En el arte se atribuye la autoría de la obra a su hacedor sin importar las ayudas utilizadas para su elaboración, porque se está plasmando la idea concebida y meditada por el artista.
Erróneamente se condena lo comercial en el arte, sin entrar en detalles sobre su calidad expresiva y sin adentrarse en la historia, lo cual muestra muy claramente que una importantísima parte de las grandes obras han sido confeccionadas por encargo sin que esto cuestione su trascendencia estética.
El creador no trabaja subido en una nube celestial alejado de los simples mortales, estacionado en un nirvana lleno de paz y libre de problemas. Esa es una mitificación errónea que puebla la imaginación de gran parte del espectador común.
El éxito de muchos artistas viene de saber manejarse en los circuitos comerciales o de encargo, sin dejar de decir lo que tienen que decir, y sin contaminar su obra o venderla cual Judas por unas pocas monedas.
La creación no es un milagro que se da en laboratorio in vitro, la obra se nutre de tensiones y presiones, de un entorno hostil y asfixiante que saca lo más preciso y creativo, pues las soluciones acertadas se cocinan en esos ambientes caóticos.
Si Francis Ford Coppola se hubiese rendido a las dificultades que planteaba la realización del Padrino I, hoy esa gran película no existiría, o quizás no en la forma como la vemos y por lo que la colocan de manera frecuente entre los listados de las mejores películas de la historia del cine.
O quien puede negarle esa categoría a Martin Scorsese, Víctor Erice o Akira Kurosawa, solo para mencionar unos cuantos que vienen rápidamente a la memoria. Esto no significa que la lista no se amplíe y que la inclusión de nombres tan comerciales como el de Steven Spielberg pueda molestar a más de uno.
La política de los autores construida, armada e imaginada por esa generación de cineastas cinéfilos, la primera en la historia, que fueron los críticos de la Nouvelle Vague en su revista Cahiers du Cinema, los siempre bien ponderados FrancoisTruffaut, Eric Rohmer, Claude Chabrol, Jean- Luc Godard y Jaques Rivette bajo la atenta mirada de dos monstruos del pensamiento fílmico, Henri Langlois y André Bazin. Ellos condujeron a las noveles plumas por los túneles del tiempo, mostrándoles una enorme cantidad de cineastas y de películas subvaloradas bajo la etiqueta de cine comercial.
El meollo de la política de autor se centra en demostrar que un director cinematográfico es equiparable al novelista, al pintor o al dramaturgo puesto que la visión que prima en el filme es la suya, como responsable de un grupo de colaboradores, no importando si esa obra es por encargo, siempre y cuando esté impregnada de valores artísticos trascendentes.
La defensa hecha a directores tan emblemáticos en Europa como Roberto Rosellini y Jean Renoir no se encontró con mayores problemas. Pero incluir a figuras del cine norteamericano como Howard Hawks y Alfred Hitchcock, desató las iras de los puristas de siempre, quienes no podían admitir que dos cineastas tan comerciales pudieran ser autores, sin recordar, por ejemplo, que grandes novelas fueron publicadas por entregas en periódicos a petición de sus dueños, y que entre esos autores estaban Honoré de Balzac o Alexandre Dumas, grandes plumas de la literatura francesa a los que no se les podía regatear esa condición aunque vendieran sus obras al detalle.
Un director tan reconocido como Luis Buñuel se vio sumergido por avatares de la vida en esa categoría no muy prestigiosa de quienes dirigen películas por motivos alimenticios, y si no, échenle un vistazo a los inicios de su etapa mexicana, para solo mencionar un periodo y se darán cuenta de lo que digo. Don Luis, que menciona estos casos en sus memorias, no pierde un ápice de su reconocimiento debido a estas obras producto de necesidades apremiantes.
El artista produce lo bueno, lo malo y lo mediocre, dicen por ahí, por lo que entonces no se puede exigir a los directores de cine atenerse a una regla que no cumplen los demás integrantes del parnaso artístico y que es imposible de seguir para cualquier realización del espíritu humano.
La galería de autores debía componerse, pensaban los opositores a este concepto, de figuras consagradas al gran cine, el de calidad, pero echaban chispas al atribuirle esta categoría a figuras tan zarandeadas como Orson Welles, Charles Chaplin, Joseph Von Sternberg, Erich Von Stroheim o David Wark Griffith, que no eran figuras de consenso, por más que nos extrañe en las épocas actuales.
No se trata de mitificar a ciertos autores en desmedro de otros, ni de erigir un Olimpo de dioses con virtudes perfectas. La idea es darle el justo valor, ni más ni menos a cineastas que se expresan dentro de un sistema comercial y unos esquemas de producción en serie, para decir las verdades y criticar al sistema dentro del sistema.
Los creyentes del cine de arte, esos golems en clave hater que pueblan la cinematosfera nuestra de cada día, le colocan el sello de autor a unos freaks con dificultades comunicativas, creyendo hacer un elogio a la diferencia, y sin embargo, terminan encumbrando flores de un solo día que solo ellos adoran y que perfectamente podrían encuadrarse en la descripción de Robert Bresson: “Cine de Arte, el más carente de arte”.
A la distancia, la política de autor se han expandido a todo el planeta y han sufrido transformaciones, algunas, como la denominan en los países anglosajones, “author theory”, teoría del autor, y no política, en virtud del pragmatismo existente en esos lares. En el resto, lejos ya de los primeros ardores, se reconoce al autor por expresar una cierta originalidad y apego a los valores estéticos que permitan distinguirlo de los filmes y cineastas más anodinos e intranscendentes.
En definitiva, el pistoletazo de salida de los jóvenes turcos de la crítica francesa sirvió de revulsivo, ampliando el margen de reconocimiento para ciertos directores, discriminados en tanto que se desenvolvían en un sistema industrial de productos en serie, sin examinarse el valor estético de sus películas.
Reconocer como autor a un director de cine, no solo permitió ponerlo en un nivel de igualdad con los otros artistas, eso también le daba acceso a disfrutar de la propiedad de sus filmes, compartir beneficios y extender sus niveles de libertad creativa.
La amplitud del reconocimiento a determinadas figuras como autores cinematográficos, no busca sacralizar o colocarles en pedestales inalcanzables. Hoy como ayer es el mismo objetivo, acercar ese cine a las audiencias de todo tipo y reconocer sus méritos artísticos.
La teoría del autor buscaba y logró que se mirase el trabajo de ciertos cineastas cuya cercanía al cine industrial afectaba sus discursos, de cara a una comprensión cabal de los mensajes que deseaban emitir, con una mirada diferente, y que se le reconocieran los méritos estéticos a esos hacedores.