que cualquier coge rábanos por las hojas podría atreverse a desestimar habrían de marcar para siempre las decisiones políticas que han afectado y afectan a los habitantes del país dominicano; decisiones éstas que sin dichas guerras se habrían tomado hasta julio de 1898 en los centros de Poder de una potencia europea, y que a partir de la preindicada fecha con toda seguridad habrían pasado a ser tomadas en la capital del país estadounidense que a no dudarlo le habría tomado posesión al territorio dominicano en condición de botín de guerra junto a Cuba, Puerto Rico y Filipinas si el término de la guerra de independencia hispano-cubana hubiera sorprendido a República Dominicana colonia española.
Es pecado de lesa ciencia escribir la historia en función de suposiciones; sin embargo hay presupuestos que obviados parecerían cocos de agua, y si no parecieran cocos de agua parecerían aguacates que cuelgan del pedúnculo al término del cual han crecido: No cabe en mente sana pensar que ya que fue Estados Unidos a pretender el cargo con un botín de guerra tan poblado y remoto como Filipinas, de haber sorprendido en julio de 1898 al pueblo dominicano como colonia española, y dado que había de tomarle posesión como parte de dicho botín a dos de las cuatro Antillas Mayores, que en el caso nuestro las fuerzas imperiales que tales despojos materializaron hubieran decidido permitirnos la independencia. Evidencia histórica incontrastable esta última de que nuestros restauradores, que con enorme tino táctico actuaron de manera concomitante con los emancipadores estadounidenses de la etnia africana, como todo libertador de cualquier país del mundo, le ahorraron al conciudadano liberado males mayores.
Lo más triste para una familia es que las decisiones que afectan su existencia se tomen en casa ajena. La mayor humillación que pueda recibir un país es que las decisiones que afectan su existencia se tomen en las ramas legislativa, ejecutiva y judicial de una nación extranjera. A esa realidad ominosa se opusieron con éxito tanto Juan Pablo Duarte como Gregorio Luperón. Se escribe fácil; pero retroceda usted en República Dominicana a los decenios quinto y séptimo del siglo XIX, y venga para que hablemos.
Hemos escrito estos párrafos con la única intención de poner en perspectiva histórica las glorias pares y complementarias entre sí del soldado trinitario y del restaurador. Nadie restaura nada que no haya existido antes. La acción y el efecto de restaurar que se conoce como restauración comportan recuperación o reparación de lo que ya existía.
Y una vez reconocidas en función de lo dicho la grandeza patria de ambas gestas libertarias, tanto la iniciada el 27 de febrero de 1844 como la que empezó el 16 de agosto de 1863, los próceres de una gesta y de la otra se complementan entre sí. La sangre derramada por los héroes de cualquier patria del mundo en defensa de la libertad de sus conciudadanos difiere de la sangre derramada por los gallos de lidia en el redondel de cualquier gallera, que tampoco deberían de derramar los gallos la suya en un deporte cruel que nos remite al circo romano.
En todo caso, la asombrosa fertilidad del planeta Tierra en los siglos y milenios anteriores a las chimeneas industriales, los tubos de escape automotrices y la revolución del plástico jamás engendró agrupamiento celular alguno más rico, fecundo y prodigioso que el encarnado en el ser humano. Liberado el hombre del bochorno histórico del circo romano, liberará sin duda en su momento a los gallos de lidia. En un pueblito español que va por el nombre ortodoxo de San Fernando de la Vega localizado en Extremadura, se mataba a garrotazos sucios un burro limpio durante las celebraciones patronales de cada año. Europa entera se movilizó en contra de aquella salvajada contemporánea descendiente del circo romano. Hace ya años que se elevan cánticos a la virgen lugareña sin la denigrante ceremonia de matar a palos el burro. Con lentitud, año tras año, de manera casi imperceptible para los menos pacientes, la humanidad avanza.
Los próceres de un país no son gladiadores romanos frente a las fieras del Coliseo, que muchísimo menos gallos de lidia en un redondel de gallera. Ninguno de ellos es más grande ni más chiquito que sus pares de gesta en favor de la redención de un pueblo oprimido. Por su puestísimo que la formación social de cada pueblo es la cuna de sus gestas libertarias. Y de dicha formación social salen los mentores y comandantes de dichas gestas. Los astros del firmamento no compiten entre sí, alumbra cada uno desde su rincón sideral sin desdecir de sus pares. Los poetas de todos los tiempos se han vuelto locos cantándoles a la Luna. Algo menos le han cantado al Sol del cual ella es satélite. Justo es reconocer que José Martí, el poeta de la luz, mencionaba el Sol a menudo. Lo importante es que se puede elogiar la romántica nocturnidad de la Luna sin detractar la reverberante claridad diurna del Sol.
