Toda decisión que implique ceder derechos soberanos, y por ende, renunciar a la autodeterminación de la que goza toda nación libre e independiente, no puede ser tomada a la ligera y mucho menos ser vista como una prerrogativa exclusiva del poder ejecutivo, en detrimento de los demás poderes del Estado.
Tal observación adquiere mayor relevancia cuando se trata de temas sensibles para la seguridad nacional, como es el caso de la migración, donde cualquier alteración de las leyes vigentes debe hacerse bajo un amplio consenso social y político. Esto en el entendido de que en el caso de la Constitución dominicana, esta describe nuestro sistema de gobierno como una democracia, ya no solo representativa, sino participativa en lo social.
La ausencia de consultas y un diálogo político transparente, fue precisamente lo que produjo gran malestar semanas atrás, cuando se conoció sobre la inminencia de la firma del Pacto Mundial para la Migración, un acuerdo de alcance internacional que viene siendo discutido desde septiembre del 2016, cuando en la Asamblea de la ONU se le dio forma a la llamada “Declaración de Nueva York”. Este documento de unas 39 páginas, establece la voluntad de los miembros de las Naciones Unidas de “salvar vidas, proteger derechos y mejorar las condiciones de los migrantes a propósito de la crisis migratoria mundial”.
De hecho, son las características de dicho pacto las que hacen que al igual que otros convenios de alcance internacional, se vea guiado por un concurso de voluntades y principios comunes, que le brindan legitimidad y peso moral ante los gobiernos. De ahí que la intención de establecer preceptos que permitan una “migración segura, regular y ordenada”, a la vez de “dividir la carga entre los Estados”, como bien expresa la declaración de principios del mismo, sea un aspecto que requiere un estudio profundo de las implicaciones por parte de cada Estado signatario.
Poniendo la discusión en contexto, hay que apuntar a que el origen de estos esfuerzos internacionales subyace en las grandes movilizaciones que han tenido lugar en los últimos años, sobre todo en aquellas generadas a causa de crisis económicas y el conflicto armado. Este último sería el caso de Europa, que durante el 2015 y gran parte del 2016, vio crecer sustancialmente el número de migrantes provenientes del norte de África y Medio Oriente, creando una reacción xenófoba que incluso fue parte de las causas que llevaron al Brexit.
Dichas migraciones resultaron ser una consecuencia directa de los conflictos y la desestabilización política padecidos por naciones como Siria, Libia, Egipto, Yemen e Irak, tomadas como terrenos de enfrentamiento por parte de las principales potencias, que procuran a través de guerras subsidiarias obtener mayor influencia dentro del tablero geopolítico mundial. Todo esto acompañado de una imposición de sistemas de gobiernos ajenos a dichas sociedades, sin detenerse a valorar la cultura, idiosincrasia, creencias y menos aún la autodeterminación de cada una de estas naciones para decidir su destino.
Si a lo anterior sumamos que una vez finalizados, o al menos puestos en pausa dichos conflictos, lo común es que no se ponga en marcha ningún tipo de estrategia de rescate y reconstrucción posterior, tendremos una respuesta clara del porqué se originó tan masiva ola de migración, en su mayoría en calidad de refugiados y solicitantes de asilo. En efecto, son tales circunstancias descritas y la creciente desigualdad económica y social en el mundo, las que ponen al desnudo el génesis de un problema creado por descuido de unos pocos y que ahora buscan sea responsabilidad de todo el mundo.
Volviendo al Pacto Migratorio a celebrarse en Marruecos entre el 10 y 11 de este mes de diciembre, lo cierto es que entre sus consideraciones existen muchos aspectos admirables y que gozan de un respaldo general, tales como “Proteger los derechos humanos de todos los refugiados y migrantes”; “Prevenir la violencia sexual y por razón de género, y responder ante ella”; “Condenar enérgicamente la xenofobia”; “Crear la Organización Internacional para las Migraciones”; y “Velar porque todos los migrantes tengan pruebas de su identidad jurídica”.
No obstante, dentro del cuerpo de dicho Pacto también resaltan ordenamientos que cargan al país receptor deberes que contravienen las políticas migratorias y regulaciones internas, haciéndole responsable exclusivo de “Asegurar que todos los niños refugiados y migrantes estén estudiando en un plazo de unos meses después de su llegada”; “Encontrar nuevas viviendas para parte de los refugiados que la ACNUR haya considerado que necesitan reasentamiento”; y “No detener a los niños a los efectos de determinar su estatus migratorio”. Todo esto puede abrir una caja de pandora, prestándose al tráfico “legal” de niños a terceras naciones, sin contar que además hay artículos donde se entremezclan conceptos muy diferenciados en significado y tratamiento, como es el caso de refugiados y migrante.
Casos como estos son los que despiertan la preocupación en naciones como República Dominicana, que junto a Estonia, Hungría, Austria, Australia, Bulgaria, Israel, Polonia, la República Checa y Eslovaquia han decidido no suscribir el Pacto Migratorio, por sus reservas en torno a ciertos compromisos presentes en este acuerdo, que podrían desencadenar situaciones particularmente lesivas a los intereses de cada nación. Y es que a pesar de que el Pacto detalla que no es jurídicamente vinculante, sino que más bien se basa en un compromiso moral, el mismo no discrimina entre las peculiaridades de cada Estado, así como su situación respecto a la posible volatilidad de sus fronteras.
De lo anterior se desprende que casos como la marcha de centroamericanos (especialmente hondureños) hacia Estados Unidos, el éxodo de venezolanos que parten hacia naciones aledañas, los africanos que cruzan hacia Italia, España y Grecia, así como los haitianos que ingresan diariamente a nuestro país, no pueden verse bajo una misma lupa y mucho menos ser tratados con el mismo antídoto pro-migración. De hecho, en la República Dominicana contamos con unos 382km de frontera compartida con el vecino país de Haití, una nación con serias precariedades económicas, políticas y sociales, producto de la irresponsabilidad de su clase gobernante y dominante (a estos, allí radica una pobreza que le genera muchas riquezas), que además de convertirle en un Estado inviable, han sido presas de una gran promoción internacional que no se traduce en un compromiso sincero.
La imposibilidad de asumir la carga del infortunio de que ha sido víctima la vecina nación, a pesar de nuestro Estado ser el que más compromiso tangible ha asumido con la situación haitiana, es lo que generó inadvertidamente un amplio consenso en la sociedad dominicana.
El tiempo validará la conveniencia de tal decisión, pero lo cierto es que la solución a la creciente ola de migración nos indica que debemos mirar nueva vez hacia las naciones donde se originó.