La siembra del miedo, intenso y colectivo, es a lo que llamamos terrorismo. Es un arma, que por lo general persigue objetivos políticos, y para ello recurre a la violencia extrema, sin importar que los actos promovidos se cobren la vida y los bienes de individuos ajenos al conflicto que originan las acciones; a esto en Occidente, que practica un tipo de terrorismo diferente al musulmán, como veremos más adelante, le llaman “daños colaterales”, una expresión que los medios de comunicación occidentales han suavizado de tal modo que es casi análoga a la farmacéutica que le viene a todo medicamento: “efectos secundarios”.
El terrorismo no tiene ideología, y a él recurren individuos desquiciados y resentidos con su entorno y la sociedad, que en medio de sus delirios acometen acciones brutales para poner en el centro de la atención las ideas que le han llevado a sus frustraciones o vacíos existenciales; también grupos políticos o religiosos extremistas que buscan hacer prevalecer sus demandas, promover sus opiniones, posiciones ideológicas o religiosas, y responder o enfrentar agresiones de otros grupos o fuerzas más poderosas, como el Estado, por ejemplo, que igual que ellos echa manos del terror, para disuadir, conquistar, imponer y pillar.
Pues bien, a pesar de que el terrorismo no tiene ideología ni un espacio geográfico exclusivo que lo acune, los medios informativos a que he hecho referencia venden la idea de que el terrorismo es un hechura musulmana, de que su factura o denominación de origen está en el fundamentalismo religioso que, según ellos, tomó el camino de las armas y el terror para imponer el Islam al Este cultural o político, porque en él debemos incluir a Japón, Corea del Sur y Taiwán, geográficamente orientales aunque políticamente occidentales.
Pero el asunto hay que verlo más allá del propósito maniqueo, más allá de los etiquetados yihadistas; quizás debemos remontarnos a las primeras sociedades humanas, a los enfrentamientos violentos entre las gens o a la historia del judaísmo, simiente de la cultura occidental, una religión afianzada por Jehová, según la mitología judaica, y que para afianzarla recurrió al terror, utilizando desde Josué hasta Ariel Sharón, quienes aterrorizaron pueblos enteros, matando niños, ancianos y mujeres ajenos a los conflictos políticos enmascarados de religiosos.
Moisés fue un líder político religioso, según nos cuenta la Biblia, que dirigió el proceso de liberación del pueblo judío, esclavizado por los egipcios. Este patriarca dejó el destino de su pueblo en manos de un militar, Josué, quien dirigió un plan de conquista en el que se impuso el terror. El libro bíblico que lleva su nombre cuenta sus hazañas terroristas cuando se toma a Jericó y destruye a Hai. En el capítulo 6 versículo 21 dice: “Y destruyeron a filo de espada todo lo que en la ciudad había; hombres y mujeres, jóvenes y viejos, hasta los bueyes, las ovejas, y los asnos”.
Esto sucedió durante la conquista del primer pueblo, lo que se repitió en Hai, tras matar a 12 mil personas, de acuerdo a lo que narra el capitulo 8 versículo 27: “Pero los israelitas tomaron para sí las bestias y los despojos de la ciudad, conforme a la palabra de Jehová que le había mandado a Josué”. Sabra y Chatila serían la versión moderna de aquellos actos de terrorismo religiosos y de Estado.
Josué tenía el mandato “divino” de darle forma a un pueblo nómada que deambulaba por el desierto dividido en tribus en busca de un territorio que le diera estabilidad social para construir su identidad, difusa y dispersa, “contaminada” a veces por culturas religiosas politeístas que competían con las enseñanzas monoteístas de sus líderes. Para ello era necesario un territorio, del que se habla en el libro de Éxodo, segundo del llamado Pentateuco, que recoge las fabulosas hazañas de Moisés, que conducirían a la llamada “tierra prometida”, conquistada, como ya señalamos, a base de terror en el que viejos, jóvenes, mujeres, niños y animales eran convertidos en objetivos militares.