De igual manera, ningún prócer vivo agradecería que al elogiarlo se detractara a su parigual. No ayuda en nada a la formación del sentimiento patriótico de un joven la discusión en torno a la grandeza de Juan Pablo Duarte comparada con la de ningún otro prócer dominicano o de cualquier nacionalidad. Cuando Gregorio Urbano Gilbert disparó en el puerto de San Pedro de Macorís su viejo revólver contra el soldado invasor estadounidense, puso en el firmamento su diestra donde mismo la puso Bolívar el Ayacucho o San Martín en Maipú. La grandeza de ningún héroe redunda nunca en pequeñez de otro héroe. Ningún hombre es por necesidad malo en función de que otro haya sido demasiado bueno.
Visto lo visto, sólo resta ver en perspectiva histórica la función que en nuestro país ha ejercido una institución conocida como Comisión Nacional de Espectáculos Públicos y Radiofonía. El primer reglamento que la rige fue votado en 1949, cuando no teníamos en el país estaciones televisivas; pero modificado en 1961, cuando ya las teníamos. En 2017, cuando ya debería de revisarse nueva vez el reglamento, tenemos redes sociales y otros medios de difusión instantánea. De todos modos, desde que entrara en vigencia por primera vez en 1949 ya el propio nombre de la entidad era pleonástico porque sin público no puede haber espectáculo. Nada que ocurra en la intimidad tiene tal categoría; pero a partir de su modificación en 1961, le añade al pleonasmo otra limitación que parecería a él antinómica: El nombre es además taxativo porque regula lo radiofónico pero excluye lo televisivo; y en la actualidad también excluye el fenómeno cibernético que se conoce como redes sociales.
Hace años la llamada Comisión Nacional de Espectáculos Públicos y Radiofonía era conocida por convertir en pan caliente merenguitos pobres de letra y de música que sin la ayuda de dicha comisión nadie se habría enterado de su existencia. Dejen por favor a esos merengueros que digan lo que les dé la gana en sus disquitos, que si ustedes saben lo que significan sus palabras y su doble sentido, el pueblo entero lo sabe también. No revuelvan ese arte pobre para llevarlo al lugar de la palestra pública donde jamás llegarían por méritos propios. No prohíban nada que la gente lo sabe todo. En tiempos de la dictadura franquista en España, una voz tan útil, tan cotidiana para lo bueno y para lo malo, tan sonora, tan necesaria como la palabra cojón no estaba registrada en el diccionario de la RAE porque la doble moral salida del potro de tortura inquisitorial la consideraba malsonante.
Mucha gente en República Dominicana de la que volvería a borrar si pudiera el vocablo cojón del diccionario de la RAE, tenían en salmuera a don Álvaro Arvelo porque es el libertador de la lengua española en la radiodifusión dominicana. Y por ese delito ante la lesa doble moral lo esperaban al bate. No querían lanzarle por temor a un cuadrangular y como lo vieran con cero strike y tres bolas le cantaron la cuarta en una maniobra tendenciosa que de haber narrado el juego Mandy López lo habría denunciado a su manera: “Ni alta, ni baja, ni afuera ni adentro: ¡Bola, cantó el barbarazo!” Embasaron a don Álvaro porque pensaron que detrás suyo vendría un bateador malo al que se le podía lanzar sin temor.
Ni a Juan Pablo Duarte ni a Máximo Gómez les perjudica en nada que él desdiga en ocasiones del estelar aporte de ellos a la antillanidad de todos los habitantes de tan cálido y acogedor archipiélago. Dejen quieto a don Álvaro que diga lo que le venga en gana por esa boquita suya que él nunca se coserá, que las figuras históricas colosales de Juan Pablo Duarte y de Máximo Gómez no cogen corte de clase alguna.
¿Por qué no lo ven mejor a don Álvaro como el tutor exitoso y mentor de todavía de sus cinco hijos, incluido entre ellos al diplomático dominicano que más honores ha recibido en los organismos internacionales ante los cuales ha servido? Justo la semana pasada el embajador Mario Arvelo, representante de República Dominicana ante las agencias de la ONU para la alimentación con sede en Roma, fue elegido presidente del Comité de Seguridad Alimentaria Mundial, y felicitado de manera pública por el director general de la FAO José Graziano da Silva y por el papa Francisco.
Ostenta Mario otros honores diplomáticos que me callo porque soy su amigo; pero que deberían estar asentados en los anales de Cancillería. Si no lo están, fuera del territorio nacional dominicano hay evidencias incontrastables para su posterior asentamiento una vez llegado el momento.
Un amigo solidario y sincero como ha sido siempre Mario Arvelo, me ha invitado en reiteradas ocasiones a iniciarme en el ajedrez: “Mario, yo no he jugado nunca siquiera a la mosquita dentro del vaso de leche; además, un ajedrecista sabanalamarino haría sin duda el ridículo: Déjame, yo lo juego en la vida a mi manera como puedo”, le explico para diluir el esfuerzo fraternal en su amable sonrisa de amistad.