Opinión

Los gobernantes siempre se sentirán complacidos con aquellos funcionarios portadores de sabiduría y de prudencia mientras estén ocupando una función pública.

Para esto no se requiere que los funcionarios tengan un gran dominio de lo que hoy día se conoce como administración pública. Bastaría, esencialmente, con que sean buenos conductores en el manejo de los fondos públicos en donde prevalezcan la transparencia y la ética y, por supuesto, no se permita el acercamiento irritante del fenómeno de la corrupción.

La moral de los funcionarios se crecen cuando actúan con honestidad y no ponen en primer plano, mientras duren en el ejercicio de sus funciones, los intereses de ellos o de sus familiares. De hacer lo contrario, conllevaría a la pérdida de confianza por parte de la ciudadanía. Y, naturalmente, quedaría evidenciado que la herramienta ética de esos funcionarios son débiles.

Lo cual significa que dichos funcionarios, actuando como líderes gerenciales, estarían inevitablemente condenado al fracaso. Pero peor aún, se convertirían en agentes catalizadores para que el gobernante reciba andanadas de fuertes y negativas críticas en su contra.

Jamás olvidemos que algunas veces lo que parece simple termina convirtiéndose en complejo. Entonces aparece el descrédito y el gobernante termina siendo altamente cuestionado por culpa directa de los funcionarios corruptos, indolentes y aprovechadores.

últimas Noticias
Noticias Relacionadas