Desde antes de la conformación del Estado judío, desde que se organizaron como sociedad tribal, la dirección política asociada al fundamentalismo religioso, recurrió a la violencia irracional, como señalamos; es lo que vivimos día a día en Palestina. Los asentamientos judíos en territorio vecino, que obedecen a las antiguas instrucciones divinas, son el escenario recurrente del horror, del terrorismo de Estado que tiene como respuesta el terrorismo contestatario, o de defensa, que acometen los palestinos ahogados en la impotencia de la superioridad militar israelí, que le impide sostener una guerra convencional.
La factura terrorista pues, no tiene origen en el islamismo que, igual que el cristianismo, sus raíces están en Abraham, alma central del judaísmo, pilar fundamental de las dos religiones que a decir de algunos intelectuales son el trasfondo de la llamada lucha de civilizaciones entre occidente y el mundo no occidental, que involucra además a países que profesan el budismo, una religión de origen distinto, con una doctrina filosófica orientada al dios interior que tiene cada ser humano y que nació en el siglo V antes de Nuestra Era en paralelo al desarrollo de la judaica.
Lo afirmado anteriormente nos lleva a pensar que el terrorismo pudiera ser tan viejo como la Humanidad. Pudo haber tenido presencia en las gens cuando las mujeres eran raptadas para ser objeto de reproducción en otro clan, o cuando el surgimiento de la propiedad privada sobre los medios de producción desataron las guerras de tiempos modernos, camufladas de conflictos religiosos, como antes entre moros y cristianos y después entre los pueblos originarios americanos y los católicos o protestantes europeos, que llegaron al continente desconocido por ellos a evangelizar a “seres primitivos” que a decir de los líderes religiosos del llamado viejo continente ni siquiera tenían alma, lo que les daba la categoría de animales salvajes.
La iglesia y el Estado caminaron de la mano en América para “evangelizar” y conquistar, y Hatuey, indígena que enfrentó a los conquistadores describe, según palabras que se les atribuyen, la alianza político religiosa de la siguiente manera: “Este es el dios que los españoles adoran (se refería al oro). Por esto pelean y matan; por esto es que nos persiguen y es por ello que tenemos que tirarlos al mar…Nos dicen, estos tiranos, que adoran a un dios de paz e igualdad, pero usurpan nuestras tierras y nos hacen sus esclavos…roban nuestras pertenecías…violan nuestras hijas”.
Hatuey, primer indígena en enfrentar a los conquistadores europeos en el “descubierto” continente, daba la versión, desde la óptica de los pueblos conquistado, de la forma en que los colonizadores, en una alianza entre Estado e Iglesia, emprendieron su sangriento proceso de evangelización y conquista que se ha prolongada hasta nuestros días con la ideologización o colonización cultural. Recuerdo como se inoculaba a los estudiantes del nivel básico y medio de nuestras escuelas hace algunos años, cuando se nos vendía la idea de que la veneración de la Virgen de las Mercedes obedecía al hecho de que ésta apareció en la batalla del Santo Cerro para proteger a los conquistadores de los malvados indios conquistados que defendían su oro y a sus mujeres.
George Bernard Shaw, escritor irlandés nacido en 1856 y fallecido en 1950, quien desarrolló su carrera literaria en Inglaterra, viendo la conquista desde el punto de mira del conquistador dijo: “Ciertamente, al hombre inglés no le faltaba una actitud moral particularmente eficaz. Como gran paladín de la libertad y la independencia nacional, conquista y se anexiona medio mundo y lo llama colonización. Cuando le interesa un nuevo mercado para sus mercancías adulteradas de Mánchester, envía un misionero que predique a los indígenas el evangelio y la paz. Estos matan al misionero y él (el inglés) inicia una campaña armada en defensa del cristianismo, en nombre del cual combate y conquista. Y se queda con el mercado como recompensa celeste.
No perdamos de vista que para lograr sus objetivos evangelizadores, cristianos y conquistadores, actuando bajo órdenes del Estado, recurrían, no solo al engaño religioso, sino a la sangre, al degüello, al exterminio: ¡Al terror! Al mismo de que echaron manos por “mandato divino” el Josué bíblico y el Sharon que llevó el apocalipsis a Sabra y Chatila. Pero a esta alianza político religiosa se sumó la empresarial, como nos revela Loretta Napoleoni en su libro “Democracia en venta”: “…dentro del proceso de colonización, empresas e instituciones públicas occidentales se convirtieron en socios comerciales, hasta el punto de que no era fácil determinar quien detentaba el poder. Esta alianza se ha mantenido invariable, incluso reforzada, hasta nuestros día, en que una singular uniformidad de perspectivas parece caracterizar las relaciones entre el gran capital y el Estado”.
