Hablan los hechos

La VII Cumbre de las Américas acaba de poner en evidencia la magnitud de los cambios que se han experimentado en la región en los últimos lustros.

Ese cónclave se concibió como la máxima instancia de coordinación política de una pretendida alianza económica y comercial de todos los estados del continente, menos Cuba. Sin embargo, al calor de los cambios políticos ocurridos en la región, el foro donde se ven la cara los líderes políticos de casi todo el hemisferio occidental devino en espacio de lucha por la autodeterminación y el respeto mutuo.

El proyecto del ALCA zozobró luego de recibir la estocada mortal en la cumbre de Mar del Plata de 2005. Latinoamérica inició la construcción modelos de desarrollo propios al margen de las recetas del denominado consenso de Washington que se pretendió imponer en el marco de la gran ofensiva neoconservadora que se desató cuando aun estaban humeantes las ruinas del sistema comunista. Paralelamente, fue avanzando en la construcción de espacios de cooperación intrarregionales para fortalecer su capacidad de autodeterminación, identificando objetivos comunes y ejercitando cada vez más su capacidad de actuar como un solo cuerpo en la defensa de intereses propios en la arena internacional.

La batalla ha sido dura. Hay que recordar la crisis económica y el período de inestabilidad política vivido por Argentina desde el año 2001. Los varios gobiernos inconclusos en Ecuador y Bolivia, la dispersión política que acompañó las severas dificultades económicas de Venezuela y que dieron como resultado la irrupción en el escenario político de Hugo Chávez y su V República, por tan solo citar algunos casos.

Luego vinieron los esfuerzos para evitar la consolidación de procesos políticos totalmente legítimos y boicotear la gestión de la complicada realidad socioeconómica. Se llegó al extremo de intentar el desalojo por la fuerza de los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela y de Rafael Correa en Ecuador. Un movimiento secesionista hubo de ser derrotado en Bolivia y más recientemente un intento de vincular a la presidenta argentina con el asesinato de un fiscal, seriamente cuestionado hoy en su integridad moral por los resultados mismos de las investigaciones.

No se han escatimado esfuerzos ni recursos, por poco elegantes que lucieran. Así, la Argentina de Cristina Fernández ha debido enfrentar prácticamente sola un montón de dificultades para poder hacer uso del mecanismo de renegociación de deuda al que normalmente apelan todos los países para morigerar el peso de sus compromisos externos.

Paralelamente se intentaron las descalificaciones. El nuevo liderazgo político regional fue tratado de populista e ignorante por los grupos neoliberales incapaces de reciclarse.

Sin embargo, una gestión exitosa de las economías combinada con acertadas políticas de inclusión social en los distintos países fue moldeando el viraje de Latinoamérica hacia posiciones progresistas.

Bolivia, el país que competía con Haití por sus niveles de pobreza, nunca había tenido en toda su historia un desempeño económico como el que tiene hoy. Su población, mayoritariamente indígena, otrora víctima de la más espantosa exclusión, cuenta por primera vez con espacios amplios de participación, con acceso a la salud, educación, empleo y servicios básicos. De ese Evo Morales que ha encabezado lo que sin exageración puede calificarse de epopeya, se reían apenas ayer los intelectuales neoliberales enquistados en los grandes medios de comunicación, tratándolo despectivamente de “dirigente cocalero” con apenas unos “cuestionados grados de escolaridad”.

Los éxitos de los gobiernos progresistas latinoamericanos, desde los de Lula Da Salva y Dilma Rousseff, en Brasil, pasando por el de Daniel Ortega en Nicaragua y Rafael Correa en Ecuador, hasta llegar a Venezuela y El Salvador, son tan visibles y contundentes que solo una mente obtusa podría pretender ignorarlos. De hecho el mejor reconocimiento de esa realidad lo han hecho los pueblos dándoles a los partidos que han soportado tales transformaciones la oportunidad de continuar en el poder en procesos electorales totalmente libres de cuestionamientos.

Cuando se contrastan estos avances con los resultados de la gestión de los gobiernos neoliberales que proliferaron en la zona se advierte que el saldo está ampliamente a favor de los gobiernos progresistas. En términos políticos este hecho ha gravitado enormemente en toda la región.

Es menester destacar que los avances regionales se han producido en un contexto caracterizado por serios retrocesos en el mundo desarrollado como consecuencia de la severa crisis causada por las políticas de desregulación por ellos concebida y que la región se negó a acoger. Este factor contribuyó a reforzar la autoridad moral del liderazgo político regional.

