Opinión

Por: Carlos Rodríguez | Desde el instante en que el presidente, tras la llamada de la extinta gobernadora, asumió las riendas de la situación que se desató el 8 de abril de 2025, la expectativa era alta. Sin embargo, la cruda realidad reveló que ni su intervención logró detener el pillaje y el caos que siguieron al desastre.

Esta falta de control ante el saqueo de los cuerpos de los accidentados no solo complicó la identificación de las víctimas, sino que expone la fragilidad de nuestras instituciones y la inaceptable ineptitud de aquellos que deberían estar al mando.

En medio de un evento festivo que prometía alegría, la tragedia se transformó en un símbolo de la barbarie que asola nuestra sociedad. La imagen de un gobierno que se presenta como paladín de la justicia se vuelve una burla al observar su impotencia ante el asalto de los cuerpos caídos, incluyendo a importantes figuras del arte y espectáculo que fueron despojadas de sus pertenencias y, con ellas, de su identidad.

Este acto no solo es un reflejo de la descomposición social y ética que impera, sino que plantea interrogantes sobre la capacidad del estado para cuidar de sus ciudadanos.

Las informaciones provenientes de redes sociales han señalado que un ex funcionario de la ONU, quien al parecer poseía información clasificada, se encontraba en el epicentro de la tragedia. Esto añade otra capa de inquietud y nos lleva a cuestionar qué intereses ocultos podrían haber influido en este desastre.

Aunque se ha creado una comisión para investigar, surge la duda sobre si esta será capaz de trascender el entramado de privilegios que rodea el ejercicio del poder político, que a menudo es una errada concepción de la gobernanza.

Recordando la expresión del profesor de Juan Bosch «Los hijos de Máchepa», para caracterizar la pobreza y la injusticia, debemos reconocer que hoy no todos son «hijos de Máchepa».

Existen nombres de gran peso y reputación que deben rendir cuentas ante la nación. La inacción del gobierno no solo debe ser investigada, sino que también debe enfrentarse a las severas consecuencias que esta situación ha generado. La aparición del presidente, tras el caos que siguió a la tragedia, debería ser un llamado a la reflexión profunda sobre su liderazgo.

Es fundamental que demandemos no solo justicia por las víctimas, sino también una rendición de cuentas que asegure que desgracias de esta magnitud nunca se repitan. La vida y la dignidad de cada ciudadano deben ser el pilar en el que se fundamenten todas las decisiones políticas. Recordemos que el verdadero liderazgo se manifiesta en los momentos de crisis, y la responsabilidad política debe ser la brújula que guíe a un pueblo hacia la sanación y la restauración de la confianza mutua. Solo así podremos honrar la memoria de aquellos que han sido injustamente perdidos y construir un futuro más seguro para todos.

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