La economista italiana afirma que “Corrobora la alianza entre el Estado y el gran capital el hecho de que la expansión colonial se produce precisamente a través de vanguardias comerciales”. Y agrega que “no fue la Corona inglesa la que colonizó a la India, sino la East Indian Company Ltd, y lo mismo puede decirse de la Dutch East Indian Company en Indonesia”. Y remacha: “Una vez abierto el mercado, el Estado invierte poniendo a disposición de las empresas su propia burocracia para la gestión de la colonia conforme a las reglas del hombre blanco y a su favor”.
Los derrocamientos de Jacobo Árbenz por causa de la United Fruit Company, y de Salvador Allende por la nacionalización del cobre, promovidos por EE.UU y ejecutados por la CIA, son ejemplos en América Latina de lo afirmado por Napoleoni.
La muerte de Allende fue seguida por una trama internacional urdida por el Estado, la Iglesia (cristiana) y el capital para implementar actos terroristas llamados a consolidar la dictadura nacida a raíz del golpe de Estado que llevó a Augusto Pinochet al poder, y a afianzar también los regímenes de fuerza surgidos en toda Sudamérica. Nos referimos al conocido Plan Cóndor que “en defensa de los valores y civilización occidental y cristiana” sometió a las más horrendas torturas, asesinatos y desapariciones a miles de ciudadanos opuestos a los regímenes tiranos que encabezaba aquella asociación delictiva de dictadores.
Entre Chile, Paraguay, Argentina, Brasil, Uruguay y Bolivia se coordinaba el llamado plan de operaciones que llegó a alcanzar a Ecuador, Venezuela y Colombia, siempre bajo las orientaciones de los EE.UU que instruía a las dictaduras militares en las técnicas de torturas que se denuncian por estos días como prácticas comunes en las prisiones de Guantánamo. Los manuales de la CIA, elaborados en el centro de entrenamiento conocido como Escuela de las América que operaba en la Zona del Canal de Panamá y que hemos conocido tras los escándalos en la base militar estadounidense en Cuba, circulaban entre los torturadores de aquellos regímenes totalitarios desde la década de los sesenta.
Si los terroristas del Estado Islámico, al Qaeda y cualquier otro grupo político religioso fundamentalista musulmán, decapitan y queman vivos a los “infieles“ occidentales; si se forran de explosivos para estallar en lugares concurridos y hacen detonar artefactos en embajadas y edificios repletos de personas para aterrorizar al civilizado mundo cristiano; de este lado se ha silenciado, en privado, a los opuestos a los intereses del gran capital, cortándoles las manos para que no protesten con sus guitarras como a Víctor Jara, lanzándolos al mar después de sacarles las uñas y los ojos a sangre fría, violando sexualmente y en grupos a las mujeres para embarazarlas y luego repartir sus hijos como mascotas, y simulando ahogamientos de las formas más creativas posibles para infundir un terror inimaginable.
Pero el terrorismo de Estado, que tomó un inusitado auge durante la Santa Inquisición, y del que hablaremos más adelante, muestra hoy día su cara más fría gracias al avance y rápida evolución de las tecnologías. Ya no es necesario un Orlando Bosch o un Posada Carriles colocando con sus propias manos una bomba en un avión bajo instrucciones de la CIA, ya no es necesaria la presencia del torturador en la escena donde se siembra el terror. No, ya no. Ahora un jovenzuelo desde una oficina con aire acondicionado y una computadora a su disposición, puede manejar un programa para operar a distancia un artefacto volador no tripulado para matar a los enemigos de occidente, incluyendo a sus hijos, padres, abuelos, amigos y vecinos, como si se divirtiera con un videojuego.
El terrorismo de Estado presencial terminó en Occidente. Ahora son los drones los responsables de imponer el terror. Para muestra, la confesión de Brandon Bryant, un operador de este tipo de aeronaves, quien reveló a la BBC que entre 2007 y 2011 asesinó a mil 600 personas en Irak, Afganistán, Pakistán y Yemen.
