Opinión

La desigualdad social no es un fenómeno reciente. Ha existido desde que se conocen el concepto de riqueza y el de la estratificación social; desde entonces, siempre han existido aquellos que tienen mucho y aquellos que tienen poco. Lo que sucede es que en esta etapa de consolidación de los Estados de Derecho, las diferencias entre unos y otros jamás habían sido tan pronunciadas.

Hoy, activistas sociales, académicos, investigadores, políticos y, especialmente, economistas laureados con el premio Nobel, coinciden al identificar que la desigualdad social es el reto más importante que como sociedades nos toca enfrentar en el siglo XXI.

Paul Krugman considera la desigualdad como el desafío definitorio de nuestros tiempos; afirmando que la desigualdad que existe hoy impide el crecimiento económico. Joseph Stiglitz, de su parte, ha reflexionado sobre las consecuencias de la desigualdad: altos índices de criminalidad, problemas sanitarios, menores niveles de educación, de cohesión social y de esperanza de vida.

Lo que estos académicos tan importantes plantean, nos invita a preguntarnos : ¿Cómo ha llegado al mundo a un estado de desigualdad tan preocupante? Y la pregunta moral y política es inevitable: ¿Cuánta desigualdad podemos asumir?

Paradójicamente, la respuesta a una pregunta que alude a un fenómeno tan complejo es relativamente sencilla.

En la era de la post-industrialización, la dinámica de las economías de libre mercado ha impuesto una realidad indiscutible: El capital, y no ningún otro factor, es el mayor generador de beneficios y riquezas.

De ahí que, en un mundo donde los procesos productivos capital-intensivo desplazan vertiginosamente a aquellos que dependen más de la mano de obra; se genere una dinámica excluyente, en la que sólo crean beneficios y acumulan riquezas aquellos con capacidad inicial de producirla.

En otras palabras: nuestros modelos económicos han dictado el axioma de que solo el dinero genera dinero, salvo contadas excepciones.

Por otro lado, con el resurgimiento en los años 80 del enfoque económico liberal, de la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, una vez más se pensó que el mercado por sí solo tenía la capacidad, no solo de auto-regularse, sino de producir riquezas, y que estas, como por arte de magia se derramarían a todos los otros sectores de la economía.

Esto, que conocemos como el “Trickle Down Economics”, no funcionó. Y su manifestación institucional, que el mundo conoció como el “Consenso de Washington”, también terminó descartado por considerarse un enfoque errado, y uno propiciador de condiciones que acentuaron la pobreza y la desigualdad.

En este contexto es que ha recobrado vigencia y sustento la visión de que una de las responsabilidades troncales de los Estados tiene que ser, ineludiblemente, la intervención sistemática y decidida en forma de políticas sociales, que garanticen unas condiciones mínimas de vida, compatibles con la dignidad inherente a todo ser humano y que consagren la consecución de los derechos con categoría constitucional.

El hecho de que los beneficios económicos de tantos años de crecimiento no se hayan derramado a todos los estratos sociales, es la razón por la cual debemos abordar, con determinación, la Desigualdad Social.

Hoy que vivimos en un mundo que precisa de un nuevo contrato social entre Estado, Gobierno y Sociedad, basado en el bienestar colectivo, la equidad y la felicidad; necesitamos de políticas sociales incluyentes para mantener la cohesión social, evitando la profundización de la desigualdad y las condiciones que podrían conducir a rupturas sociales.

Abordar la Desigualdad Social es invertir en la creación de capital humano y social para las generaciones presentes y futuras, es invertir en un mejor futuro para nuestro país y para el mundo. Abordar la desigualdad es combatir las vulnerabilidades existentes, para erradicar la pobreza en nuestra sociedad. Superar la pobreza, las desigualdades socio-económicas y de género y lograr la inclusión equitativa de toda la población, requiere de la construcción de verdaderos pisos de protección social, que a su vez puedan ser sucesivamente ampliados, para garantizar el bienestar y el pleno ejercicio de los derechos humanos y las libertades, individuales y colectivas.

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