El éxito alcanzado, el respeto ganado en buena lid, ha permitido a los gobiernos progresistas, a su vez, liderar un proceso de integración regional que avanza con cada vez más fuerza al ser visto como legítimo y necesario, incluso, por muchos otros gobiernos ubicados en centroizquierda, como el caso de Costa Rica, o de centroderecha, como el caso de Colombia.

La visión bolivariana de las relaciones intrarregionales goza hoy de los más amplios niveles de aceptación. En esto hay, indiscutiblemente, un gran aporte del ido a destiempo presidente venezolano Hugo Chávez.

El espíritu de colaboración que impera en las relaciones entre los distintos países permitió declarar a América Latina como zona de paz, lo que ha contribuido a crear un clima adecuado para el inicio en Colombia de un diálogo serio con miras a poner fin por la vía negociada al conflicto armado, quedando en evidencia las limitaciones de las instancias regionales que en el pasado se utilizaron como herramientas de la Guerra Fría.

Al propio tiempo, la actuación de la región como un solo cuerpo en la arena internacional permitió que países como China y Rusia la coloquen entre las prioridades de sus agendas económicas, asumiendo compromisos altamente beneficiosos para los pueblos de las Américas, lo que contribuye a diversificar sus intercambios y, a su vez, presiona hacia la mejora cualitativa de los ya existentes.

Es en este contexto que la administración de Barack Obama, en un esfuerzo por salir de su aislamiento en la región, rectifica la ya altamente desacreditada política de Estados Unidos hacia Cuba. Lamentablemente, los aplausos por tan atinada y valiente decisión se han visto opacados por otra que desdice de su buen espíritu: la declaratoria de Venezuela como peligro para la seguridad de los Estados Unidos.

La reunión de Obama con Castro estaba llamada a inaugurar la era de la “diplomacia inteligente” de que habló Hillary Clinton cuando se desempeñaba como jefa de la diplomacia en el primer gobierno de Obama. Se trataba de una rectificación de métodos, mas no de objetivos estratégicos. Pero el exabrupto cometido con respecto a Venezuela convirtió en fracaso lo que pudo ser una jugada política audaz.

El presidente Raúl Castro le tendió la mano a un Obama visiblemente derrotado cuando al hablar en la cumbre lo exoneró de culpa por los errores del pasado, algo que el presidente de Estados Unidos pareció reclamar para sí cuando insinuó la inutilidad de entrar en disquisiciones históricas. Aunque el gesto diplomático fue bien acogido, los mandatarios presentes no perdieron la oportunidad de hacerle su reclamo al mandatario estadounidense por el exceso cometido contra Venezuela, el mismo que se cometió contra Cuba hace 55 años y que la actual administración estadounidense ha querido dejar atrás por razones de conveniencia política.

Al arribar en las condiciones antes descritas a la VII Cumbre de las Américas, Barack Obama no tuvo más remedio que hacer rectificación sobre rectificación, sin poder recoger fruto alguno. Su declaración dando por terminada la época de la injerencia de Estados Unidos en la región, más que una rectificación, pareció una capitulación. Solo razones de orgullo pudieran explicar por qué el mandatario norteamericano, así las cosas, se ha negado a complacer al presidente Nicolás Maduro dejando sin efecto una disposición legal convertida ya en polvo por sus propias palabras y que gravitará en la región de la misma forma que el embargo a Cuba.

La diplomacia norteamericana acaba de sufrir un duro revés. El gran ausente de las cumbres de las Américas, Cuba, no pudo tener mejor debut. El Presidente Castro, cual vencedor que invoca su derecho a las reparaciones, hasta se permitió bromear diciendo que haría uso en su intervención en esta edición de la cumbre del tiempo que le habían quitado al impedirle participar de las anteriores. Por su parte, quien tuvo la iniciativa de instituir el foro, Estados Unidos, solo estuvo representado al más alto nivel en el inicio de las plenarias, como para evadir humillaciones.

Así pues, la Cumbre de las Américas devino en sepulturera no solo del Alca sino también del último reducto de la Guerra Fría. ¡Quién lo hubiera imaginado!

¿Fin del injerencismo? La diplomacia inteligente nació con un evidente error de cálculo. Obviamente, el anuncio hubiera sido más impactante sin las medidas contra Venezuela. Pero así ha sido la diplomacia de la actual administración norteamericana: zigzagueante.

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