Pero no es nuevo asesinar en nombre de la libertad como le hacían creer a Bryant, Occidente, que durante la Revolución Francesa afianzó el poder capitalista, terminando con los restos políticos del feudalismo; que sirvió, con el apoyo popular, para impulsar la llamada democracia moderna, mediante la promoción de un estado de derecho, con esencia en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, se fraguó en medio de un frenético período de violencia que implicó la implementación del terrorismo de Estado para silenciar a los opositores. Dicho de otra manera, se violaban los derechos de los opositores, los que pagaban hasta con su propia vida, para imponer un régimen de libertades y derechos.
Maximiliano Robespierre, el jacobino que lideró las atrocidades de los revolucionarios, llegó a convencerse de que el terror y la virtud se convierten en elementos sustanciales del gobierno popular en situaciones de emergencia. Lo explicaba de esta manera: “La virtud sin la cual el terror es funesto y el terror sin la cual la virtud es impotente”. Fue bajo este convencimiento que creó en 1793 el Comité de Salud Pública, el que tendría por responsabilidad juzgar a los contrarrevolucionarios, muchos de los cuales perdieron la vida al pié de la guillotina, pues este hombre insistía en argumentar que “en algunas circunstancias es cruel ser débil y criminal ser indulgente”.
Las palabras de Robespierre parecen la de un yihadista musulmán del Estado Islámico o Al Qaeda, difundidas para justificar sus acciones terrorista frente a los que ellos definen como infieles. En el caso de los jacobinos los infieles eran los del clérigo, los simpatizantes de la monarquía y los soldados desertores. Se perseguía a toda suerte de individuo sospechoso de militar en la causa contraria, por ello fueron tantos los condenados por el Comité, que se estima en más de 40 mil las personas que perdieron sus cabezas a manos de los defensores de los derechos del Hombre y los Ciudadanos. Curiosamente, la orgía de decapitaciones de La Revolución arrastró su secuela hasta el 10 de septiembre de 1977, fecha de la última decapitación en Francia; la víctima fue el tunecino Hamida Djandoubi.
Aunque con la Revolución Francesa inició el terrorismo de Estado de la era moderna, con ella desaparecía el oscurantismo arropado en el manto de terror del cristianismo: La Santa Inquisición. Este fue un largo período que comenzó en la Edad Media. Durante él los tribunales del Santo Oficio persiguieron los delitos contra la fe. Todo el que no profesara el catolicismo era perseguido por hereje y sometido a las más escalofriantes torturas y asesinados, de las formas más humillantes y espantosas, y en público, para escarmiento de los que pudieran resistirse a la “conversión”.
Para causar dolor y muerte se recurrió a la creatividad de los inquisidores, que diseñaron instrumentos infernales como el sarcófago en posición vertical, conocido como “Virgen de hierro”, cuyas puertas y espaldar, tenían púas largas y afiladas que no mataban de inmediato al acusado y obligado a entrar al aparato, ya que se fijaban de tal forma que no lesionaran órganos vitales, para de esta manera prolongar la tortura hasta causar una muerte espantosa y cruel.
Si la “Virgen de hierro” se asemejaba a lo que la Biblia describe como el infierno, el mayor escenario de terror que se haya podido describir, diseñado para el que no “obedezca”, “adore” o siga por fe, de manera ciega y sin cuestionamiento a la autoridad suprema creada por el dogma, existieron otros instrumentos capaces de prolongar el tormento más allá de la hoguera pública y alquitrán, más allá de las torturas aconsejadas en los manuales de la CIA, trabajadas para no dejar huellas físicas que pudieran incriminar a los autores materiales e intelectuales en un mundo que predica con hipocresía el respeto a los derechos humanos.
“La sierra” era otro de esos instrumentos pavorosos que buscaban la conversión, el respeto al catecismo, el castigo por la homosexualidad, porque debemos recordar, que el libro de los libros, en sus testamentos viejo y nuevo, definen la relación entre varones como abominación al dios de los judíos y cristianos. En el capítulo 18 de Levíticos no puede estar más claro; en él, que se definen los actos inmorales, de acuerdo a lo “dicho” por Jehová a Moisés, se sentencia en su versículo 22 lo que sigue: “No te echarás con varón como con mujer; es abominación”.
Pues bien, en “La sierra” se colgaba al apostata por los pies mientras dos individuos, sierra en manos y colocados uno de frente y otro a la espalda del cuerpo del castigado, deslizaban con lentitud el instrumento cortante por la entrepierna, con la intención de dividir en dos la anatomía de la víctima, solo que el método impedía un desangramiento que permitiera la pérdida del conocimiento, lo que ocurría cuando los filosos dientes de metal alcanzaban la zona del ombligo o el pecho. La idea era prolongar el dolor y la agonía.
Muchas veces los condenados a muerte en plazas públicas, eran sometidos a actos de crueldad antes de la ejecución, porque el sádico inquisidor no podía permitirse muertes tan placenteras como en la guillotina, la hoguera o la fritura en alquitrán, pues los decesos se producían excesivamente rápido, casi sin dolor, con pavuras breves. Por ello crearon, para el condenado a muerte, “La horquilla del hereje”, que era un arco que se colocaba en el cuello del impío, ésta tenía una barra con cuatro puntas filosas, dos en un extremo que daba a la barbilla y las otras dos a la parte superior del pecho, impidiendo que el individuo pudiera mover la cabeza o articular palabras.
Mientras los pueblos históricamente han promovida la innovación tecnológica para ser competitivos, los inquisidores también la promovían para ponerla al servicio del terror, del terrorismo de Estado y religioso en esta alianza macabra que diversificó, tanto métodos como instrumentos, para descargar su intolerancia. Y así, además de los descritos, inventaron “El desgarrador de senos”, “la cuna de Judas”, “La tuerca”, “El potro escalera”, “El toro de falares”, en fin.
Esta escalofriante cacería, orgía de sangre, carne, heridas y abrasiones, nació en Francia en 1184, cuando se fundó la Inquisición Medieval en Languedoc, para combatir la herejía entre de los cátaros o albigenses.
Como hemos visto, la cacería inquisidora que armó la alianza del cristianismo y el Estado, nació en Francia, como en este país nació también, en respuesta al oscurantismo de aquella mancuerna, la batida sangrienta contra la religión, en una separación que trató de imponer a la diosa razón, sin que para ello se recurriera al convencimiento razonado, a la persuasión despojada de la fuerza, y armada de los argumentos que permitiera el flujo libre de verdades, del debate de las ideas sin prisiones blanquinegras, de conceptos multicolores que la realidad y la evolución de la existencia, de la materia, dieran a luz nuevas certezas, nuevas formas de pensar, nuevos paradigmas.
Pero los atentados terroristas en París contra la revista satírica Charlie Hebdo, a manos de fundamentalistas musulmanes, sirvió de alimento para que los medios occidentales, en su afán por darle el carácter de exclusividad del terrorismo a los adoradores de Alá, reforzaran su campaña contra el Islam, atribuyéndole a aquella religión un anclaje en la época medieval, sin tomarse el ligero trabajo de separar a los radicales, que son la minoría, del resto que predica la fe musulmana apegados a las enseñanzas de Mahoma o el Corán, que dice: “No debe existir compulsión en la religión” (2-256). O cuando indica: “Adviérteles que tú solo eres un amonestador y no tienes autoridad para obligarles” (88-33-23).
La cuestión es que, como he afirmado, detrás del terrorismo religioso hay una acción de orden político. Y en el radicalismo de ciertos musulmanes hay una respuesta no convencional a agresiones convencionales contra sus riquezas y cultura. Francia actuó de forma parecida durante la segunda conflagración mundial, cuando los nazis la ocuparon en 1940 mancillando su soberanía, pues antes que las tropas aliadas llagaran para su liberación, tras cuatro años de ocupación, las fuerzas de la resistencia desarrollaron toda suerte de actividades violentas, las que podríamos tipificar de terroristas, en razón de que la superioridad de las fuerzas alemanas no les permitía una confrontación en el terreno que imponen los esquemas regulares de la guerra.
Los ocupantes alemanes, en acciones de terrorismo contestatario a manos de los patriotas franceses, sufrieron miles de atentados y sabotajes. Los maquisards, nombre al que respondían los hombres de la resistencia, consumaron, a decir del Ministerio de Interior de entonces, más de 230 actos terroristas entre julio de 1941 y enero de 1942. La información fue servida por la entidad gubernamental, luego de que el 5 de enero de 1942 fuera asesinado Ives Peringaut, jefe de gabinete del gobierno galo que encabezaba, a la orden de los germanos, el mariscal Phelippe Pétian.
Tras los atentados a Charlie Hebdo, el mundo occidental, guiado por sus medios de comunicación, avanzaba como borrego de tras de la consigna “yo soy Charlie Hebdo” sin reparar en las causas que llevaron a los terroristas a cometer el hecho, un comportamiento parecido al de pasajeros que salen de un avión y siguen al que va delante buscando la sección de migración, sin leer los letreros para orientarse, por lo que terminan extraviados como estuvo desde el principio el primero, que tampoco leyó.
He afirmado repetidas veces que detrás de un acto terrorista hay un interés de tipo político, aunque la fachada de los autores muestre un diseño religioso, como ya hemos comentado anteriormente. Pero no podemos negar que el crimen organizado recurre al terrorismo para lograr sus objetivos económicos, ya sea por medio del secuestro, la tortura, las decapitaciones, los asesinatos en masa, el descuartizamiento de las víctimas, y toda forma de violencia irracional arraigada en muchos individuos que durante su crecimiento y formación, sintieron el desprecio de la sociedad o las agresiones de su círculo familiar más íntimo.
El terrorismo racial, cuya máxima expresión la encarnó Adolfo Hitler desde el Estado, sobre la base de la superioridad de la raza aria, que torturó y asesinó a millones de seres humanos en una extraña mezcla de ciencia y locura, ha terminado en acciones políticas, como políticos son los actos de desmedida violencia en grupos revolucionaros que se proponen cambiar el orden económico y social de un país, o las acciones de grupos separatistas, de patriotas que luchan contra fuerzas de ocupación, u opositores que batallan por librarse de regímenes represivos, esclavistas, autoritarios, autocráticos o los monárquicos, símbolos de los sistemas de gobiernos religiosos primitivos y expresión política del Medioevo, aunque se arropen de parlamentarios.
Pues bien, para aterrizar estas ideas reflexivas, me referiré a unos de los conflictos más largos de la historia, en los que se mezclan separatismo, independencia, guerra civil y religiosa, todo aderezado con violencia ilimitada e irracional: con terrorismo. Pero con un terrorismo sin que en el marañoso cuadro de sangre, luto y dolor, aparezca una sola pincelada de color musulmán. Me refiero al conflicto entre los protestantes irlandeses del norte, y los católicos, también irlandeses, del sur. Estos iniciaron su largo enfrentamiento en el siglo XVI, tras las reformas protestantes introducidas por Enrique VIII que trajeron un calvario de persecuciones, vejámenes, humillaciones y discriminación contra los que profesaban la fe católica, que verían aumentar sus angustias con la llegada al poder de Oliver Cromwell, militar que convirtió a Inglaterra en una república, autoerigiéndose en Lord Protector de ésta, Escocia e Irlanda.
Al asumir el trono Jacobo II, un escocés católico, la suerte de sus hermanos en la fe mejoró, los gravámenes que debían pagar fueron rebajados, pero la suerte de éstos duró lo que el monarca en el trono, pues Guillermo de Orange, o Guillermo III, protestante holandés que reinó sobre Inglaterra e Irlanda, reanudó el acoso contra sus adversarios religiosos, prohibiéndoles mediante leyes, pertenecer al parlamento y asumir posiciones públicas. En 1801 el parlamento proclamó el reino unido de Inglaterra e Irlanda, en respuesta al movimiento separatista de Enrique Grattan; la llama independentista ardió más.
Como vemos, lo que se presentó como una confrontación entre católicos y protestantes, era, tras lo aparente, una lucha por el poder; los primeros enfrascados en choques contra los privilegios políticos de los segundos, y éstos por mantenerlos a toda costa en una batalla que se prolongó hasta nuestros días con la creación del grupo paramilitar y terrorista Irish Republican Army, IRA, brazo armado del partido católico independentista, sin lazos, de ningún tipo, con el mundo musulmán.